El Caballero Templario (52 page)

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Authors: Jan Guillou

Ahora había cambiado la situación, Gérard de Ridefort era un enemigo jurado del regente conde Raimundo. Era probable que todos los planes de unir más a los sanjuanistas y a los templarios se fueran ahora a pique. Como si hubiese sentido una advertencia acerca del futuro, Arn sospechaba que acababa de ver el principio de una malvada transformación en toda Tierra Santa.

Al regresar a Gaza, al menos pudo alegrarse de volver a ver a su amigo noruego Harald Øysteinsson, que a esas alturas estaba francamente cansado de recitar cánticos y sudar todo el santo día bajo el ardiente sol en un remoto castillo. Lo poco que Harald había visto de la guerra en Tierra Santa no había sido de su agrado y el aburrimiento en un castillo en tiempos de paz le parecía todavía peor.

Para alegría de ambos, a Arn se le ocurrió que como comendador podía decidir que los hermanos o sargentos que supieran nadar y bucear debían practicar esa habilidad, pues si el puerto de Gaza era bloqueado por una flota enemiga y la ciudad era a la vez asediada, la capacidad de salir nadando de noche y eludir el bloqueo del enemigo podía tener una gran importancia. Puesto que él mismo y Harald eran los únicos que realmente sabían nadar y bucear, este nuevo ejercicio resultó ser más diversión suya que una preparación seria para la guerra. La Norma les prohibía que practicasen a la vez en los espigones de Gaza, pues ningún templario podía mostrarse desnudo ante un hermano, al igual que nadie podía bañarse por puro placer. Por eso tenían que turnarse para nadar, pero seguro que su placer con este nuevo supuesto ejercicio de guerra era más grande que el provecho militar que los templarios pudieran sacar de él.

Años antes, a Arn jamás se le habría pasado por la cabeza tergiversar y forzar la Norma de aquella manera despreocupada, pero ahora que interpretaba el tiempo de servicio que le quedaba como una espera más que como un deber sagrado, perdió gran parte de su anterior severidad.

Él y Harald empezaron a hablar de viajar juntos, pues como comendador Arn podría revelar a Harald en cualquier momento de su servicio como sargento. Estaban de acuerdo en que un viaje tan largo hasta el norte era preferible hacerlo en compañía.

Además, al principio era difícil imaginarse cómo lograrían reunir el dinero para el viaje; en sus casi veinte años sin dinero, Arn se había acostumbrado a dejar de pensar en ello como en un problema. Pensándolo un poco se le ocurrió que probablemente podría pedir suficiente dinero prestado a alguno de los caballeros seglares que conocía. En el peor de los casos, él y Harald tendrían que trabajar durante un año en Trípoli o Antioquia, hasta reunir suficiente dinero para viajar.

Una vez empezaron a hablar del viaje también empezaron a sufrir de añoranza, a soñar con las tierras que hacía tiempo habían apartado de sus mentes, a ver los rostros de antes, a escuchar en el silencio y oír su propio idioma. Para Arn había una imagen especial de lo que una vez había sido su hogar que llegó a ser más fuerte que todo lo demás. Todas las noches veía a Cecilia, todas las noches rezaba a la Madre de Dios para que protegiera a Cecilia y a su desconocido hijo.

Por las noticias que recibía Arn de vez en cuando de los viajeros que alguna vez iban y venían entre Gaza y Jerusalén, sentía cada vez más que se acercaba la debacle de Tierra Santa. En Jerusalén ya no se permitían las oraciones no cristianas, ningún médico sarraceno ni judío podía trabajar para los templarios ni para los seglares. La enemistad entre sanjuanistas y templarios era peor que nunca, dado que los dos grandes Maestres se negaban a hablar el uno con el otro. Y parecía como si los templarios hicieran lo que pudiesen para sabotear la paz que el regente conde Raimundo hacía todo lo posible por conservar. Una señal de advertencia era el hecho de que los templarios habían confraternizado con el saqueador Reinaldo de Châtillon en Kerak. Según tenía entendido Arn, era sólo cuestión de tiempo que ese hombre saliese de nuevo a saquear y con eso rompiese la paz con Saladino, tal y como los templarios deseaban de forma cada vez más evidente.

Pero Arn pensaba ahora más en su regreso a casa y estaba más interesado en contar los días que le quedaban en la Orden del Temple que en preocuparse por los negros nubarrones que veía amontonarse en el horizonte oriental de Tierra Santa. Se justificaba ante sí mismo pensando que su trabajo ya no podía dar más de sí. Si Dios le había privado de todo su poder dentro de la orden templaría, ya no había nada que él pudiera hacer y por tanto tampoco podía culparse a sí mismo por esa nueva indiferencia.

Durante ese año sin incidentes en Gaza dedicó cada día más horas de lo necesario a montar sus caballos arábigos, el caballo Ibn Anaza y la yegua Umm Anaza. Eran su única propiedad permitida y si hallaba al comprador adecuado ellos podrían financiar tanto su viaje como el de Harald a casa, en el norte, tanto una como varias veces. Pero no tenía ninguna intención de separarse de forma voluntaria de esos dos animales, pues los contaba entre los mejores que había visto y montado. Sin duda alguna, Ibn Anaza y Umm Anaza regresarían con él a Götaland Occidental.

Götaland Occidental. A veces pronunciaba el nombre de su tierra cuando estaba a solas, como para acostumbrarse.

Cuando le quedaban diez meses de servicio, un día llegó un jinete con un mensaje urgente del Gran Maestre de Jerusalén. Arn de Gothia debía dirigirse de inmediato con treinta caballeros a Ascalón para servir en una escolta importante.

Obedeció con premura y naturalidad y llegó con sus caballeros a Ascalón aquella misma tarde.

Lo que había sucedido era importante pero no inesperado. El infante rey Balduino V había fallecido bajo el cuidado de su tío Joscelyn de Courtenay y el cadáver debía ser escoltado hasta Jerusalén junto con los invitados al entierro Guy de Lusignan y la aparentemente no muy desdichada madre del niño, Sibylla.

Ya en el camino entre Ascalón y Jerusalén, Arn empezó a sospechar que la intención del viaje iba más allá del simple luto y entierro de un niño. Se estaba tramando un cambio de poder.

Dos días más tarde, en Jerusalén, cuando Joscelyn de Courtenay proclamó a su sobrina Sibylla como heredera del trono, quedaron claros los planes de los golpistas.

En el cuartel de los templarios, donde Arn ahora residía en las habitaciones para invitados de los caballeros más bajos, se encontró con un padre Louis muy desdichado que pudo explicarle todo lo sucedido.

Joscelyn de Courtenay había llegado a toda prisa, se había reunido con el regente conde Raimundo, le había informado de la muerte del infante rey Balduino y le había propuesto que reuniera al Alto Consejo de barones en Tiberíades en lugar de en Jerusalén. De este modo evitarían la intromisión por parte del Gran Maestre de los templarios Gérard de Ridefort, que no se sentía obligado por ningún juramento a someterse a la última voluntad del rey Balduino IV, y por parte del patriarca Heraclius, que también intentaba inmiscuirse en todo.

De modo que el conde Raimundo se había dejado engañar abandonando Jerusalén. En su lugar llegó Reinaldo de Châtillon con estrépito y bastantes caballeros de Kerak y entonces Joscelyn proclamó a Sibylla como nueva heredera. Esto significaba, si se llevaba a cabo, que el inútil de Guy de Lusignan pronto sería rey de Jerusalén y de Tierra Santa. El conde Raimundo, los hermanos d'Ibelin y todos los demás que podrían haber impedido tal cosa habían sido engañados y habían sido sacados de Jerusalén. Todas las puertas y las murallas de la ciudad estaban custodiadas por templarios y ningún enemigo de los golpistas podía entrar a escondidas a la ciudad. No parecía haber nada que pudiese impedir el mal que estaba a punto de caer sobre Tierra Santa.

El único que en los días siguientes intentó hacer algo fue el Gran Maestre de los sanjuanistas, Roger des Moulins, que se negaba a romper el juramento que había prestado ante Dios al fallecido rey Balduino IV. Sin embargo, el patriarca Heraclius no se sentía en absoluto atado por ningún juramento y el Gran Maestre de los templarios Gérard de Ridefort sostenía que él mismo nunca prestó el juramento y que el juramento que había presentado un Maestre de Jerusalén destituido no era válido.

La coronación tuvo lugar en la iglesia del Santo Sepulcro. Primero el salteador de caravanas, Reinaldo de Châtillon, pronunció un vigoroso discurso en el que reivindicó la justeza de que Sibylla fuese la heredera del trono, al ser hija del rey Amalrik, hermana del rey Balduino IV y madre del fallecido rey Balduino V. Luego el patriarca Heraclius realizó la coronación de Sibylla y ella a su vez tomó la corona del monarca y la colocó sobre la cabeza de su marido, Guy de Lusignan, y puso el cetro en su mano.

Al salir en procesión de la iglesia del Santo Sepulcro para dirigirse hacia el banquete habitual en el cuartel de los templarios, Gérard de Ridefort proclamó su alegría porque, al fin y con la ayuda de Dios, había logrado su gran e incluso esplendorosa venganza sobre el conde Raimundo, que ahora estaba en Tiberíades sin poder hacer otra cosa que rechinar los dientes.

Arn estuvo presente en la coronación, pues se le había encargado la responsabilidad de la vigilancia que debía proteger las vidas del nuevo rey y la nueva reina. Le resultaba un encargo muy amargo, pues comprendía que estaba protegiendo a un perjuro que llevaría a Tierra Santa a la ruina. Se aferraba a la idea de que el tiempo que le quedaba en Tierra Santa era tan sólo de siete meses.

Para mayor amargura lo llamó el Gran Maestre Gérard de Ridefort, le aseguró que no le tenía animadversión y le explicó que por el contrario ahora se había informado de mucho que no sabía cuando con tanta premura le retiró el mando sobre Jerusalén. Había sido informado de que Arn era un gran guerrero, el mejor de los arqueros y jinetes y además el vencedor en Mont Gisard, por eso ahora quería compensarle al menos concediéndole la misión honorífica de formar parte de la guardia real.

Arn se sentía ofendido, pero no lo demostró. Contaba los días hasta que llegara el 4 de julio de 1187, el día exacto en que habrían pasado los veinte años desde que juró obediencia, pobreza y castidad.

Lo que vio durante su corto tiempo como responsable de la guardia real no le sorprendió en absoluto. Guy de Lusignan y su esposa Sibylla vivían más o menos la misma vida nocturna que el patriarca Heraclius, la madre de Sibylla, Agnes, y su tío Joscelyn de Courtenay.

Si hubiese llegado a suceder antes, durante su servicio, Arn probablemente habría llorado al ver todo el poder de Tierra Santa reunido en manos de aquellos pecadores infernales. Ahora sentía más bien resignación, como si ya se hubiera reconciliado con la idea de que el castigo de Dios sólo podría ser uno, la pérdida de Tierra Santa y de Jerusalén.

Hacia finales de ese año, Reinaldo de Châtillon rompió, como era de esperar, la tregua con Saladino y asaltó la mayor caravana jamás vista en el camino entre La Meca y Damasco. No era difícil comprender la furía de Saladino. Uno de los viajeros que había ido a parar a los calabozos de la fortaleza de Kerak era su hermana. Pronto llegó el rumor a Jerusalén de que Saladino había jurado ante Dios que mataría a Reinaldo con sus propias manos.

Cuando el enviado de Saladino fue a ver al rey Guy de Lusignan para reclamar indemnización por la violación de la tregua y la inmediata puesta en libertad de los prisioneros, Guy fue incapaz de prometer nada. En su lugar, se disculpó diciendo que no tenía ningún poder sobre Reinaldo de Châtillon.

De modo que no hubo forma de salvarse de la guerra venidera.

Sin embargo, el príncipe Bohemundo de Antioquia se apresuró a firmar la paz entre Antioquia y Saladino, y el conde Raimundo hizo lo mismo tanto por su condado de Trípoli como por las tierras de su esposa Escheva en torno a Tiberíades y Galilea. Ni Bohemundo ni Raimundo consideraban tener responsabilidad alguna sobre las ocurrencias de la delirante corte de Jerusalén, algo que pronto le había quedado claro a Saladino.

La guerra entre los cristianos estaba cerca. Gérard de Ridefort logró convencer al rey Guy de que debían enviar un ejército a Tiberíades para someter al conde Raimundo de una vez por todas y el rey Guy lo complació. Un ejército real reforzado con templarios se preparaba para marchar sobre Tiberíades.

En el último momento, Balian d'Ibelin logró persuadir al rey y lo hizo entrar en razón. Una guerra interna significaría la muerte, pues se les venía encima una guerra total contra Saladino. Lo que debían hacer, argumentó Balian d'Ibelin, era procurar la reconciliación con el conde Raimundo, y él mismo se ofreció a formar parte de la embajada que viajaría a Tiberíades para negociar.

Como negociadores se designó a los dos grandes Maestres Gérard de Ridefort y Roger des Moulins, a Balian d'Ibelin y al obispo Josias de Tiro. Unos pocos caballeros templarios y sanjuanistas los acompañarían a modo de escolta; Arn de Gothia se hallaba entre ellos.

Mientras tanto, en Tiberíades, el conde Raimundo se había colocado a sí mismo en una situación complicada. Como para comprobar la solidez del acuerdo de paz entre ellos, Saladino envió a su hijo Al Afdal con la solicitud de mandar una gran fuerza de reconocimiento durante un día a Galilea. El conde Raimundo accedió, bajo la condición de que la fuerza entraría en sus tierras al amanecer y saldría al ponerse el sol. Así se acordó.

A la vez el conde Raimundo envió unos jinetes para advertir al grupo de negociación que estaba de camino para que no fueran a parar a las garras del enemigo.

Los mensajeros del conde Raimundo alcanzaron a los negociadores a las afueras de Nazaret y entregaron el aviso. Recibieron un agradecimiento muy cordial por parte del Gran Maestre de los templarios Gérard de Ridefort por la noticia, pero no del todo a causa de los motivos que ellos mismos se habrían imaginado.

Gérard de Ridefort opinaba que ésta era una ocasión excepcional para batir a una de las fuerzas de Saladino. Envió un mensajero a la fortaleza de La Féve, donde se hallaba el nuevo Maestre de Jerusalén, James de Mailly, con noventa templarios. Dentro de la ciudad de Nazaret se lograron reunir cuarenta caballeros y algo de infantería. Y mientras se salía de Nazaret para ir en busca de Al Afdal y de sus jinetes sirios, Gérard de Ridefort incitaba a los habitantes de Nazaret a que los siguieran a pie asegurando que habría un botín muy valioso que saquear.

El obispo Josias de Tiro decidió sabiamente quedarse en Nazaret, pues decía que a él no se le había enviado para otra cosa que para acompañarlos más que en las negociaciones. Jamás se arrepentiría de aquella decisión.

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