Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
—Deus vult
! ¡Dios lo desea! —gritó Arn con todas sus fuerzas, e inmediatamente su grito fue repetido hacia atrás por todas las filas.
Arn y los caballeros más próximos a él empezaron a moverse poco a poco hacia adelante mientras quienes estaban más atrás se adelantaron al trote, distribuyéndose de forma ordenada en los flancos. Al salir ahora los templarios del bosque parecía como si su centro estuviese prácticamente quieto, mientras dos enormes alas de jinetes vestidos de blanco y negro se desplegaban a ambos lados. Cuando toda la fuerza estuvo colocada en línea recta, el estampido de los cascos de caballo fue creciendo en forma de un poderoso trueno cuando todos aceleraron a máxima velocidad por el último tramo antes de desembocar en el campamento del enemigo a lo largo de toda su extensión.
Muy pocos soldados enemigos habían tenido tiempo de subirse a los caballos, y ellos fueron el primer objetivo de los templarios atacantes. Mientras tanto, se atacaba también los apriscos de los caballos de los flancos, que eran rotos en pedazos a la vez que los caballos del enemigo eran hostigados con lanzas para que les entrase el pánico y dirigiesen su desbocada huida hacia el campamento, que pronto se convirtió en un barullo de caballos horrorizados, mamelucos corriendo tras sus armas o intentando escapar de los pesados jinetes enemigos entre tiendas que se derrumbaban y fuegos que despedían brasas y chispas cuando eran pisados y arrollados por los caballos.
Los portones de Ascalón se habían abierto y desde allí atacaba ahora el ejército seglar del rey, formando dos filas que se dirigían hacia el centro del campamento de los asediadores. Al descubrirlo, Arn gritó a Armand de Gascogne que cabalgase con el banderín en línea recta hacia el sur, de modo que todos los templarios se uniesen a ese ataque y dejasen espacio libre para el ejército real.
Pronto estuvieron reunidos todos los templarios y cabalgaban en forma de una larga hilera atravesando el ejército enemigo, clavando, batiendo y pisando cuanto se interpusiese en su camino. El enemigo no había tenido tiempo de superar el miedo y la sorpresa y por eso no habían comprendido lo pequeña que era la fuerza que los atacaba; pocos mamelucos pudieron subirse a los caballos, por lo que no habían logrado tener una buena visión de conjunto y creyeron que un enemigo del todo superior se les había echado encima.
Fue un baño de sangre que duró hasta mucho después de la puesta del sol. Más de doscientos prisioneros atravesaron luego los portones de Ascalón y el campo de batalla fue abandonado a la oscuridad y a los beduinos que habían aparecido, ahora, cual buitres de la nada y en una cantidad sorprendentemente grande. Los cristianos cerraron los portones de la ciudad tras de sí como si quisiesen librar a sus ojos de ver lo que sucedía allí fuera a la luz de las antorchas durante toda la noche.
En la plaza mayor de la ciudad, Arn mandó formar a su tropa y pasó revista escuadrón por escuadrón. Faltaban cuatro hombres. Teniendo en cuenta el tamaño de la victoria, era un precio muy bajo, pero lo importante en ese momento era hallar a los hermanos caídos o heridos. De prisa, configuró un escuadrón de dieciséis hombres ilesos y los envió a buscar con caballos de reserva a los hermanos desaparecidos para ponerlos bajo cuidados o darles un entierro cristiano.
Luego se dirigió al pequeño cuartel templario que había en la ciudad y repasó sus propias heridas, casi todas rasguños y moratones, se lavó y preguntó cómo encontrar al Gran Maestre. Tal y como había esperado, halló al Gran Maestre dentro de la capilla dedicada a la Madre de Dios y antes de salir a hablar dieron juntos las gracias a Dios y a la Virgen por haberles concedido tan brillante victoria.
Subieron al parapeto del muro y se sentaron a una distancia del puesto de guardia más cercano para poder hablar en paz. Allí abajo, a sus pies, se estaba celebrando la victoria por toda la ciudad, excepto en los cuarteles de los templarios y en los graneros, que se habían dispuesto para que los hermanos pasaran la noche. En esas construcciones reinaba el silencio y estaba completamente oscuro excepto por alguna que otra vela allí donde se curaban las heridas los unos a los otros.
—Saladino será un gran caudillo, pero no puede haber comprendido cuántos erais en Gaza, si no, no se hubiese contentado con dejar apenas dos mil hombres aquí para vigilar Ascalón —dijo Odo de Saint Amand, pensativo. Era lo primero que le decía a Arn, como si la victoria del día no necesitase discutirse demasiado.
—Todos los caballeros se mantuvieron dentro del castillo cuando vino, sólo éramos dos mantos blancos arriba en el muro —explicó Arn—. Pero le quedan más de cinco mil jinetes mamelucos. ¿Cómo están las cosas en Jerusalén?
—Como puedes ver, el ejército del rey está aquí en Ascalón. Amoldo tiene doscientos caballeros y cuatrocientos o quinientos sargentos en Jerusalén, me temo que eso es todo.
—Entonces tenemos que atacar y fatigar al ejército de Saladino en cuanto recuperemos fuerzas. Y eso será mañana —dijo Arn, taciturno.
—Mañana no creo que logremos llevarnos con nosotros al ejército del rey, pues estarán recuperándose de los daños de hoy. No los del campo de batalla, allí no tuvieron tiempo de hacer gran cosa antes de que venciésemos nosotros, sino los del festejo de la noche —señaló Odo de Saint Amand, furioso.
—Nosotros vencimos y ellos celebran la victoria. Así repartimos el trabajo, es como suele ser —murmuró Arn mientras dedicaba una mirada entretenida al Gran Maestre—. De todos modos, creo que es bueno que nos lo tomemos con un poco de calma y no nos precipitemos. Si tenemos suerte, no habrá ni uno entre los vencidos y fugitivos que logre atravesar las líneas de los beduinos de ahí fuera y entonces también Saladino tardará en enterarse de lo sucedido. Eso sería una gran ventaja.
—Mañana veremos —asintió Odo de Saint Amand, poniéndose en pie. También Arn se levantó y recibió el abrazo y los besos del Gran Maestre, primero en la mejilla izquierda y luego en la derecha.
—Te bendigo, Arn de Gothia —dijo el Gran Maestre, solemne, mientras agarraba a Arn de los hombros y lo miraba a los ojos. No puedes imaginarte lo que siente uno al estar ahí arriba en el muro viendo a los nuestros salir al ataque como si fueseis dos mil en vez de doscientos o trescientos. Le había prometido a los seglares y al rey que llegaríais a la hora prevista y tú mantuviste la promesa. Ha sido una gran victoria, pero todavía nos queda un largo camino.
—Sí, Gran Maestre —respondió Arn en voz baja—. Esta victoria ya está olvidada, lo que ahora tenemos ante nosotros es un gran ejército mameluco. Que Dios nos proteja una vez más.
El Gran Maestre retrocedió un paso y Arn se arrodilló y agachó la cabeza mientras su superior más alto desaparecía por la oscuridad a lo largo del muro de la fortaleza.
Arn permaneció solo un rato mirando por encima del muro y escuchando algún que otro grito de los heridos de allí fuera. Le dolía todo el cuerpo pero era un dolor agradablemente cálido y palpitante y, a excepción de un rasguño en la mejilla, no sangraba por ninguna parte. Como siempre, lo que más le dolía eran las rodillas, que recibían la mayoría de los golpes fuertes cuando atacaba a un enemigo desde el caballo o lo abatía pasando por encima de él.
En los días siguientes no sucedió gran cosa en Ascalón. Los prisioneros mamelucos fueron encadenados y puestos a trabajar enterrando a sus hermanos fallecidos en el campo de batalla. De vez en cuando llegaban pequeños grupos de beduinos arrastrando nuevos prisioneros para vender tras los camellos. Al parecer, todos los huidos habían sido capturados de ese modo; los beduinos eran diligentes en su trabajo pero probablemente no habrían dudado en hacer el mismo tipo de negocios con Saladino si la batalla hubiese terminado del modo contrario.
Los beduinos también traían información acerca de lo que hacía el ejército de Saladino. Al contrario de lo que se esperaba, Saladino no había avanzado hacia Jerusalén, sino que había soltado un poco las riendas y dejaba que su ejército saquease toda la zona entre Ascalón y Jerusalén. Tal vez pensase que era mejor saquear ahora, antes de la gran victoria. Parecía bastante seguro de que no se encontraría con el enemigo en el campo de batalla, que el enemigo estaba bien encerrado en sus fuertes y tras los muros de las ciudades de Ascalón y Jerusalén. Una vez calmadas las ansias de saqueo de su ejército, podría tomar Jerusalén sin profanar la ciudad santa tras su victoria. Fuera como fuese, estaba cometiendo un error del que se arrepentiría durante diez largos años.
En el fuerte de Ascalón se estaba celebrando un consejo de guerra. El rey Balduino estaba sentado en una silla de mano cubierto por una tela de muselina azul, de modo que desde fuera sólo era posible entrever su sombra. Se rumoreaba que sus manos se estaban pudriendo y que pronto estaría completamente ciego.
A la derecha del rey estaba sentado el Gran Maestre Odo de Saint Amand y tras él, Arn y los dos comendadores de Toron des Chevaliers y Castel Arnald. Al otro lado del rey estaba el obispo de Belén, y a lo largo de las paredes de la sala, los barones palestinos a los que el rey había convencido para participar en su desesperada guerra. Detrás del obispo se encontraba la Santa Cruz, adornada con oro, plata y piedras preciosas.
Los cristianos no habían perdido nunca una batalla en la que llevasen consigo la Santa Cruz y ésa no fue precisamente la cuestión que ocupó más tiempo y fue la más decisiva.
Los hermanos Balduino y Balian d'Ibelin, los barones más distinguidos de la sala, opinaban que llevar la Santa Cruz, en la que Nuestro Redentor había sufrido y había muerto por nuestros pecados, a una batalla imposible de ganar era cometer una irreverencia, un pecado comparable con la blasfemia.
A eso, el obispo de Belén replicó que nada podía representar con claridad la súplica de un milagro de Dios que llevar consigo la Santa Cruz cuando un milagro de Dios era la única salvación.
Balduino d'Ibelin respondió que, tal como él lo interpretaba, no se podía negociar con Dios de la misma manera que se negociaba con un enemigo más débil, bajo presiones. En la batalla que los esperaba, los cristianos podrían como mucho aspirar a molestar a Saladino lo suficiente como para que se alargase el tiempo, el otoño convirtiese las montañas que rodeaban Jerusalén en un frío y rojo campo de barro con aguanieve y fuertes vientos, de modo que el asedio cesase por motivos diferentes a la valentía y la buena fe de los defensores.
El obispo argumentó que probablemente fuese él, de los reunidos, quien mejor comprendía cómo se hablaba con Dios y que, por tanto, rechazaba sin más los consejos de los hombres legos en este asunto. La Santa Cruz suponía la salvación en una batalla que únicamente podía ser ganada mediante un milagro de Dios. ¿Qué reliquia podía haber en el mundo más fuerte que la Santa Cruz?
Arn y los dos hermanos comendadores no llegaron a pronunciarse en este asunto. Por parte de Arn, esto no sólo se debía a que tuviese que guardar silencio cuando el Gran Maestre estuviese presente representando a la Orden del Temple. Además, los dos hermanos comendadores, a quienes apenas conocía, eran de rango superior a él. Pero incluso si se hubiese consultado su opinión le habría sido difícil responder, pues se inclinaba más a pensar que el obispo estaba equivocado y que el caballero d'Ibelin tenía razón.
Al final fue el joven rey leproso quien decidió la batalla. El segundo día de discusión se puso del lado del obispo, justo al llegar un momento en el que todo el cónclave empezaba a sentir desesperación porque se hablaba mucho y no se actuaba; los humos de los incendios eran ya densos en el horizonte, hacia el este.
El ejército de Saladino se había dirigido primero hacia Ibelin, había ocupado y devastado la ciudad y luego había tomado rumbo este, hacia Jerusalén. Por los humos de los incendios y por la llegada de algunos refugiados se supo luego que las tropas egipcias se habían esparcido por la zona de Ramala, saqueando y arruinándolo todo en su camino. Ramala era propiedad de los hermanos d'Ibelin y ellos exigían ir al frente del ejército seglar, pues eran quienes más tenían que vengar. El rey aceptó de inmediato su demanda.
Era obvio quién iba a liderar a los templarios, pues el Gran Maestre Odo de Saint Amand estaba en Ascalón. Pero cuando reunió a los tres hermanos de rango de comendador presentes en Ascalón, además de Arn, los dos comendadores de Castel Arnald y Toron des Chevaliers, que por aquel tiempo eran Siegfried de Turenne y Amoldo de Aragón, la cosa resultó ser más complicada. El Gran Maestre había decidido que él estaría junto a la Santa Cruz y al estandarte de los templarios con la representación de la imagen de la Madre de Dios en el centro del ejército. Para tal propósito llevaría consigo una guardia de veinte caballeros.
Por tanto, uno de los tres comendadores debía tomar el mando del conjunto de la fuerza templaría. Según las leyes templarías, debería ser el señor de Toron des Chevaliers, Amoldo de Aragón, pues era el mayor de los tres. El siguiente por rango era el comendador de Castel Arnald, Siegfried de Turenne y, por último, Arn de Gothia. Pero por el modo tan evidente en que la Madre de Dios había extendido su mano protectora sobre Arn cuando atacó y venció al muy superior ejército mameluco, constituiría una ofensa hacia Su buena voluntad no darle a Arn de Gothia el mando.
Los tres comendadores recibieron las órdenes de su Gran Maestre con rostros impasibles y se inclinaron para demostrar que las obedecerían sin rechistar. El Gran Maestre los dejó entonces solos para que ellos mismos se encargaran de la planificación.
Estaban sentados en un
parlatorium
pequeño y muy sencillo del cuartel de los templarios en Ascalón y se produjo un rato de silencio antes de que ninguno de ellos se pronunciara.
—Se dice que nuestro Gran Maestre te tiene cariño, Arn de Gothia, y a mi parecer lo ha demostrado claramente en su decisión —murmuró Arnoldo de Aragón, huraño.
—Tal vez sea cierto. Y tal vez sea también cierto que habría sido más sabio dar este mando a uno de vosotros dos, pues vuestras fortalezas están en la zona que mejor conocéis y será allí donde nos enfrentaremos a Saladino —respondió Arn lentamente y con resolución, como si estuviese pensándolo muy bien—, Pero tal vez mañana cabalguemos los tres hacia la muerte —prosiguió tras un rato de incómodo silencio en la habitación—, Nada podría entonces ser peor que el hecho de que tuviésemos nuestros pensamientos ocupados en otros asuntos personales y sin importancia en lugar de esforzarnos al máximo.