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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (26 page)

Al final, alguno de los mandos mamelucos logró controlar su miedo y sus pensamientos e hizo que se tocase retirada directamente hacia atrás, pues era demasiado aventurado intentar subir por las laderas de las montañas.

Arn llamó a sus hombres más cercanos a reunión y reagrupamiento en lugar de perseguir al enemigo a través de la niebla. Un jadeante Siegfried de Turenne apareció a su lado con el ala que había comandado. Tanto Arn como él primero se miraron sorprendidos, pues ambos parecían ver a un hermano templario herido de muerte; sus ropas blancas estaban tan cubiertas de sangre que apenas se veían las cruces rojas sobre sus pechos.

—¿Estás realmente ileso… hermano? —jadeó Siegfried de Turenne.

—Sí, y tú también… de momento la batalla va bien. ¿Qué hacemos ahora, cómo está la situación por dónde ha huido el enemigo? —respondió Arn, a la vez que comprendía que él debía de tener el mismo aspecto que su hermano comendador.

—Estamos reagrupándonos y avanzando al paso hasta que los veamos de nuevo. El valle termina en esa dirección, están atrapados —respondió Siegfried con calma, como si se hubiese recuperado con asombrosa rapidez.

En ese momento no era preciso decir nada más y antes de perder el orden más valía avanzar lentamente formando toda la línea de ataque de nuevo y esta vez más ancha a medida que se fuese ensanchando el valle. Había empezado a soplar el viento y había riesgo de que desapareciese la niebla que hasta entonces había favorecido tan sólo a los cristianos.

También los lanceros y los arqueros mamelucos habían intentado poner orden mientras huían por el valle. Pero cuando descubrieron que estaban atrapados por escarpadas rocas les fue difícil dar media vuelta, y una vez hecho, decidieron atacar con velocidad antes de verse de nuevo apiñados, en la parte estrecha del valle donde ahora se hallaban. Entre los egipcios se tocó la señal de ataque rápido y el valle se llenó del estruendo de caballos veloces y ligeros en avance.

Sin embargo, los toques de cuerno relativos al avance rápido habían sido mal interpretados por la retaguardia, caballos de reserva y bienes saqueados que habían ido detrás de las tropas combatientes, porque ahora intentaban huir en dirección contraria, lo que llevó a que las dos huestes egipcias se estrellasen la una contra la otra como si fuesen enemigos.

En ese momento, Arn ordenó atacar de nuevo. Los egipcios que primero vieron la larga línea ofensiva de templarios que en la niebla parecían ser miles fueron presa del pánico e intentaron huir hacia atrás atravesando sus propias filas.

La matanza duró varias horas, hasta llegar la redentora oscuridad. Nunca jamás los templarios volverían a vivir tan brillante victoria.

Más tarde se supo que el núcleo del ejército egipcio que debería haber hecho de cebo para la táctica envolvente de Saladino acabó siendo alcanzado por el ejército seglar y se vio obligado a defenderse sin la ayuda del gran contingente que nunca llegó. Al descubrir que estaban solos, sin su fuerza principal, algunos perdieron el valor y empezaron a huir, de modo que la defensa egipcia se derrumbó por completo y se convirtió en una huida generalizada.

Cuando el ejército seglar regresó para celebrar la victoria que creía haber logrado por cuenta propia sin ningún templario, todavía duraba la matanza de Mont Gisard.

El ejército de Saladino estaba completamente aniquilado y aunque todavía quedasen suficientes mamelucos sanos y salvos como para que Saladino hubiese vencido en otras circunstancias, más tarde, en otro lugar y con mejor clima, era imposible que uno de los grupos de soldados del ejército desperdigado y fraccionado supiese dónde estaban los demás.

El resultado de tal desconcierto y de los rumores acerca del baño de sangre en Mont Gisard fue una huida salvaje y desorganizada hacia el sur. Aquella huida llegaría a cobrarse tantas vidas como la batalla en Mont Gisard, pues la seguridad abajo en el Sinaí estaba a una larga distancia de la región de Ramala y a lo largo de todo el camino esperaban beduinos saqueadores y asesinos que ni antes ni después habían podido rapiñar tantos prisioneros y tan valioso botín.

Entre los muchos prisioneros que fueron llevados a la fortaleza de Gaza a rastras, tras los camellos y maniatados, estaba el hermano de Saladino, Fahkr, y su amigo el emir Moussa. Habían estado junto a Saladino cuando éste había estado cerca de ser atrapado por un grupo de templarios, pero se habían sacrificado sin dudarlo un instante, pues ni siquiera en el duro momento de la derrota dudaban lo más mínimo de que Saladino había sido designado por Dios para vencer.

Murieron trece templarios y cuarenta y seis resultaron heridos. Entre los muertos que fueron hallados y llevados a Gaza estaba el sargento Armand de Gascogne. Él era uno de los que habían intentado atrapar a Saladino y había estado a tan sólo una distancia de lanza de cambiar el curso de la historia.

VI

E
l tiempo más oscuro de la larga penitencia de Cecilia Rosa fue el primer año que siguió después de que rey el Knut Eriksson hubo recogido a Cecilia Blanka para convertirla en su cónyuge y reina de las tres coronas. Hizo honor a las promesas que le había hecho a Cecilia Blanka, pero al igual que muchos otros planes suyos, tardó más tiempo del que habría deseado. Su coronación y la de su reina por el arzobispo Stéphan no resultó ser un gran acontecimiento, como él había esperado. No fue en la catedral del Aros Oriental, sino en la capilla de la fortaleza de Näs, allá en la isla de Visingsö, en el lago Vättern. Si bien era enojoso no poder celebrar la coronación de forma tan pomposa como había pensado, ésta era válida ante Dios y ante los hombres. Ahora era rey por la Gracia de Dios.

Y Cecilia Blanka, que había tomado Blanka como nombre de reina, era en consecuencia reina por la Gracia de Dios.

El rey había tardado un año en arreglar todo este asunto, y para Cecilia Rosa aquel año fue el tiempo más miserable de toda su vida.

Apenas se había marchado de Gudhem el séquito de Knut en su viaje de presentación cuando todo cambió en el convento. La madre Ri— kissa volvió a introducir el voto de silencio en la clausura, y éste fue especialmente severo para Cecilia Rosa, que de nuevo tuvo que empezar a soportar golpes de flagelo tanto si rompía el voto de silencio como si no. La madre Rikissa provocó una marea de odio y frialdad en torno a Cecilia Rosa que las otras doncellas de la casa de Sverker no tardaron en secundar, todas menos una.

Quien se negaba a odiar a Cecilia Rosa, quien no quería unirse al rebaño de ovejas que corría por el patio y quien nunca la acusaba de nada era Ulvhilde Emundsdotter. Pero ninguna de las demás hacía mucho caso a la pequeña Ulvhilde. Sus parientes habían sido exterminados tras la batalla en los Campos de Sangre, a las afueras de Bjälbo y no le había quedado nada en herencia. Por tanto, tampoco saldría nunca a beber la cerveza de matrimonio con ningún hombre de importancia, pues sólo tenía su pertenencia a un linaje que, ahora mismo, y tras todas las batallas, no valía un comino. Sin embargo, la madre Rikissa dudaba acerca de dejar que también su pariente Ulvhilde probase el flagelo, pero la sangre al parecer era más espesa que el agua.

Cuando la primera tormenta de invierno tronaba sobre Gudhem, la madre Rikissa decidió, tal y como había explicado de forma zalamera a las entusiasmadas hijas de Sverker, que empezaría a castigar a Cecilia Rosa con
carcer
, pues la adúltera mujer seguía comportándose como si llevara ropas de los Folkung y creyendo que eso le permitía ser impertinente tanto en el habla como en la compostura.

A principios de invierno había buenas cantidades de cereales en el almacén encima del
carcer
y por tanto también muchas ratas. Cecilia Rosa tuvo que aprender no sólo a soportar el frío con fervientes oraciones —eso le pareció fácil en comparación con el hecho de despertarse sobresaltada cada vez que la rozaba una rata—, sino que también tuvo que aprender que si dormía demasiado profundamente el segundo o tercer día, cuando el agotamiento y el cansancio fuesen más fuertes que el frío, las ratas podrían morderla, como si quisiesen degustarla, como si quisiesen comprobar si estaba muerta y era comestible.

Sus fervientes oraciones eran su única fuente de calor en esas repetidas visitas a la celda de castigo. Sin embargo, no rezaba mucho por sí misma, sino que dedicaba la mayor parte del tiempo a pedirle a la Virgen María que sostuviese Su mano protectora sobre su amado Arn y el hijo de ambos, Magnus.

Pero el hecho de que rezase tanto por su amado Arn no era únicamente por pura generosidad. Porque, aunque consciente de que carecía de la capacidad de Cecilia Blanka para pensar como los hombres, de pensar como quien tiene poder, había comprendido más que bien que si algún día era liberada del infierno gélido de Gudhem, y de la atormentadora madre Rikissa, eso sucedería únicamente porque Arn Magnusson regresaba ileso a Götaland Occidental. Por este motivo rezaba por él, tanto porque lo amaba más que a ningún otro ser humano, como este motivo porque era su única salvación.

Al llegar la primavera sus pulmones seguían funcionando, y no había muerto de tos como la madre Rikissa había deseado a la vez que temido. Y el verano que siguió fue tan caluroso que, más que tortura, el
carcer
significaba soledad y fresca libertad. Además, cuando los graneros estaban vacíos, las ratas negras huían hacia algún otro lugar.

Sin embargo, Cecilia Rosa se sentía débil tras este duro año y temía que otro invierno igual sería más de lo que podría soportar a menos que la Santa Virgen María obrase un milagro y la salvara.

Pero no fue un milagro lo que obró, sino que en su lugar mandó a una reina por la Gracia de Dios que pronto resultó causar el mismo efecto. La reina Cecilia Blanka llegó con un impresionante séquito a Gudhem a principios de la cosecha de nabos y se alojó en el
hospitium
, como si fuese de su propiedad y pudiese hacer lo que le viniera en gana. Dio voces encargando comida y bebida y envió orden de que Rikissa, cuyo nombre pronunciaba al igual que el rey y el canciller, sin decir
madre
Rikissa, se presentara para entretener a sus invitados y que lo hiciese lo antes posible. Pues, como ella misma señaló, en Gudhem la norma era que todo invitado fuese recibido como si fuese el mismísimo Jesucristo. Y si eso incluía a cualquiera, no podría ser menos para una reina.

La madre Rikissa ardía de rabia en su interior cuando ya no se le ocurrieron más excusas y tuvo que bajar al
hospitium
para escarmentar a la niña que, aunque fuera reina mundanal, no mandaba nada sobre el reino de Dios en la tierra. Una abadesa no obedecía a rey ni reina, estuviesen coronados o no.

Eso fue también lo que advirtió de inmediato cuando le señalaron el lugar que le habían asignado en el banquete de la reina, al final de la mesa. La madre Rikissa no accedería en absoluto a las exigencias de la reina Cecilia Blanka de ver a su estimada amiga, pues por decisión suya, aquella picara mujer estaba expiando sus pecados de forma apropiada y por tanto no podía entretenerse con visitas, fuesen o no de la realeza. Dentro de Gudhem gobernaba la ley de Dios y no la ley de una reina. Y eso era algo que, según la madre Rikissa, Cecilia Blanka debía de saber mejor que la mayoría.

La reina Cecilia Blanka había escuchado la arrogante y confiada exposición de la madre Rikissa acerca de la ley de Dios y de los hombres sin mostrar una sola expresión de duda, sin siquiera perder su irritante sonrisa por un solo momento.

—Si ya has terminado con tu maligno parloteo acerca de Dios y otras cosas que
nos
, como tú dices, ya conocemos, pues
nos
somos una de las que hemos conocido tu ley en el sentido estricto en Gudhem, mantén tu pico de ganso cerrado y escucha ahora a tu reina —dijo con las palabras Huyéndole de forma suave y constante como un río de su boca, como si hubiese hablado bien aunque sus palabras fuesen muy duras.

Sin embargo, esas palabras surtieron efecto de forma inmediata sobre la madre Rikissa, que cerró la boca y esperó la continuación. Estaba segura de sus convicciones, ella sabía que, por lo que se refería al reino de Dios y a los sirvientes de Dios, ninguna reina que recientemente hubiera permanecido interna en un convento de clausura podría ir a darle órdenes. Pero había subestimado a Cecilia Blanka, como pronto pudo descubrir.

—Bueno, pues verás, Rikissa —prosiguió Cecilia Blanka con su tono de voz tranquilo y casi adormecido—. Tú eres señora en el orden de Dios y nos sólo somos una reina en la vida terrenal entre las personas, dices. Nos no podemos decidir sobre Gudhem, si eso es lo que quieres decir. No, tal vez no, aunque tal vez sí. Porque ahora voy a decirte algo que te producirá pena. Tu pariente Bengt de Skara ya no es obispo. No sabemos, ni tampoco nos interesa saber adonde ha huido ese pobre diablo con su hembra después de la excomunión. Pero es un proscrito. Así que de su parte ya no puedes esperar más apoyo en esta vida.

La madre Rikissa recibió la mala noticia de que su pariente Bengt había sido excomulgado sin mover una pestaña, aunque en su interior sintiese tanto pavor como tristeza. Decidió no contestar y seguir escuchando.

—Verás, Rikissa —prosiguió entonces Cecilia Blanka, todavía más despacio—, nuestro querido y altamente estimado arzobispo Stéphan es muy cercano al rey y a la reina. Como cualquiera puede comprender, sería completamente incorrecto por nuestra parte osar decir que come de nuestra mano, que obedece nuestras más mínimas indicaciones para mantener unido al reino y a sus fieles. Una cosa así no debería decirse, pues sería como ofender al alto servidor de Dios sobre la tierra. Pero permítenos entonces que digamos que estamos en buenas relaciones el arzobispo, el rey y nos misma. Malo sería que tú, Rikissa, también tuvieses que ser excomulgada. Además, nuestro canciller Birger Brosa muestra también mucho interés en todo lo que se refiere a la Iglesia, habla siempre de establecer nuevos conventos y ha prometido una gran cantidad de plata para este asunto. ¿Comprendes ahora adonde quiero ir a parar, Rikissa?

—Estás diciendo que realmente quieres ver a Cecilia Rosa —respondió la madre Rikissa con entereza—, Y en ese caso te contesto que contra eso no hay ningún tipo de impedimento.

—Bien, Rikissa, ¡a pesar de todo no eres tan tonta como pareces! —exclamó Cecilia Blanka con aspecto alegre y amable a la vez—, Pero para que comprendas realmente lo que queremos decir, opinamos que deberías guardarte bien de causarle problemas a nuestro buen amigo y obispo. ¡Bien! ¡Ahora puedes irte, pero asegúrate de que mi invitada venga cuanto antes!

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