El Caballero Templario (29 page)

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Authors: Jan Guillou

Pero robar de un monasterio era un pecado peor que el que la hermana Leonore había cometido. Ella rogó desesperada que nadie robase por ella, que prefería marcharse sin nada. Opinaba que un pecado así era un pecado de verdad, a diferencia de su amor y el fruto que ese amor había producido, algo que ella ya no veía como pecado. Si tan sólo lograba llegar al sur del reino franco, ese pecado desaparecería en la nada. Pero un robo en la casa de la Santa Virgen María no sería perdonado jamás.

La reina Cecilia Blanka mandó un mensaje con tres días de antelación para anunciar su llegada a Gudhem. El mensaje llegó con gran alivio para las tres mujeres que cargaban con el gran secreto de Gudhem —la hermana Leonore estaba ahora en su tercer o cuarto mes—, y como una pesada carga para la madre Rikissa. Era cierto que el arzobispo Stéphan había fallecido, pero por lo que sabía, el nuevo arzobispo Johan estaba igual de metido en el bolsillo del rey que el anterior. Por tanto, la madre Rikissa estaba todavía expuesta al menor capricho de la reina Cecilia Blanka y, en consecuencia, la maldita Cecilia Rosa seguía constituyendo una gran amenaza para la madre Rikissa. No se preocupaba por la venganza, a esas alturas ya sabía cómo iba a obtenerla, pero la excomunión era lo que le preocupaba más que cualquier otra cosa. Y un arzobispo podría excomulgarla si las dos Cecilias se lo proponían realmente.

Cecilia Rosa comprendía muy bien que el presente estado de ánimo de la madre Rikissa era beneficioso para ciertas conversaciones. Fue a buscar a la madre Rikissa a los aposentos de la abadesa y, sin rodeos, expuso lo que había pensado, que ella misma se encargaría de las tareas de las que era responsable el
yconomus
Jöns en Gudhem. Ella se encargaría de poner orden en la contabilidad, eso mejoraría la posición de Gudhem. El
yconomus
, por su parte, tendría más tiempo para realizar encargos a los mercados, que ahora se retrasaban muchísimo, pues él se decía ocupado en tantas otras cosas que no hacía.

La madre Rikissa intentó objetar débilmente que nunca había oído que una mujer pudiese
ser yconomus
, y que precisamente por eso se llamaba
yconomus
, que era una forma masculina.

Cecilia Rosa insistió sin dudar en que precisamente las mujeres debían de ser las más adecuadas para realizar ese tipo de trabajo en un convento de monjas, pues no requería fuerza física. Y por lo que se refería a la palabra masculina, bastaba con cambiarla por
yconoma.

Eso era lo que a continuación quería tener como encargo en Gudhem,
yconoma
. Cuando la madre Rikissa pareció ceder, Cecilia Rosa remarcó que, por supuesto, la
yconoma
sería quien decidiese adonde se mandaba a continuación a Jons; viajaría con encargos desde Gudhem pero no resolvería según su propio criterio ningún negocio, pues este criterio se había demostrado de sobras inservible.

La madre Rikissa estuvo muy cerca de un ataque de ira, pues estaba sentada quieta y recogida y empezó a frotar su mano izquierda contra la derecha, una señal que en los años anteriores en Gudhem había sido un mal augurio que advertía que pronto habría flagelo y
carcer.

—Pronto Dios nos mostrará si ha sido una buena decisión o no —dijo al fin Rikissa tras lograr controlarse—. Pero tendrás lo que quieres. Sin embargo, debes rezar en humildad por este cambio y no dejar que tu nuevo cargo se te suba a la cabeza. Recuerda que lo que te doy, también te lo puedo quitar en cualquier momento. Por ahora sigo siendo tu abadesa.

—Sí, madre, por ahora seguís siendo mi abadesa. Y que Dios os conserve —dijo Cecilia Rosa aparentando humildad, de modo que la amenaza velada en sus palabras no sonase a amenaza.

Luego agachó la cabeza y se marchó. Al cerrar tras de sí la puerta de la habitación de la madre Rikissa se esforzó especialmente por no cerrarla de golpe. Pero en silencio, para sí misma, se dijo: «Por ahora, bruja.»

Esta vez, la reina Cecilia Blanka fue de visita con su hijo primogénito y se veía claramente que estaba embarazada de nuevo. Por eso el encuentro entre las Cecilias fue más cariñoso de lo habitual, pues ahora ambas eran madres y, además, Cecilia Blanka traía noticias tanto del hijo de su amiga, Magnus, como de Arn Magnusson.

Su hijo Magnus era un joven valiente que trepaba por los árboles y se caía de los caballos pero que nunca se hacía daño. Birger Brosa sostenía que ya se le veía al chaval que sería un arquero con el que sólo un único hombre podría compararse, pues no había duda alguna de quién era su padre.

Según las últimas noticias de Varnhem, Arn Magnusson gozaba de buena salud y seguía desarrollando su cometido en la mismísima Jerusalén entre obispos y reyes. Eso significaba, opinaba Cecilia Blanka, que su vida no corría peligro, pues entre obispos y reyes no había enemigos que temer y por eso valía la pena alegrarse y dar las gracias a Nuestra Señora por su alta protección.

Cuando Cecilia Blanka preguntó si Rikissa seguía comportándose como era debido, Cecilia Rosa contestó de forma afirmativa, aunque también le explicó con palabras ambiguas que tal vez esa calma pronto llegaría a su fin, pues existía ahora un gran problema y un gran peligro. Pero de eso quería hablar a solas con la reina.

Subieron a la planta superior del
hospitium
y se acostaron en la cama donde se habían separado aquella última noche, cuando ambas eran prisioneras en Gudhem, y ahora como entonces se cogieron de las manos y permanecieron tumbadas en silencio con sus recuerdos durante largo rato, con las miradas clavadas en el techo.

—¿Y bien? —inquirió finalmente Cecilia Blanka—. ¿Qué es eso que sólo mis oídos pueden escuchar?

—Necesito monedas de plata.

—¿Cuánto y para qué? De todo lo que no tienes aquí en Gudhem, las monedas de plata deben de ser lo que menos falta te hace —dijo Cecilia Blanka, sorprendida.

—El simplón de nuestro
yconomus
, a quien por cierto pronto voy a sustituir, diría unos dos puñados de plata. Debe ser suficiente para un largo viaje al sur del reino franco para dos. Yo diría que unas cien monedas de Sverker deberían ser suficientes. Te lo suplico y algún día te lo compensaré —contestó Cecilia Rosa.

—¿No pensaréis huir Ulvhilde y tú? ¡No quiero, no puedo perderte, mi más estimada amiga! Y recuerda que todavía no somos tan viejas y que la mitad de tu tiempo de penitencia ya ha pasado —suplicó la reina, preocupada.

—No, no es para mí ni para Ulvhilde —contestó Cecilia Rosa con una risita, pues se imaginaba a sí misma y a Ulvhilde caminando, cogidas de la mano por todo el camino hasta el reino franco.

—¿Me lo juras? —insistió la reina, dudosa.

—Sí, lo juro.

—Pero ¿entonces puedes decirme de qué se trata?

—No, no quiero hacerlo, querida Cecilia Blanka. Tal vez alguien llegue a decir que ese dinero fue utilizado para cometer un grave pecado y no sería bueno para ti que supieses de lo que se trataba, pues entonces las malas lenguas te involucrarían a ti también. Pero si no lo sabes, estás libre de pecado. Así es como lo he pensado —respondió Cecilia Rosa.

Permanecieron tumbadas en silencio durante un rato mientras Cecilia Blanka reflexionaba. Pero entonces soltó una risa y prometió sacarlo de su propia arca de viaje, pues la cantidad no era más grande que eso. Pero se reservaba el derecho a saber en qué consistía ese pecado del que en esos momentos era inocente aunque lo pagase. Al menos quería saberlo luego, cuando todo hubiese pasado.

Cecilia Rosa se lo prometió de inmediato.

Dado que la segunda cosa de la que quería hablar Cecilia Rosa se refería a Ulvhilde, opinó que sería mejor que lo hablasen las tres, y con ello se levantaron de la cama, se besaron y bajaron al banquete de la reina y su corte.

Cecilia Blanka había decidido que esa primera noche Rikissa tendría que permanecer intramuros, pues de todos modos le resultaba una tortura celebrar un banquete para su invitada la reina. Así, las tres amigas pasarían una tarde mucho más animada juntas. La reina llevaba bufones en su corte, que representaron su espectáculo mientras ellas disfrutaban del banquete. Sólo había mujeres en la sala, los hombres de la guardia de la reina estaban a solas como vigilantes fuera del
hospitium
y celebrando su propio banquete en las tiendas lo mejor que podían. Pues como decía la reina Cecilia Blanka, pronto había descubierto que los hombres eran un problema a la mesa, pues hablaban muy alto, se emborrachaban y se veían obligados a destacar si había demasiadas señoras y doncellas cerca sin la presencia de ningún rey o canciller.

Sin embargo, ahora todas comían y bebían como hombres, de lo que también se burlaban imitando a los hombres. Por ejemplo, la reina todavía era capaz de repetir algunas de las actividades que solía realizar en Gudhem cuando iba a ser flagelada, eructar y soltar ventosidades, algo que repetía de vez en cuando mientras se estiraba y se rascaba el trasero o detrás de las orejas, como solían hacer algunos hombres. Las mujeres se reían de buena gana con eso.

Al terminar de comer se quedaron con un poco de hidromiel en la mesa y Cecilia Blanka envió a todas sus damas de compañía a acostarse, de modo que ella y las amigas de Gudhem pudiesen conversar con más libertad sobre asuntos serios. Y lo que hacía referencia a Ulvhilde Emundsdotter podía llegar a ser muy serio.

Comenzó a hablar Cecilia Rosa. En aquel tiempo, cuando Ulvhilde llegó a Gudhem, el país estaba sumido en una situación de gran conflicto, las tres lo recordaban. Y como la bendita señora Helena Stenkilsdotter les hizo comprender a las tres, la mujer que corría como un ganso tras amigas y enemigas no era muy astuta, dado que una guerra podía darle la vuelta a todo.

Todos los parientes de Ulvhilde habían fallecido en los Campos de Sangre, a las afueras de Bjälbo, y en lo que siguió luego, cuando los Folkung y Erik vencieron. Un mensaje había llegado a Gudhem con lo que para Cecilia Rosa y su estimada amiga Cecilia Blanka había sido como un dulce sueño. Ulvhilde, sin embargo, pertenecía a aquellos para quienes los Campos de Sangre eran la más negra de las pesadillas.

Desde entonces era como si todo el mundo hubiese olvidado a Ulvhilde, pues no había nadie que pudiese preguntar por ella ni nadie que pudiese hablar por ella y reivindicar sus derechos. Y aunque no estuviese claro cómo se habían pagado los gastos por Ulvhilde en aquel sanguinolento desorden, parecía poco probable que Rikissa fuese a expulsar sin más a una pariente.

Pero ahora había llegado el momento de hacer cálculos, finalizó Cecilia Rosa estirándose tanto para alcanzar su jarra de hidromiel que su codo resbaló en el borde de la mesa y todas se echaron a reír.

—Acabas de poner sobre la mesa aquello de lo que quieres hablar —dijo la reina al recuperarse de la risa—. Como reina tuya pero ante todo como tu mejor amiga quiero saber adonde quieres ir a parar con todo eso.

—Es muy sencillo —contestó Cecilia Rosa, recuperando la compostura mientras bebía tranquilamente sin que se le cayese ni una gota—. El padre de Ulvhilde murió. Los herederos fueron entonces sus hermanos pequeños y su madre. Pero más tarde sus hermanos también murieron en los campos de sangre. Entonces su madre heredó a sus hijos. Y murió también su madre y entonces…

—¡Heredó Ulvhilde! —afirmó la reina con dureza—. Por lo que tengo entendido, eso es lo que dice la ley. Ulvhilde, ¿cómo se llamaba la finca que quemaron?

—Ulfshem —respondió Ulvhilde, asustada, pues de lo que ahora se hablaba no había oído nada, ni siquiera por cuenta de su querida amiga Cecilia Rosa.

—Ahí viven ahora unos Folkung, tomaron Ulfshem como botín de guerra, conozco a quienes viven allí —dijo la reina, pensativa—. Pero en este asunto procederemos ahora con cuidado, queridas amigas. Con mucho cuidado, pues queremos ganar. La ley es clara al respecto, no puede haber nadie excepto Ulvhilde que herede Ulfshem. Pero las leyes son una cosa y las ideas de los hombres acerca de lo que es correcto y apropiado no siempre coinciden con ellas. No puedo prometeros nada, pero realmente me tienta intentar poner orden en este asunto y primero hablaré con Torgny Lagman, el hombre de leyes de Götaland Oriental, pues también él es Folkung y nos es cercano y es pariente del gran Torgny Lagman, el legislador de Götaland Occidental. Luego hablaré con Birger Brosa y cuando haya terminado con ellos dos cogeré al rey por banda. ¡En eso tenéis la palabra de vuestra reina!

A Ulvhilde parecía que la hubiese partido un rayo. Estaba con la espalda recta, pálida, y de repente sobria por completo. Porque aunque por su parte no fuese tan astuta como las dos amigas mayores, incluso ella era capaz de ver que lo dicho significaba que su vida podía cambiar como por arte de magia.

Lo siguiente que pensó fue que, en tal caso, tendría que abandonar a su estimada Cecilia Rosa, y entonces llegaron las lágrimas.

—No quiero dejarte nunca aquí sola con la bruja Rikissa, especialmente no ahora que la hermana Leonore… —dijo entre sollozos pero siendo de inmediato interrumpida por Cecilia Rosa, que colocó un dedo en señal de advertencia sobre sus labios y fue a sentarse rápidamente a su lado y tomarla entre sus brazos.

—Vamos, vamos, querida amiga mía —la animó Cecilia Rosa—. Recuerda que yo fui separada de mi querida Cecilia Blanka y aquí estamos de todos modos las tres, como buenas amigas. Piensa también en que cuando nos veamos ahí fuera seremos más jóvenes de lo que es la hermana Leonore ahora. Además, no digas nada más acerca de este asunto ahora delante de tu reina.

Cecilia Blanka carraspeó y alzó las cejas de forma irónica como para demostrar que tal vez ya había comprendido demasiado, se excusó y entró en sus aposentos en la planta baja para, como ella decía, ir en busca de algunas baratijas.

Mientras estaba ausente, Cecilia Rosa acarició la cabeza y la nuca de Ulvhilde, puesto que la pequeña había empezado a llorar.

—Sé cómo te sientes en estos momentos, Ulvhilde —susurró Cecilia Rosa—. Yo he sentido lo mismo que tú. El día que comprendí que Cecilia Blanka se iría de este lugar dejado de la mano de Dios lloré de felicidad por ella, pero también de pena porque me iba a quedar sola durante un tiempo, que entonces me parecía una eternidad. Pero ese tiempo ya no es ninguna eternidad. Es largo, pero ya no tan largo como para que una no pueda ver ante sí su extensión y su final.

—Pero si te quedas sola con esa bruja… —sollozó Ulvhilde.

—Me las apañaré. Porque si piensas en nuestro secreto aquí en Gudhem, el que solamente tú, yo y la hermana Leonore conocemos, ¿no es un milagro de Dios la fuerza que tiene el amor? ¿Y no es igualmente maravilloso la de milagros que Nuestra Señora puede realizar por quien nunca pierde la fe y la esperanza?

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