Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Como comendador de Gaza, Arn tenía derecho a cinco caballos, mientras que un hermano ordinario tenía derecho a cuatro. Pero Arn se había abstenido del quinto, pues desde hacía tanto tiempo estaba tan convencido de seguir su voto de pobreza que ni siquiera la visión de cincuenta mil besantes de oro podían quitarle la respiración. Y así eran todos los hermanos que había conocido hasta el momento.
Por el contrario, fue un alivio para Arn deshacerse de los cien prisioneros egipcios, al igual que fue tanto un alivio como una tristeza acompañar al emir Moussa y a Fahkr a bordo del barco que los esperaba para salir hacia Alejandría. Se despidieron como amigos e hicieron alguna broma acerca del placer que supondría, al menos para Fahkr y Moussa, el tener a Arn como prisionero la próxima vez que se encontrasen. Ante esto, Arn se rió y señaló que entonces sería o bien un cautiverio muy corto o bien muy largo, pues desgraciadamente no se pagaría ni un besante de oro por él. Ese tipo de conversación era divertido para quien no podía ver el futuro.
Pero lo que tenía preparado para todos ellos Él, quien todo lo ve y todo lo oye, era algo que ninguno podría haberse imaginado ni en el más disparatado de los sueños.
Cuando sus heridas hubieron sanado lo suficiente como para que pudiese caminar y cabalgar un poco, como era de esperar, Siegfried de Turenne no tardó en impacientarse por practicar con sus armas. Se dirigió a Arn, pues opinaba que lo mejor sería practicar al principio con un amigo del mismo rango.
Bajaron al almacén del maestro de armas que había en el patio del castillo y eligieron las armas con las que les parecía más apropiado empezar, el escudo y la espada. En el almacén colgaban largas hileras de espadas y escudos adecuadamente numerados en función de la talla. Siegfried de Turenne, que era un hombre de gran estatura, utilizaba un nueve en espada y un diez en escudo; la numeración sólo alcanzaba hasta doce. Arn era un siete tanto en espada como en escudo.
Las armas de práctica eran las mismas que se utilizaban en el campo de batalla, aunque no estaban bien afiladas, sino que los filos estaban gastados. Asimismo, los escudos tenían la misma forma y el mismo peso que los escudos de combate, aunque no estaban pintados y tenían capas de piel blanda adicionales para soportar más golpes.
En cuanto salieron a la tierra alisada de la pista de ejercicio, Siegfried de Turenne se abalanzó con ímpetu sobre Arn como si se tratase de practicar a fondo desde el principio. Arn paraba y se escurría, riéndose y sacudiendo la cabeza, diciendo que ése no era el modo de recuperar un brazo y un muslo heridos, que eso tan sólo conduciría a más dolor. Luego empezó a dirigir golpes hacia el lado donde Siegfried tenía el escudo, ora arriba ora abajo, haciéndolo con movimientos obvios y explícitos mientras observaba a su amigo, que cada vez tenía más problemas para subir y bajar el escudo con su brazo herido.
Luego cambió de ejercicio acercándose mucho para luego retirarse, adelante y atrás, de modo que Siegfried tenía que atacar y retirarse estirando su muslo herido una y otra vez.
Arn, sin embargo, interrumpió pronto el ejercicio y dijo que todavía se podía ver claramente dónde tenía las heridas y que sería inapropiado que se esforzara más en ese preciso momento. Parecía probable que Siegfried volviera a ser como antes de Mont Gisard. Siegfried primero se negó a aceptar esta constatación, pues opinaba que el dolor era algo que un templario debía soportar, que llevar consigo el dolor era algo fortificante y que endurecía. Arn opinaba que si bien eso tenía sentido para los sanos, con los heridos era diferente y que haría que atasen a Siegfried a la cama si volvía a oírlo hablar de ese modo. Aunque fuesen hermanos del mismo rango, en esos momentos se encontraban en Gaza y por eso Arn le prohibió a Siegfried que a continuación practicase con nadie excepto con él. Dejaron sus armas aunque Siegfried siguiese refunfuñando, y luego se dirigieron a la iglesia para cantar nonas.
Era jueves y, tras la misa del mediodía de los jueves, Arn conducía un
majlis
delante del muro oriental de la fortaleza, donde debía mediar en disputas y condenar a los criminales junto con el sabio médico Utman ibn Khattab. Le ofreció a Siegfried la oportunidad de ir con él y presenciarlo, pues podía ser interesante para un comendador del norte ver en qué cuestiones tan diferentes había que posicionarse aquí abajo en el sur. La condición, sin embargo, sería que Siegfried se ataviase con toda la vestimenta, incluidos manto y espada.
Siegfried lo acompañó al juicio sobre todo movido por la curiosidad. Pero también se convenció a sí mismo de que iba con la mente abierta, dispuesto a no condenar algo que en un primer momento pudiera parecerle tanto extraño como repulsivo, imponer justicia falsamente entre los sarracenos como si las partes fuesen iguales. Pero se obligó a recordar que las extrañas costumbres de Gaza habían demostrado que a pesar de todo existía una cosa buena por lo que se refería al arte de los médicos sarracenos.
Al principio se encontró pensando que sencillamente era un espectáculo de mal gusto. Le pareció que el hecho de depositar no sólo las Palabras de Dios sino también el Corán sobre la mesa, delante de la tribuna donde estaba sentado junto a Arn y al médico llamado Utman ibn Khattab, era mofarse de las cosas sagradas. Una gran aglomeración de gente se había reunido en torno a un cuadrado formado por cuerdas y vigilado por sargentos vestidos de negro con lanzas y espadas. El espectáculo empezó con que Arn leyó el Pater Noster, que sólo una pequeña parte de los asistentes parecían seguir. Pero luego Utman ibn Khattab leyó una plegaria en el idioma de los infieles con la que la mayoría de los asistentes inclinaron sus frentes hacia la tierra. Al acabar, Arn declaró que podía llamarse al primer caso, y un campesino palestino de uno de los pueblos de Gaza se acercó con una mujer que llevaba las manos atadas a la espalda y otra mujer a su lado. Empujó a la mujer maniatada, de modo que ésta cayó ante él en la arena. A la otra mujer, que llevaba la cara cubierta por un velo, la empujó detrás de él, a la vez que se inclinaba ante los tres jueces y alzaba su brazo derecho y rezaba una larga plegaria o tal vez le dedicaba alguna alabanza a Arn. A Siegfried sus palabras le resultaban completamente ininteligibles.
Luego el campesino palestino al parecer empezó a exponer su asunto y Arn fue traduciendo, susurrando disimuladamente, a Siegfried, de modo que éste pudiese seguir el problema.
La mujer maniatada y denigrada era la esposa del campesino. Se había abstenido de su derecho, concedido por la verdadera fe, de matarla a causa de su adulterio. Y esa calma se debía únicamente a que deseaba cumplir con las leyes de Gaza, que él había jurado obedecer, al igual que el resto de su pueblo, a cambio de que se les garantizasen unas vidas seguras. Sin embargo, ahora había descubierto a su esposa cometiendo un grave pecado y como testigo traía a una honorable mujer que era su vecina en el pueblo.
Llegado este punto, Arn interrumpió la monótona lamentación pidiendo que se adelantase la mujer honorable, lo cual hizo con timidez mientras se hizo el silencio entre los asistentes. Arn preguntó si era cierto lo que había dicho su vecino y ella lo confirmó. Entonces le pidió que colocase su mano sobre el noble Corán y que jurase ante Dios que ardería en el infierno si juraba en falso, y luego debía repetir la acusación. Obedeció, aunque temblaba al alargar la mano hacia el Corán, y luego la depositó con mucho cuidado, como si temiese quemarse. Sin embargo, repitió al pie de la letra lo que se le había exigido. Entonces Arn le pidió que se retirase y se inclinó hacia Utman ibn Khattab, que expuso rápidamente su interpretación, la cual Siegfried no pudo oír ni comprender pero vio que al final ambos asintieron, como si hubiesen alcanzado una decisión.
Acto seguido, Arn se levantó y expuso un texto de la escritura de los infieles que Siegfried no pudo comprender hasta que Arn lo tradujo al idioma franco y Siegfried descubrió que se trataba de unas palabras sorprendentes, pues decían que se requerían cuatro personas para demostrar una infidelidad si ésta no podía demostrarse y ni hombre ni mujer podía afirmar lo contrario. En este caso había un hombre que había presentado a un único testigo; eso no le daba ningún derecho.
Alcanzado este punto de la explicación, Arn sacó su puñal y se acercó de prisa hasta la mujer atada y un murmullo de horror se extendió entre el público. Sin embargo, Arn no hizo lo que muchos aparentemente habían temido: cortó las cuerdas que la ataban y le explicó que era libre.
Luego hizo algo que sorprendió todavía más a Siegfried: explicó tanto en árabe como en franco que la mujer que había jurado la infidelidad que no era demostrable había jurado en vano e iba a ser castigada por ello. Por tanto, serviría sin derecho a sueldo a la inocentemente acusada durante un año o bien abandonaría su pueblo. Y en caso de no obedecer recibiría el castigo que se merecían quienes perjuraban: la muerte.
Y el hombre que había llevado a un único testigo sin valor, tal y como decía la ley del Noble Corán, sería llevado aparte y recibiría ochenta latigazos.
Al finalizar Arn su condena, todos los que ocupaban las primeras filas estaban como petrificados. Entonces se acercaron dos sargentos y agarraron al hombre que debía ser castigado con el látigo para llevárselo a los alguaciles sarracenos de Gaza. Las dos mujeres, de quienes la que había testificado se había convertido en esclava y la acusada había vencido, se retiraron aterrorizadas entre la multitud. Cuando los tres desaparecieron de la vista surgió un gran barullo de voces que daba a entender que había quienes estaban a favor y quienes en contra. Siegfried observó la multitud y vio a un grupo de hombres mayores con barbas largas y turbantes blancos que interpretó que eran una especie de sacerdotes infieles, y por su tranquila conversación y movimientos de cabeza a modo de asentimiento adivinó que habían hallado la extraña condena tanto justa como sabia.
El caso siguiente era una disputa sobre un caballo, un caso que era convocado por segunda vez, pues los jueces al parecer lo habían rechazado en espera de que se exhibiese el animal. Dos hombres lo llevaron hasta el cuadrado limitado por las cuerdas, ambos ansiosos por conducirlo de las riendas. El caso era tan sencillo como que ambos reclamaban el caballo y acusaban al otro de robo.
Arn les pidió que juraran decir la verdad sobre el Noble Corán y ambos lo hicieron por turnos, de modo que mientras uno juraba el otro aguantaba el caballo, algo que el público encontró infinitamente gracioso. Pero ninguno de ellos dudó al hacer su juramento. Y no se podía extraer ninguna conclusión acerca de qué era verdad y qué era falso por el modo de jurar del uno ni del otro, a pesar de que uno de ellos estaba cometiendo perjurio.
Arn mantuvo de nuevo un intercambio de murmullos con su acompañante sarraceno y luego se inclinó hacia uno de sus soldados de guardia y susurró una orden que Siegfried pudo oír muy bien. Debían llamar a los matarifes y ordenar que trajeran un carro.
Luego Arn se levantó y habló primero en el idioma incomprensible y luego en franco, de modo que Siegfried y algunos otros pudiesen comprender. Era lamentable ver cómo alguien juraba en falso, declaró Arn. En el día de hoy un hombre se había separado de su alma y ardería en el infierno por causa de un triste jamelgo.
Por ello, el veredicto sólo podía ser uno, dijo en tono amenazador y desenvainó la espada, alzándola exageradamente como para asestar un golpe. Los dos hombres que reclamaban el caballo parecieron entonces espantados por igual, pero era imposible distinguir quién era el perjuro.
Arn los observó durante un rato con su espada en alto, luego se giró y, cogiendo la espada sólo con una mano, la dejó caer sobre el cuello del caballo, apartándose de un salto para no ser golpeado por los espasmos del animal ni salpicado por la sangre que salía a borbotones. Luego limpió tranquilamente la espada con un trapo que llevaba debajo de la túnica y la volvió a enfundar, alzando la mano para acallar el murmullo.
El caballo iba a ser repartido en dos partes, explicó. Eso significaba que un hombre que había cometido perjurio obtendría el premio de medio caballo sin merecerlo. Sin embargo, su castigo sería todavía mayor por parte de Dios.
El otro hombre obtendría también sin merecerlo únicamente medio caballo, a pesar de haber dicho la verdad. Su premio de Dios sería, pues, mayor.
Los matarifes se acercaron con un carro y subieron tanto el cuerpo del caballo como la cabeza, cubrieron las manchas de sangre con arena y se retiraron con rapidez, inclinándose ante Arn.
Luego siguió una serie de disputas que para Siegfried carecían por completo de interés y que en su mayoría se referían a dinero y donde Arn y su juez sarraceno solían forzar compromisos, excepto una vez que descubrieron que uno de los litigantes mentía y se lo llevaron al flagelo.
El último caso del día era algo fuera de lo normal, según lo que Siegfried podía deducir por los susurros y las miradas curiosas. Se acercaron cogidos de la mano una joven mujer beduina sin velo y un también joven beduino vestidos con hermosos ropajes. Pedían dos cosas. La primera era asilo en Gaza y protección frente a los vengadores padres. La segunda era que se les concediese permiso para ser unidos como marido y mujer ante Dios por uno de los cadís de los fieles de Gaza.
Arn explicó con presteza que una de las peticiones había sido concedida en el mismo momento de ser pronunciada. Ambos gozaban ya de asilo en Gaza.
En cuanto a la segunda cuestión, mantuvo de nuevo una larga conversación en susurros con Utman ibn Khattab, en la que ambos parecían preocupados, pues hablaban con el ceño fruncido y cabeceando continuamente. Al parecer, no era una cuestión nada fácil.
Finalmente, Arn se puso en pie y alzó su mano derecha en señal de silencio y el murmullo desapareció de inmediato. Estaba claro que todo el mundo esperaba su veredicto con el máximo interés.
—Tú, Aisha, con nombre de la esposa del Profeta, en paz descanse, eres
Banu Quays
y tú, Ali, con nombre de un sagrado hombre a quien muchos llaman califa, eres
Banu Anaza
. Sois cada uno de una tribu de Gaza, todos obedecéis bajo los templarios y bajo mi persona. Pero la cuestión no es fácil, pues vuestros parientes son enemigos y, por tanto, si yo permitiese uniros ante Dios, eso podría conducir a la guerra. Por eso no puedo concederos en este momento lo que me estáis pidiendo. Pero el asunto no termina aquí, en eso tenéis mi palabra. ¡Id ahora en paz y disfrutad del asilo en Gaza!