El Caballero Templario (28 page)

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Authors: Jan Guillou

Hasta ese punto era una historia muy hermosa. Pero Cecilia Rosa argumentó, entristecida, que a pesar de todo no era completamente fácil de comprender, pues el niño monacal que Nuestra Señora envió en auxilio de los jóvenes fue Arn Magnusson. Y poco tiempo después él mismo fue duramente condenado por causa de su amor, al igual que Cecilia Rosa había recibido su parte del severo castigo. Y Cecilia Rosa llevaba ya más de diez años meditando acerca de qué habría querido decir Nuestra Señora con eso sin alcanzar ninguna conclusión.

La hermana Leonore se había quedado muda. Jamás había sospechado que Cecilia Rosa fuera la prometida de ese tal Arn, pues el hermano Lucien jamás le había explicado la parte triste de la historia. Le había contado que con el tiempo el pequeño niño monacal se había convertido en un poderoso guerrero del Ejército de Dios en Tierra Santa. Pero lo había visto solamente como una cosa buena y grande y que Nuestra Señora también lo había arreglado para lo mejor. Nunca había mencionado el alto precio que el amor había tenido que pagar, a pesar de que las cosas acabaran tan bien para Gudrun y Gunnar.

Esta primera conversación y las que luego siguieron en cuanto se quedaban a solas acercaron mucho a Cecilia Rosa y a la hermana Leonore. Y con el permiso de la hermana Leonore y tras afirmar Cecilia Rosa que no había que temer traición por su parte, Cecilia Rosa se lo contó todo a Ulvhilde Emundsdotter. Y a partir de entonces fueron tres las que pudieron estar sentadas juntas en el
vestiarium
, muy avanzadas las noches de invierno, con una laboriosidad que incluso la madre Rikissa celebraba.

Le daban vueltas al amor como en un baile sin fin. La hermana Leonore había conocido el amor una vez cuando tenía la misma edad que Ulvhilde, pero había terminado en desdicha. El hombre que entonces amaba había sido casado ante Dios, por motivos que principalmente tenían que ver con dinero, con una fea viuda a la que no amaba en absoluto. El padre de la hermana Leonore la había amonestado por sus sollozos, y le había dicho que las mujeres no tenían la menor idea acerca de los asuntos relacionados con el matrimonio, al menos no las jóvenes, y que la vida no terminaba tras los primeros enamoramientos de la juventud.

La hermana Leonore se había sentido tan segura de lo contrario que había jurado que nunca volvería a amar a otro hombre, que nunca volvería a amar a nadie excepto a Dios. Pronto solicitó entrar en un convento y, tras su primer año de novicia, se mostró ansiosa por pronunciar los votos.

Si la Virgen María le había demostrado algo, eso era que el amor era una gracia que podía ser concedida a cualquiera y en cualquier momento. Posiblemente Nuestra Señora también había demostrado que el viejo y taciturno padre de la hermana Leonore tuvo razón al hablarle de los primeros enamoramientos de la juventud diciendo que con ellos no se acababa el mundo.

Rieron juntas ante esto último, imaginándose la sorpresa que se habría llevado el viejo padre si ahora se enterase de que había estado en lo cierto, y ¡hasta qué punto!

Fue como si tanto Cecilia Rosa como Ulvhilde fuesen implicadas en el pecado de la hermana Leonore a través de estas conversaciones. Cuando hallaban un momento para estar solas las tres y de inmediato empezaban a hablar acerca de lo que sólo ellas podían hablar en Gudhem, se les encendían las mejillas y su respiración se aceleraba. El fruto prohibido sabía a gloria incluso cuando sólo se hablaba de éste sin probarlo.

Para la hermana Leonore y Cecilia Rosa había algo seguro: ambas habían sido llenadas de amor, pero eso también les había creado una situación de gran peligro que conducía a graves castigos; Cecilia Rosa condenada a veinte años de penitencia, la hermana Leonore con la excomunión pendiendo sobre ella.

Ulvhilde sentía como si su vida se transformase al escuchar lo que le contaban sus amigas. Ella nunca había creído en el amor, nunca había visto las canciones y las historias de amor como algo diferente de todos los cuentos acerca de duendes y hadas y otras cosas que uno escuchaba con ganas a la luz del fuego en las frías noches de invierno, pero que no tenían nada que ver con la vida real. Del mismo modo que nunca había visto a una hada, tampoco había visto nunca el amor.

Ella era muy pequeña cuando su padre Emund fue asesinado por Knut Eriksson, y había marchado en un trineo junto a su madre y sus hermanos pequeños. Unos años más tarde, cuando ya no recordaba con claridad a su padre, su madre se casó de nuevo, con un hombre concedido por algún canciller de Linköping, y nunca hubo nada entre su madre y él que le hiciese pensar en el amor.

Ulvhilde había llegado a la conclusión de que si esto era lo único que se perdía de la vida del exterior, más le valía quedarse en el convento para siempre y pronunciar los votos, pues una hermana consagrada vivía mejor que una doncella entre familiares. Lo único que le hizo dudar de lo conveniente de vivir así durante el resto de su vida era la idea de tener que prestar el juramento de obediencia eterna a la madre Rikissa. Pero tenía la esperanza de que llegaría una nueva abadesa a Gudhem o tal vez que podría mudarse a uno de los conventos que Birger Brosa quería instaurar. Porque tal como estaban ahora las cosas, Cecilia Rosa no se quedaría de por vida en Gudhem. Serían separadas de forma inevitable, y cuando ese día llegase a Ulvhilde ya no le quedaría nada a lo que aferrarse excepto al amor a Dios.

Las otras dos se espantaron al oír la amarga visión que Ulvhilde tenía de la vida. Le pidieron que nunca pronunciase los votos, que venerase a Dios y a la Madre de Dios pero que lo hiciese como una persona libre. Cuando Ulvhilde objetó que, de todos modos, no tenía vida fuera, pues todos sus parientes estaban muertos, Cecilia Rosa dijo con arrebato que eso era algo que podía cambiarse, que nada sería imposible mientras Cecilia Blanka continuase siendo su amiga.

En sus esfuerzos por alejar de Ulvhilde todos los pensamientos de pronunciar los votos, Cecilia Rosa había dicho en voz alta cosas que sólo había pensado en silencio y a medias. Reconoció para sí misma que probablemente había sido egoísta y no había podido soportar la idea de quedarse una vez más sin amiga en Gudhem. Pero ahora ya lo había dicho, ahora tendría que conversar con Cecilia Blanka la próxima vez que se acercase por Gudhem.

Para Cecilia Rosa, sin embargo, era otra cosa la que hacía que sus mejillas ardiesen durante estas conversaciones. Cuando fue condenada a pasar veinte años tras los muros no tenía más de diecisiete años. Y cuando entonces intentó imaginarse a sí misma a la edad de treinta y siete, vio a una vieja decrépita y encorvada que ya no conservaba ninguno de los jugos de la vida. Pero la hermana Leonore tenía exactamente treinta y siete años, y desde que fue bendecida por el amor irradiaba fuerza y juventud.

Cecilia Rosa pensó que si nunca dudaba, que si nunca perdía la esperanza, la Santa Virgen María terminaría por compensarla haciendo que a sus treinta y siete años brillase con el mismo fuego que la hermana Leonore.

Aquella primavera en Gudhem fue diferente de todas las demás, tanto de las anteriores como de las que siguieron. Con la primavera empezó a aparecer el hermano Lucien de nuevo, pues ahora había mucho que hacer en los jardines y parecía como si la necesidad de conocimientos de la hermana Leonore fuese inagotable. Dado que Cecilia Rosa y Ulvhilde también habían empezado a dedicarse cada vez más a lo que podía ser cultivado, podía parecer correcto y oportuno que estuviesen entre los cultivos a la vez que el monje visitante, de modo que nadie pudiese imaginar que un hombre podía ser dejado a solas ni con una hermana ni con una doncella en Gudhem.

Pero Cecilia Rosa y Ulvhilde resultaban en especial inadecuadas para esta supuesta vigilancia, pues más bien protegían a los criminales a través de su guardia. De ese modo, la hermana Leonore y el hermano Lucien tuvieron más momentos de agradable unión de los que hubieran tenido en otras circunstancias.

Algo fastidioso era, sin embargo, el hecho de que todo lo que se había cosido a lo largo del invierno desapareciese mucho antes de llegar el verano. Eso era algo bueno para las arcas de oro de Gudhem, pero también forzaba a Cecilia y a Ulvhilde a encerrarse en el
vestiarium
de nuevo. Entonces el hermano Lucien le explicó a la hermana Leonore, que a su vez se lo explicó a sus dos amigas, pues las dos doncellas jamás hablaron directamente con el hermano Lucien, que ese pequeño fastidio era fácil de solucionar. Si los productos que se fabricaban desaparecían demasiado de prisa, eso se debía a que el precio era demasiado bajo. Si se incrementaba el precio, los productos perdurarían más, se organizaría mejor el trabajo y generaría más plata.

Parecía un truco de magia difícil de comprender. Pero el hermano Lucien le dio a la hermana Leonore unas hojas escritas que lo dejaban más claro, a la vez que ella explicaba cómo él se burlaba del
yconomus
que trabajaba en Gudhem. Según el hermano Lucien, estaba a todas luces claro que el canónigo escapado de Skara tenía una excepcional poca habilidad para el dinero y la contabilidad, pues ni siquiera llevaba unas cuentas reales.

Estas discusiones acerca de llevar las cuentas, calcular con ábaco y modificar los negocios con cifras al igual que con el esfuerzo de las manos hizo pensar mucho a Cecilia Rosa. Ésta incordiaba a la hermana Leonore, que a su vez le daba la tabarra al hermano Lucien, de modo que éste trajo consigo libros de contabilidad de Varnhem y primero enseñó a la hermana Leonore, de modo que ella comprendiese y pudiese explicárselo a Cecilia Rosa para que ella también lo entendiera.

Fue como si un mundo nuevo de ideas completamente diferentes se hubiese abierto ante Cecilia Rosa, y pronto se atrevió a hablar acerca de sus ideas con la madre Rikissa, que al principio desechó todo cuanto tenía que ver con este nuevo tema.

Pero a finales de la primavera, tras la cuaresma, la reina Cecilia Blanka solía acudir a Gudhem, y ante estas visitas la espalda, si no la mente, de la madre Rikissa siempre terminaba por ablandarse. Así fue cómo se encargaron pergaminos y libros de Varnhem, lo que dio la oportunidad de realizar unos viajes adicionales a un más que dispuesto hermano Lucien, que también obtuvo el permiso de la madre Rikissa de enseñar tanto al
yconomus
, el visitante canónigo Jons, y a Cecilia Rosa para ayudarles a poner orden en los negocios del convento. La condición era que Cecilia Rosa y el hermano Lucien no podían hablar directamente, sino que todo entre ellos debía ser dicho por medio del
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Jons. Esto llevaba a muchas complicaciones irritantes, pues Cecilia Rosa lo captaba todo mucho más de prisa que el inútil de Jons.

En opinión del hermano Lucien, que a pesar de todo no sabía más de llevar las cuentas que los otros hermanos de Varnhem, los negocios de Gudhem estaban en peores condiciones que la peor de las ratoneras. Lo cierto era que no faltaban recursos, no era ahí donde estaba el problema. Pero no había ninguna relación entre cuántos de los recursos estaban ya en plata y cuánto había en créditos o en bienes ya cobrados pero no entregados. El
yconomus
Jons no tenía ni siquiera control sobre cuánta plata había, decía que solía valorarlo en cantidad de puñados, y según su probada experiencia era suficiente con que hubiese más de diez puñados para que pudiesen aguantar una buena temporada sin que llegase más, pero si había menos de cinco puñados era hora de rellenar.

También resultó que el convento de Gudhem tenía arrendamientos que llevaban muchos años sin pagar, simplemente porque habían sido olvidados. De todo cuanto habló el hermano Lucien, Cecilia Rosa aprendió con tanta facilidad como terco y lento era Jons. Él opinaba que lo que había sido válido hasta el momento, bien podía seguir siéndolo en el futuro y que el dinero no era algo que se podía obtener como con arte de magia a través de números y libros, sino que debía ser obtenido con trabajo y esfuerzo.

El hermano Lucien se limitaba a sacudir la cabeza ante toda esta palabrería. Lo que decía era que los ingresos de Gudhem podrían llegar a duplicarse prácticamente si ponían un poco de orden en la contabilidad y que era una lástima gestionar el reino de Dios en la tierra tan mal como se hacía en Gudhem. Esas palabras convencieron a la madre Rikissa, aunque todavía no sabía cómo iba a solucionar el asunto.

Aquella primavera, el hermano Lucien y la hermana Leonore pasaron muchos momentos a solas, tantos que pronto empezó a notarse en la barriga de la hermana Leonore. Comprendió que ya sólo era una cuestión de tiempo que su crimen fuese descubierto y lloraba y se angustiaba y a duras penas la consolaban las visitas del hermano Lucien.

Cecilia Rosa y Ulvhilde habían visto lo que estaba a punto de suceder, podían comprenderlo mejor que ninguna otra persona en Gudhem y miraban con otros ojos la cintura de la hermana, pues conocían su secreto e incluso habían participado en su pecado.

El rápido consumo de todo cuanto se había cosido durante el invierno les dio un motivo a las tres para pasar más tiempo solas en el
vestiarium
. En esos ratos, Cecilia Rosa intentó ser lista y pensar como un hombre y no lamentarse todo el rato; intentaba pensar como creía que lo habría hecho su amiga Cecilia Blanka.

Ahora se trataba de no llorar, pues del llanto no se obtenía nada y de todos modos el llanto acabaría por llegar si no se lograba hacer algo inteligente.

Pronto todo el mundo sabría que la hermana Leonore estaba embarazada. Entonces sería excomulgada y expulsada de Gudhem. Y puesto que tenía que haber un hombre implicado en el pecado, el hermano Lucien tampoco escaparía.

Sería mejor que ambos huyesen antes de ser expulsados y excomulgados. Serían igualmente excomulgados si huían, replicó la hermana Leonore. Bueno, pues mejor huir juntos antes de que eso sucediese. La cuestión era cómo iban a hacerlo. Una cosa estaba clara: una monja fugitiva por los caminos pronto sería capturada, y más aún si viajaba acompañada por un monje, argumentaba Cecilia Rosa.

Le dieron vueltas al problema, y posteriormente la hermana Leonore habló con el hermano Lucien del asunto. Él le explicó que había ciudades al sur del reino de los francos donde podían exiliarse personas como ellos, creyentes y entregados a Dios en todo excepto en lo que tenía que ver con el amor terrenal. Pero viajar hasta el sur del reino de los francos sin dinero y con los hábitos no sería cosa fácil.

La ropa no sería un problema, pues entre las tres podían coser ropas que parecieran mundanas en el
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. Pero la plata ya era otra cuestión. Cecilia Rosa dijo que había tal desorden en la contabilidad de Gudhem que nadie echaría en falta ni un puñado ni dos.

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