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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (48 page)

Era posible que Arn de Gothia ya lo hubiera descubierto, pues la hospitalidad de la que había disfrutado el padre Louis en Jerusalén superaba ya a esas alturas cualquier límite razonable. El padre Louis había podido residir en el barrio de los templarios en lugar de dirigirse al cercano monasterio cisterciense en el monte de los Olivos viviendo, por tanto, como preferiría cualquier informador secreto, literalmente en el corazón del poder.

Si Arn de Gothia había comprendido la naturaleza de la misión del padre Louis en la ciudad santa, tampoco resultaba tan extraño que hubiera extendido al máximo su hospitalidad. Pero el padre Louis no estaba seguro de la certeza de Arn de Gothia porque el curioso caballero le había cogido mucho cariño y lo buscaba a menudo para conversar tanto de asuntos eclesiásticos como mundanales, tal y como seguramente habría buscado a su viejo confesor, el padre Henri en el lejano monasterio godooccidental, cuyo nombre el padre Louis había olvidado.

Arnoldo de Torroja y Arn de Gothia se sentaron como de costumbre con su invitado en la galería abovedada después de las completas a la luz del atardecer, y empezaron a bromear acerca de la mezcla de olores y sonidos más y menos sagrados que tenía la ciudad, de modo que el tono de la conversación en un principio resultó un tanto alegre e inapropiado para lo que el padre Louis tenía que explicar.

Al ver a los dos altos templarios sentados el uno al lado del otro se sintió muy conmocionado. En apariencia eran muy diferentes, uno alto, con los ojos oscuros y con el cabello y la barba negros, de temperamento impulsivo, bromista y agudo como un hombre de cualquiera de las grandes cortes del mundo. El otro era rubio con una barba casi blanca y los ojos azules muy claros, casi delgado en comparación con el forzudo Torroja, reflexivo y escueto y atrevido en muchos de sus comentarios. Por tanto, parecían la representación de lo inconciliable, el fogoso sur y el frío norte, sin embargo, igual de entregados a la causa, sin propiedades, sin otros objetivos con sus guerras que proteger la cristiandad y el Santo Sepulcro. San Bernardo debía de estar sonriendo desde el cielo al ver a esos dos hombres juntos, pensó el padre Louis, pues más cerca que eso no era posible llegar en el mundo tangible al sueño de Bernardo sobre la nueva orden castrense que lo sacrificaría todo por Dios.

A eso se añadía lo que le costaba más entender al padre Louis. Si a esos dos hombres, tan respetuosos y sabios en cuestiones espirituales, se les afeitaba las barbas y se les colocaba una capucha blanca de monje en lugar de sus blancos mantos de guerra con la cruz bermeja, ambos podrían haber estado sentados con toda naturalidad en cualquier claustro de cualquier monasterio junto con el padre Henri.

Pero existía una diferencia incomprensible. Esos hombres eran dos de los mejores guerreros del mundo. En el campo de batalla eran terribles, eso era lo que diría cualquiera que supiese algo acerca de cuestiones militares. Aun así, esas miradas suaves, esas delicadas sonrisas y su discreto tono de conversación, eso, precisamente eso, debía de ser la aparición que tuvo el venerable San Bernardo.

Para interrumpir el tono de conversación demasiado jovial con que había empezado la reunión, el padre Louis guardó silencio durante unos instantes, y rezó una breve oración con la cabeza gacha. Los otros dos captaron de inmediato la indirecta, callaron y se acomodaron de forma inconsciente para escuchar.

Había llegado el momento de decirlo.

El padre Louis empezó contando la verdad, que era un enviado especial del Santo Padre y que los cistercienses que con toda discreción habían ido y venido desde el primero que vino con él, Pietro de Siena, habían regresado todos directamente a Roma con cartas para el Santo Padre.

Sus dos oyentes no movieron ni una ceja al recibir la noticia, era imposible determinar si ya habían sospechado el secreto o si les era por completo desconocido.

También le traían de vuelta cartas del papa y de su cancillería en Roma. Y ahora se conocía a ciencia cierta un asunto especialmente desagradable. Al servicio del patriarca de Jerusalén, Heraclius, había un hombre que se llamaba Pleidión y que probablemente era un servidor desertor de la sacrilega iglesia de Constantinopla. No era fácil determinar con exactitud qué trabajo desempeñaba ese tal Pleidión a las órdenes de Heraclius, pues parecía encargarse de lo uno y de lo otro, sobre todo con relación a las impronunciables actividades nocturnas que solían tener lugar en casa del patriarca.

Por primera vez, los dos oyentes del padre Louis alzaron las cejas como sorprendidos, bien por misma noticia acerca de Pleidión o bien porque el padre Louis hubiera logrado investigar a qué se dedicaba ese poco respetable personaje.

El padre Louis llegaba a la parte desagradable. El arzobispo William de Tiro había sido envenenado mientras estaba en Roma, poco antes de ser recibido en audiencia por el Santo Padre. Hacía tiempo que se sabía que se trataba de un asesinato, las pistas en la habitación del fallecido, así como el color de su cara cuando lo encontraron, lo habían evidenciado de forma clara y lamentable.

Sin embargo, ahora se sabía quién lo había visitado poco antes de que muriese: nada menos que el mismísimo Pleidión. Con eso se explicaba también la misteriosa desaparición de todos los documentos que el arzobispo llevaba consigo para preparar su audiencia.

Por parte de la Santa Sede no existía ya la menor duda de cómo estaban las cosas en este asunto. El enviado de Heraclius, Pleidión, había asesinado al arzobispo William Tiro por encargo.

Se había seguido investigando un poco acerca del pasado de Heraclius y se había descubierto que nació en Auvergne alrededor del año 1130 en una familia de clase baja. Había tenido como labor cantar en una iglesia de pueblo, pero aparte de eso no había sido nunca ordenado sacerdote ni monje, lo que por lo demás explicaba por qué el hombre no sabía hablar latín. Por tanto, había llegado entre el montón de aventureros a Tierra Santa, pero había preferido abrirse camino mintiendo en lugar de luchar. El padre Louis no tenía claros todos los detalles acerca de la ascensión del impostor al poder, pero sabía que sobre todo había logrado influencia a través de todas las amantes que había conquistado. Naturalmente, la más importante era la madre del rey, Agnes de Courtenay, pero seguro que su antecesora, Pasque de Riveri, la que fue rebautizada como «Madame la Patriarchesse», había sido también muy importante en la marcha del impostor hacia la segunda máxima dignidad eclesiástica en el mundo.

Summa summarum. El patriarca de Jerusalén era un impostor y un asesino. En este punto terminó la exposición del padre Louis sin haber mencionado nada acerca de qué había decidido el Santo Padre respecto al asunto.

—Desde luego es curioso lo que nos habéis contado, padre —dijo Amoldo de Torroja, pensativo y en voz baja—. Algo de lo que habéis explicado acerca de las malvadas habilidades de ese hombre ya nos era conocido. Sin embargo, el atroz hecho de que hubiese mandado asesinar por envenenamiento al reverendísimo William de Tiro es para nosotros una completa novedad. Y con eso llego a la pregunta evidente: ¿por qué nos lo contáis y qué queréis, o qué quiere vuestro alto patrón, que hagamos con esta información?

—Debéis tener la información, pero no debéis explicarla fuera del mismo rango que vosotros dos ocupáis —respondió el padre Louis, tenso, pues consideraba que eran unas instrucciones difíciles de transmitir—. Si por tanto alguien sustituye a Arn de Gothia, tú, Arnoldo, tendrás que informar a su sucesor del asunto. Y lo mismo por lo que se refiere a ti, Arn de Gothia.

—¿Es ésta la expresa voluntad del Santo Padre? —inquirió Arnoldo de Torroja.

—Sí, y por eso os entrego ahora esta bula —contestó el padre Louis, abrió su manto y sacó un rollo de pergamino con dos grandes sellos papales que colocó sobre la mesa vacía que los separaba.

Los dos templarios agacharon las cabezas en señal de sumisión. Arnoldo de Torroja tomó con movimientos lentos la bula y la guardó debajo de su manto. Luego permanecieron en un pesado silencio durante un rato.

—Como comprenderéis, padre, obedeceremos en lo que se nos ha exhortado desde la Santa Sede al pie de la letra —dijo Arnoldo de Torroja—, ¿Pero se nos permite preguntar algo más en cuanto a este asunto?

—Sí, por Dios, naturalmente tenéis permiso para hacerlo —respondió el padre Louis, santiguándose—. Pero como comprendo lo que piensas preguntar, te voy a contestar de inmediato. Ambos os preguntáis por qué el Santo Padre no actúa con mano de hierro en este asunto. Es eso lo que queréis saber, ¿verdad?

—Precisamente eso es lo que deseamos saber, si se nos permite —ratificó Arnoldo de Torroja—. Somos muchos quienes hemos comprendido que Heraclius es un impostor. Todo el mundo sabe que lleva una vida que no es propia de un hombre de la Iglesia. Nuestro Señor sabe que es una vergüenza para Jerusalén. Pero el cargo que ocupa hace que el único que pueda tocarlo sea el propio Santo Padre. Así pues, ¿por qué no excomulgar al impostor asesino?

—Porque el Santo Padre y sus altos consejeros han llegado a la conclusión de que dicha excomunión dañaría a la santa Iglesia romana mucho más que el daño ya cometido. El camino del impostor hacia el infierno será humanamente corto, pues ya tiene sesenta y siete años de edad. Si se lo excomulgase ahora, todo el mundo cristiano sabría que Tierra Santa ha tenido a un asesino, un impostor y un fornicador por patriarca. El daño de que se conociera una noticia de este tipo por toda la cristiandad sería imposible de reparar. Así que, por el bien de la Iglesia y por el bien de Tierra Santa…, ¡bueno, vosotros mismos os lo podéis imaginar!

Los dos templarios se santiguaron a la vez y de forma inconsciente al considerar lo que el padre Louis acababa de decir. Asintieron en silencio, desanimados, en señal de que cumplirían y de que no tenían nada más que preguntar ni replicar.

—Bueno, ése era el asunto del envenenamiento… —dijo el padre Louis en tono ligero casi como si bromease acerca de un asunto tan serio—. Entonces pasamos a la siguiente cuestión. No, no pongáis esas caras de horror, ésta es una cuestión muy diferente y aquí no hay una bula papal, pero sí hay, sin embargo, algunas confusiones. Es mi misión intentar sacar algo en claro. Si os parece bien iré directo al grano.

—Naturalmente, padre —contestó Arnoldo de Torroja haciendo un gesto con la mano sobre la mesa como si se esperase que apareciera cualquier diablillo—. Después de esto, tanto el hermano Arn como yo estamos bien curtidos. ¿Y bien?

—Se refiere a algunas cosas un tanto particulares de Jerusalén —empezó diciendo el padre Louis un poco inseguro, pues no sabía cómo exponer su problema de forma educada pero firme—. Tengo entendido que permitís que infieles recen dentro de vuestra jurisdicción en Jerusalén e incluso anuncien de forma bastante estruendosa al entorno cuándo piensan poner en práctica su infidelidad. Pues así es como están las cosas, ¿verdad?

—Sí, es correcto. Así es como están las cosas —respondió Arn cuando Arnoldo de Torroja mostró con un gesto que sería él quien se enfrentaría a este problema.

—Tengo entendido que ambos sois muy devotos —prosiguió el padre Louis con amabilidad—. Sería una falta de respeto argumentar que precisamente vosotros dos no seáis los primeros defensores de la cristiandad. Creo que os conozco lo suficiente para afirmar que es todo lo contrario.

—Sois demasiado generoso con nosotros, padre —respondió Arn—, Cierto es que lo hacemos lo mejor que podemos, pero parece que lo veáis como una paradoja. Nosotros, que defendemos la fe pura espada en mano, nosotros, que matamos a miles y miles de infieles, ¿cómo podemos permitir sus ruidosas oraciones incluso en el corazón de la orden de los templarios?

—Sí, algo así —confirmó el padre Louis, incómodo por no haber formulado él mismo la pregunta antes de que lo hubieran hecho por él.

—Como os dije antes, padre —prosiguió Arn—, la regla más preciada de nuestra orden es la que dice: «Cuando alces tu espada, no pienses a quién vas a matar; piensa a quién vas a salvar.» Esa regla no existe sólo para conservar la calma de nuestra mente, no está sólo para mantener alejados los peores pecados posibles, como matar en un arrebato de cólera. La cuestión tiene, además, otro aspecto muy diferente. Los sarracenos nos superan en miles aquí en Outremer. Ni siquiera si pudiéramos matarlos a todos sería demasiado sensato, pues entonces nos moriríamos de hambre. No llevamos ni cien años dominando Tierra Santa y nuestra intención es quedarnos aquí para siempre, ¿no es cierto?

—Sí, podría expresarse de ese modo —afirmó el padre Louis, impaciente, a la espera de respuestas más exhaustivas.

—Una parte de los cristianos luchan en el bando de los sarracenos. Muchos infieles luchan en nuestro bando, la guerra no es Alá contra Dios, pues es el mismo dios. La guerra es el bien contra el mal. Muchos de nuestros amigos en el comercio, las caravanas y el espionaje son infieles, al igual que nuestros médicos. Exigir su conversión en el mismo instante que empiezan a trabajar para nosotros sería como salir al campo y decirles a los campesinos palestinos que se dejen bautizar. Es imposible y también presuntuoso. O tomemos por ejemplo un caso como nuestro comercio con Mosul, que todavía no se ha incorporado al reino de Saladino. Una caravana tarda dos semanas en hacer el viaje entre Mosul y San Juan de Acre, que es el puerto de salida más importante para la tela de Mosul, la que llamamos muselina. En San Juan de Acre los comerciantes de Mosul tienen lugares de oración propios, una mezquita y el minarete desde donde se anuncia el momento de oración, como también tienen un serrallo para las caravanas y una taberna propia para comer y beber lo que es apropiado para ellos. Si queremos interrumpir todo el comercio con Mosul y además lanzar su atabeco turco a los brazos de Saladino, pues naturalmente deberíamos afeitar a la fuerza las barbas de los comerciantes y bautizarlos mientras se resisten con pataleos y quejas. Nosotros no consideramos que un acto de ese tipo sea lo mejor para Tierra Santa.

—¿Pero acaso es bueno para Tierra Santa soportar la depravada infidelidad en medio de la más sagrada de las ciudades? —preguntó el padre Louis, dudoso.

—¡Sí, lo es! —respondió Arn, escueto—. Vos, padre, sabéis, y yo también lo sé, que la verdadera doctrina de Dios es la nuestra. Vos estáis dispuesto a morir por la doctrina verdadera y yo he jurado hacerlo en cualquier momento que se me pida. Nosotros sabemos lo que es la verdad y la vida. Por desgracia, nueve décimas partes de la población de aquí de Outremer no lo saben. Pero si no nos echa Saladino ni ninguno de sus sucesores, ¿cómo será entonces esto dentro de cien años? ¿Y dentro de trescientos años? ¿Y dentro de ochocientos?

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