Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Se había vuelto vieja y fea, sollozó. Así no era como ella se recordaba a sí misma, ésa era otra persona vieja y fea.
Cecilia Blanka la besó, consolándola, durante unos instantes pero luego se echó a reír y la tomó de la mano y la llevó de nuevo ante el espejo para que pudieran verse las dos a la vez.
—Mira, aquí nos tienes a las dos —dijo con una aparente gravedad—. Yo te he visto durante muchos arios sin verme a mí misma, al igual que tú siempre me has visto a mí. Bien, pues aquí me tienes, con barriga y los pechos colgando, y grasa en la cara, y ahí estás tú, a mi lado. El espejo no miente. Él ve a una mujer hermosa que sólo tiene treinta y siete años pero parece más joven, y me ve a mí, que tengo cuarenta y que los aparento. El tiempo no te ha desgastado tanto como tú crees, Cecilia Rosa.
Cecilia Rosa permaneció en silencio durante un rato, mirando sus reflejos en el espejo. De repente se volvió, rodeó a Cecilia Blanka con sus brazos y le pidió disculpas. Dijo que debía ser la falta de costumbre de verse a sí misma lo que había hecho que su propia imagen le impactase tanto. Pronto volvió a animarse de nuevo.
Pero este extraño comportamiento por parte de su amiga no hizo que Cecilia Blanka se sintiera menos preocupada, pues ahora comprendió que había guardado un secreto durante demasiado tiempo. Y pronto no quedaría más tiempo para seguir callando.
Quien acudía al banquete de esa noche, cabalgando desde el norte de Visingsö y viajando desde Bjälbo era Magnus Månesköld, el hijo de Cecilia Rosa. Iba a ver a su madre por primera vez.
Había dos posibilidades, comprendió Cecilia Blanka. Una era no decir nada y dejar que madre e hijo se reconocieran, pues deberían hacerlo. La otra posibilidad era contarle en ese mismo instante cómo estaba la situación, con toda la preocupación que seguramente eso comportaría.
Le pidió a Cecilia Rosa que se sentara delante del espejo, fingiendo que debía hacer algún arreglo en su pelo. Fue a buscar un cepillo y peines y empezó a cepillar el cabello de su amiga y así estuvo durante un rato, pues eso resultaba muy relajante. Luego le dijo, como si no fuera nada especial, que había algo más, que Magnus Månesköld acudiría al banquete de la noche y que pronto podrían montar a caballo e ir a recibirlo, si le apetecía.
Cecilia Rosa se quedó completamente quieta, contemplándose durante un buen rato en el espejo con lágrimas que brillaban en sus ojos pero sin caer. No dijo nada durante largo rato. Para ocultar su preocupación, Cecilia Blanka empezó a cepillar de nuevo su hermoso cabello rojo, que todavía era un poco demasiado corto.
Hacía bastante que la tormenta había amainado sobre el Vättern y cuando se dirigieron las dos solas sin séquito hacia el norte de Visingsö, sólo quedaban unas cuantas nubes en el cielo. No hablaron mucho durante el camino. Cecilia Blanka elogió a su amiga por lo bien que montaba a caballo. Y Cecilia Rosa dijo algo del clima y de lo hermoso que era el atardecer.
En un claro del bosque cuyos robles habían sido talados hacía tiempo para convertirse en barcos, se encontraron con tres jinetes. Llevaban todos grandes mantos de los Folkung. El que cabalgaba al frente era el más joven y su cabello rojo relucía a la luz del atardecer.
Los tres hombres detuvieron a la vez sus caballos al descubrir a la reina y a la señora que iba a su lado. El joven pelirrojo bajó rápidamente del caballo y empezó a caminar por el claro.
La costumbre decía que Cecilia Rosa debía permanecer sobre su caballo y esperar con paciencia al hombre que se le acercaría, se inclinaría y le ofrecería su mano para que pudiera bajar sin peligro del animal, tras lo cual se saludarían el uno al otro.
Sin duda alguna, a los diecisiete años, Cecilia Rosa lo habría sabido y también se habría comportado como exigía la norma. Menos claro estaba si tras tantos años de cautiverio recordaría la costumbre.
Pero ágil como si todavía tuviera diecisiete años desmontó con un salto no demasiado decoroso y cruzó corriendo el claro con pasos demasiado largos para su vestido verde, de modo que iba tropezando ligeramente.
Cuando Magnus Månesköld la vio, empezó a correr él también, y cuando estuvieron frente a frente, se fundieron en un intenso abrazo.
Luego se tomaron de los hombros para poder mirarse el uno al otro a los ojos. Lo que veían era como el reflejo de su propia imagen en un espejo.
Magnus Månesköld tenía los ojos pardos y el cabello rojo, el único en casa de Birger Brosa que lo tenía.
Se miraron el uno al otro largamente, ninguno de los dos era capaz de decir nada. Luego él cayó de rodillas ante ella, le tomó la mano derecha y la besó con delicadeza. Era la señal de que reconocía a su madre ante la ley.
Al ponerse de nuevo en pie colocó la mano de ella sobre la suya, que había alzado, y la dirigió con cuidado hacia el caballo de ella. Una vez allí, volvió a arrodillarse mientras le alcanzaba las riendas, sujetaba el estribo y le ofrecía su espalda para ayudarla a subir al caballo, tal y como prescribía la tradición.
No fue capaz de decir nada hasta que su madre estuvo bien sentada arriba.
—He pensado y he soñado mucho contigo, madre —dijo con algo de timidez—. Tal vez pensaba que te reconocería, pero no como lo he hecho hoy. Y tampoco imaginé, a pesar de lo que me había dicho mi querido pariente Birger Brosa, que sería como ver a una hermana más que a una madre. ¿Me concederás, por tanto, el honor, querida madre, de llevarte a mi lado en el banquete de esta noche?
—Así será —respondió Cecilia Rosa, riéndose solapadamente por la forma insegura y tensa en que hablaba su hijo.
Magnus Månesköld era un hombre joven con apenas vello en la cara que todavía no estaba cerca de la edad en que sus parientes empezarían a buscarle una novia apropiada. Pero también era un hombre criado en los castillos del poder y por su forma de comportarse siguiendo las buenas costumbres, no se le podía adivinar ni rastro de inseguridad ni de infantilismo. Llevaba el manto de los Folkung con esa precisa seguridad que claramente demostraba que él comprendía su valor. Y también comprendía su significado, pues al acercarse a Näs con los últimos rayos de sol antes del oscurecer, se adelantó con el caballo hasta alcanzar a su madre y le dijo algo acerca del frío de la noche mientras colgaba su manto azul sobre los hombros de ella. Pues era así como él deseaba entrar con ella en el castillo del rey en Näs, aunque no dijo nada de ello. Su madre lo comprendió de todos modos.
En el banquete bebió cerveza como un hombre pero no vino, como las dos Cecilias. Al principio de la noche hablaba con ellas sobre todo acerca de cómo había sido el cautiverio en Gudhem, pues nunca había podido imaginarlo. Supo ahora por primera vez que Gudhem era el lugar donde había nacido, y su madre también le contó cómo había sucedido.
Pero tal y como las dos Cecilias se habían esperado, y también comentado con el lenguaje de los signos que sólo ellas comprendían fuera del convento, Magnus Månesköld pronto empezó a inquirir con sutileza acerca de su padre, que si era verdad lo del arte que tenía Arn Magnusson con la espada y el arco. Cecilia Rosa le respondió con naturalidad, pues el miedo que había sentido unas horas antes había sido sustituido por una cálida sensación de felicidad, y le dijo que eso de la espada era algo que sólo había oído explicar a otros, aunque las historias eran varias. Sin embargo, ella misma había visto una vez a Arn Magnusson disparar con arco en un banquete en la finca real de Husaby y no lo hizo nada mal. Magnus le preguntó entonces cómo de bien había disparado su padre.
—Acertó una moneda de plata con dos flechas a una distancia de veinticinco pasos —contestó Cecilia Rosa sin parpadear—, al menos creo que eran veinticinco pasos, tal vez fueron veinte. Pero seguro que era una moneda de plata.
Al oír esto, el joven Magnus enmudeció primero por completo. Luego se le llenaron los ojos de lágrimas y se inclinó hacia su madre y la abrazó largamente.
Cecilia Blanka preguntó entonces con señas a sus espaldas si realmente había sido una moneda de plata. En cualquier caso, una moneda de plata inusualmente grande, le respondió Cecilia Rosa con señas, sumiéndose luego en el dulce aroma del abrazo de su hijo. Pues en su aroma había un recuerdo, algo que le evocaba juventud y amor.
Poco antes de Santa Catalina, cuando ya hacía un frío que auguraba un invierno severo, Birger Brosa llegó en visita urgente a Riseberga. No pudo dedicarle a la priora Beata más tiempo del estrictamente necesario para no ser descortés en el convento, que aunque pertenecía a la Virgen María, seguramente él consideraba más bien propiedad suya.
Ante todo quería ver a la yconoma, y dado que el temprano frío hacía difícil acomodarse en el exterior, tuvieron que sentarse juntos en su cámara de contabilidad, que ella había hecho construir siguiendo el modelo de Gudhem.
En un primer momento habló de negocios, pero estaba claro que tenía la cabeza en otra parte, pues no cesaba de hacer referencias a la cruzada que dirigiría hacia el este en primavera.
Más tarde, abordó por fin el tema del que quería hablar. Todavía no había abadesa en Riseberga. Si Cecilia Rosa pronunciaba ahora los votos, con su larga experiencia en el mundo del monasterio, podría ser ascendida de inmediato. Había hablado del asunto con el arzobispo, el nuevo arzobispo, con lo que no parecía que hubiese ningún problema en hacerlo. Parecía exigir con impaciencia una respuesta inmediata.
Cecilia Rosa se sentía débil y como si la hubieran golpeado con fuerza. No podía imaginarse que el canciller, que a pesar de todo conocía tan bien a la reina Cecilia Blanka, pudiese creer en ningún momento que ella desease pronunciar los votos.
Al tranquilizarse lo suficiente y haber meditado sobre la cuestión, preguntó sin ceder con la mirada cuál era la intención que se ocultaba tras esa pregunta. Ella, por su parte, no era tan tonta y nadie en todo el reino era más sabio que el canciller, así que debía de existir algún motivo de peso para exigir algo con tanta insistencia.
Birger Brosa esbozó su famosa sonrisa, se acomodó encima de una pierna, juntó las manos en torno a la rodilla y miró durante un rato a Cecilia Rosa antes de explicarle cómo estaba la situación, aunque no fue directo al grano.
—Sería todo un honor tenerte como una de nuestras señoras entre los Folkung, Cecilia —empezó—. En cierta manera, ya lo eres y por eso he venido a ti con mi dura exigencia.
—¿Exigencia? —preguntó Cecilia Rosa, alarmada.
—Bueno, llamémosle pregunta. Tienes cabeza para la contabilidad y la plata con la que seguramente sólo se puede comparar Eskil. Sí, Eskil es el hermano de Arn, es el quien se ocupa de los negocios del reino. O sea que a ti no se te engaña con palabras dulces. Por tanto, te hablaré con palabras ásperas. Necesitamos a una abadesa que pueda declarar en contra del falso testimonio de otra abadesa. Así es como están las cosas.
—Podrías haberme hecho el favor de decir eso en cuanto llegaste, mi querido canciller —protestó Cecilia Rosa frunciendo el entrecejo—, ¿Así que el testimonio falso de aquella mentirosa fue llevado hasta Roma?
—Sí, fue llevado hasta Roma por manos demasiado dispuestas —respondió Birger Brosa, sombrío—. No basta con la gente rebelde del este, que hay que sofocar de una vez por todas, sino que si las cosas salen mal más adelante nos espera también la gran guerra.
—¿La gran guerra con los Sverker y los daneses?
—Sí, exacto.
—¿Porque el hijo de Knut, Erik, sería fruto del pecado?
—Sí, ya ves, lo comprendes todo.
—¿Y en Roma mi palabra y la de la reina pesan poco frente al escrito de una abadesa mentirosa?
—Desgraciadamente, así es.
—Y si pronuncio los votos, ¿serían las palabras de una abadesa contra las de otra?
—Sí, y puede que tú salves el país de la guerra.
Cecilia guardó silencio y reflexionó. Se dio cuenta de que no debería apresurarse al hablar con un hombre como Birger Brosa, pues como todo el mundo decía, él era quien mejor pensaba en el reino. Tenía que ganar tiempo para pensar.
—Es curiosa la forma en que Dios ordena el mundo y dirige a las personas —empezó con palabras más inseguras y pensativas de lo que ella en realidad se sentía.
—Sí, realmente es curioso —asintió Birger Brosa, pues no había otra cosa que decir.
—Rikissa vendió su alma al diablo para arrojar el reino a la guerra, ¿no es curioso?
—Sí, es muy curioso —asintió Birger Brosa con algo de impaciencia.
—¿Y ahora quieres que yo entregue mi alma en la vida terrenal a la Virgen María para que podamos contrarrestar ese pecado? —continuó diciendo Cecilia Rosa con semblante inocente.
—Dicho de esa forma… —contestó Birger Brosa.
—¡Dirán que la nueva abadesa fue hace mucho tiempo una doncella que odiaba a Rikissa, que se negó a perdonarla en su lecho de muerte y que por eso su palabra no vale un comino! —exclamó Cecilia Rosa en un tono que le sorprendió más a sí misma que al canciller.
—Tu mente es aguda y eres muy dura, Cecilia Rosa —dijo él tras haber pensado un rato—, Pero tienes la posibilidad de salvar al país de la guerra convirtiéndote en abadesa, en la superiora. Riseberga será tu reino y aquí podrás reinar como una reina y no será en absoluto como ser flagelada por Rikissa. ¿Qué mejor podrías hacer con tu vida para servir a tus amigos, a tu reina y a tu rey?
—Ahora eres tú el duro, Birger Brosa. ¿Sabes por qué he rezado y esperado todas las noches durante veinte años? ¿Puedes comprender en tu alma de guerrero lo largos que son veinte años en una jaula? Te hablo con este descaro y esta franqueza no sólo porque siento desesperación ante lo que me pides, sino porque sé que tú también me aprecias y no te disgusta que hable así.
—Es cierto, mi querida Cecilia Rosa, es cierto —suspiró el canciller.
Cecilia Rosa lo abandonó sin decir una palabra y estuvo fuera un rato. Al volver llevaba un magnífico manto de los Folkung entre sus manos. Le dio la vuelta, de modo que el hilo dorado del león de la espalda destellaba a la luz de los cirios y dejó que él acariciara la suave piel del interior. Asintió con la cabeza con admiración y no dijo nada.
—Durante dos años he trabajado por esto, esto ha sido mi sueño —explicó Cecilia Rosa—. Ahora lo tenemos aquí en Riseberga para verlo y copiarlo, pues de momento estamos muy por detrás de Gudhem en este arte.
—Realmente es muy hermoso, nunca he visto un azul tan hermoso y un león tan poderoso —corroboró Birger Brosa, pensativo. Ya sospechaba lo que Cecilia Rosa diría ahora.