El Caballero Templario (59 page)

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Authors: Jan Guillou

—¿No comprendes, querido amigo, para quién he cosido este manto? —preguntó ella.

—Sí, y Dios quiera que puedas colgarlo sobre los hombros de Arn Magnusson. Comprendo tu sueño, Cecilia Rosa. Y seguramente comprendo mejor de lo que tú crees lo que pensaste durante esos años mientras cosías este manto. Pero de todos modos debes escucharme y comprender tú también. Si Arn no vuelve pronto, compraré el manto para el día en que Magnus Månesköld beba la cerveza de matrimonio o para el día en que Erik Knutson sea coronado o para lo que sea que más me convenga. No puedes seguir esperando demasiado, Cecilia Rosa, no tienes derecho a hacerles eso a tus amigos.

—Recemos ahora por que Arn regrese pronto —dijo Cecilia Rosa, bajando la cabeza.

No había elección ante una petición así, ni para un hombre ni para el canciller, y menos en un convento, y en especial no en un convento de su propia propiedad. Birger Brosa asintió con la cabeza a la oración.

Se arrodillaron juntos entre cuentas y ábacos y rezaron por la salvación de Arn Magnusson y por su pronto regreso a casa.

Cecilia Rosa rezó por todo su ardiente amor que no se había apagado en veinte años y por el que preferiría morir antes que abandonar.

El canciller rezó algo más dividido, aunque sincero. Pensaba que si no se lograba arreglar el asunto de la herencia del trono presentando el juramento de una abadesa frente al de otra abadesa, necesitarían a todos los guerreros buenos que se pudiera sacar de debajo de las piedras en el lado de los Folkung.

Y según había oído del ahora difunto padre Henri de Varnhem, Arn Magnusson era un guerrero de la Gracia de Dios en más de un sentido. En el peor de los casos, pronto se lo necesitaría aquí en casa.

XI

E
n el hospital Hamediyeh de Damasco cuidaron a Arn durante dos semanas, hasta que los médicos lograran acabar con la fiebre ocasionada por las heridas y dijeron que fue por la Providencia de Dios, pues nadie solfa sobrevivir mucho más tiempo con fiebre. Tenía otras heridas anteriores en su cuerpo de las que era capaz de contar, pero calculaba que debían de ser cientos. Sin embargo, nunca había sido herido de tanta gravedad como en los cuernos de Hattin.

No recordaba mucho de los primeros momentos. Se lo habían llevado, le habían arrancado la cota de malla y le habían cosido las peores heridas con prisa antes de arrastrarlo a él y a los heridos egipcios y a los sirios montaña arriba, al fresco. Arn y todos los demás heridos sufrieron mucho en ese traslado y la mayoría empezaron a sangrar de nuevo. Pero los médicos opinaron que habría sido peor quedarse donde hacía calor, entre las moscas y el hedor a cadáver de ahí abajo en Tiberíades.

No recordaba cómo había ido luego a parar a Damasco porque, cuando lo trasladaron de nuevo desde la enfermería de campaña en las montañas, la fiebre lo hostigaba con todas sus fuerzas.

En Damasco los médicos abrieron algunas de sus heridas, intentaron limpiarlas y volvieron a coserlas, aunque probablemente esta vez con más cuidado que el que tuvieron en la primera enfermería de campaña de Tiberíades.

Lo peor era una profunda herida causada por una espada que había atravesado la cota de malla y se había hundido a fondo en la pantorrilla, y un golpe de hacha que le había roto el yelmo justo por encima del ojo izquierdo y le había destrozado la ceja y la parte izquierda de la frente. Durante los primeros días no pudo retener nada de comida y devolvía todo lo que se le intentaba hacer tragar y el dolor de cabeza había sido tan horrible y tan grave que la inconsciencia febril le llegó como un alivio.

No recordaba ningún dolor en particular, ni siquiera cuando le cauterizaron las heridas de la pierna.

Cuando al fin remitió la fiebre, lo primero que descubrió fue que podía ver con los dos ojos, porque según recordaba se había quedado ciego del ojo izquierdo.

Estaba acostado en el segundo piso en una hermosa habitación con mosaico azul y con vistas a la sombra de unas altas palmeras. De vez en cuando, el viento agitaba las hojas de las palmeras, produciendo un apacible murmullo, y podía oír el sonido de las fuentes en el patio.

Los médicos habían sido fríos pero amables con él al principio y seguramente habían hecho su trabajo lo mejor que su habilidad profesional les permitía. Encima del lecho de Arn colgaba una tablilla dorada y negra con las grafías del nombre de Saladino, que señalaba con toda claridad que Arn tenía más valor vivo que muerto para el sultán, a pesar de que se rumoreaba que era uno de los demonios blancos con la cruz bermeja.

Cuando la fiebre remitió y Arn empezó a hablar con nitidez, la alegría fue tanto mayor entre los médicos que, presos de la sorpresa, se reunieron en torno a su lecho para oír a un templario hablar en la lengua de Dios. Los médicos de Damasco no sabían lo que al menos uno de cada dos emires del ejército sabía del hombre al que llamaban Al Ghouti.

El más importante de los médicos se llamaba Musa ibn Maynun y había viajado desde El Cairo, donde durante muchos años había sido el médico personal de Saladino. Su árabe sonaba extraño a los oídos de Arn, pues era nativo de la lejana Andalucía. Allí la vida se había hecho difícil para los judíos, le explicó a Arn en su primer encuentro. Arn no se sorprendió por el hecho de que el médico de cabecera de Saladino fuera judío, pues sabía que el califa de Bagdad, el más alto dirigente de los musulmanes, tenía muchos judíos a su servicio. Y dado que su experiencia con los médicos sarracenos le decía que eran todos muy sabios tanto en las normas de la fe como en la filosofía, aprovechó para preguntar acerca de la importancia de Jerusalén para los judíos. Musa ibn May-nun alzó sorprendido las cejas y preguntó por qué motivo le interesaba algo así a un guerrero cristiano. Arn le habló de su reunión con el rabino superior de Bagdad y a qué había conducido, al menos mientras él personalmente tuvo el poder de Jerusalén. Si los cristianos tenían el Santo Sepulcro como santuario en Jerusalén, y los musulmanes tenían la roca de Abraham, donde el Profeta, la paz sea con él, había ascendido al cielo, se podía comprender la importancia que tenían esos puntos de peregrinaje para los creyentes. ¿Pero el templo del rey David? Si sólo era un edificio levantado por los hombres, ¿qué tenía que fuese tan sagrado?

Cuando entonces el médico judío le explicó con paciencia a Arn cómo Jerusalén era el único santuario de los judíos y cómo las profecías decían que los judíos regresarían para restablecer su reino y reconstruir de nuevo el templo, Arn suspiró triste y profundamente. No por los judíos, se apresuró a señalar al ver que su reciente amigo se sentía un poco confundido, sino por Jerusalén. Pronto Jerusalén caería, si no lo había hecho ya, en manos de los musulmanes. Después de eso, los cristianos no cejarían en sus esfuerzos por recuperar la ciudad. Y si ahora los judíos también se involucraban en la lucha por Jerusalén, la guerra podría proseguir durante mil años o más.

Entonces Musa ibn May-nun fue rápidamente a buscar un pequeño taburete y se sentó al lado del lecho de Arn para involucrarse en serio en la discusión, como si de repente eso le pareciera mucho más importante que el resto de los asuntos que debía solucionar en el hospital.

Le pidió a Arn que se explicara con más claridad y entonces éste le habló de las conversaciones que había mantenido tanto con Saladino como con el conde Raimundo de Trípoli, en las que ambos, a pesar de ser uno musulmán y el otro cristiano y los más peligrosos enemigos en el campo de batalla, parecían razonar del mismo modo en esta cuestión. La única manera de poner fin a la guerra eterna sería dando el mismo derecho a todos los peregrinos, independientemente del motivo de su peregrinación a la ciudad santa, e independientemente de si la llamaban Al Quds o Jerusalén.

O bien Yerushalaim, añadió Musa ibn May-nun con una sonrisa.

Sí, admitió rápidamente Arn. Eran ideas así las que había acariciado al concederle permiso al rabino de Bagdad para que los judíos rezaran junto al muro occidental. Pero entonces no había tenido ni idea de la dimensión sagrada que ese muro tenía para los judíos. Pronto estuvieron ambos de acuerdo en que habría que buscar la ocasión para hablar de este asunto con Saladino antes de que tomara la ciudad.

Su amistad fue creciendo a lo largo de las semanas siguientes, cuando Musa empezó a obligar a Arn a intentar caminar por primera vez. Según el médico, no se debía esperar ni demasiado tiempo ni demasiado poco para hacerlo. El primero de los peligros era que reventase la herida de la pierna, el segundo peligro era que la pierna se atrofiase y se debilitase demasiado al no poder retomar su función diaria.

Al principio daban sólo un pequeño paseo entre las palmeras, las fuentes y los pozos del patio interior. Por ahí era fácil caminar, pues todo el patio estaba cubierto de mosaico hasta donde se encontraba con los troncos de las palmeras. Pronto le dejaron a Arn algo de ropa y empezaron a dar tranquilos paseos por la ciudad. Puesto que la gran mezquita estaba a apenas uno o dos tiros de piedra del hospital, ésta se convirtió en su primer objetivo. Eran impíos, por lo que no les estaba permitido entrar en la mezquita, pero podían acceder al gran patio interior, donde Musa señalaba todos los maravillosos mosaicos de oro de los claustros cubiertos que obviamente eran de épocas cristianas, y los dibujos musulmanes en negro, blanco y rojo en los suelos de mármol, que eran de la época de los Ummayades. A Arn le sorprendió que todo el arte cristiano bizantino hubiese permanecido intacto, pues eran retratos tanto de personas como de santos, un arte que la mayoría de los musulmanes considerarían blasfemo. Y era del todo evidente que la gran mezquita era una iglesia, a pesar de que se hubiese construido un minarete enorme en uno de sus laterales.

Musa ibn May-nun señaló que, por lo que él sabía, sucedía al revés en Jerusalén, donde las dos grandes mezquitas seguirían siendo iglesias todavía por un tiempo.

Era bastante práctico, dijo con ironía, que se mantuviesen enteros todos esos santuarios. Así, cuando alguien nuevo los conquistaba, sólo se trataba de arrancar la cruz de la cúpula y alzar la media luna, o al revés, en función de quien ganaba y quien perdía. Sería peor si cada vez se tuviese que destruir los viejos santuarios y construir unos nuevos.

Dado que Arn no sabía nada acerca de la fe judía, éste se convirtió en uno de sus primeros grandes temas de conversación, y puesto que era capaz de leer en árabe, Musa ibn May-nun le proveyó con un libro que él mismo había escrito y que llevaba por título Guía para los confundidos. Una vez Arn empezó a leerlo, sus conversaciones se hicieron infinitas, pues lo que Musa ibn May-nun sobre todo trabajaba en su filosofía era hallar la unión adecuada entre la razón y la fe, entre las teorías de Aristóteles y la fe pura, que para muchos era una fe libre de toda razón y con manifestación únicamente divina. Consideraba que la misión más importante para la filosofía debía ser conciliar en una unidad estos dos conceptos aparentemente antagónicos.

Arn seguía estos largos razonamientos con bastante esfuerzo, pues como él decía, su cabeza se había secado un poco desde el tiempo de la juventud, en que al menos las ideas de Aristóteles lo acompañaban todos los días. Pero estaba de acuerdo en que nada podía ser más importante que hacer que la fe fuera razonable. Las guerras en Tierra Santa habían mostrado con la fuerza de un terremoto a qué podía conducir una fe ciega e insensata. Era un verdadero misterio del mundo de los sentidos que a pesar de todo hubiera tantos hombres capaces de caminar sobre la tierra temblorosa diciendo que nada veían y nada oían. ,

A medida que iban cayendo las costras de las heridas de Arn, dejando paso a cicatrices rojizas pero en proceso de curación, fueron creciendo tanto la amistad con el médico y filósofo Musa ibn May-nun como la capacidad que Arn no había tenido desde su juventud para pensar en otras cosas que no fuesen normas y obediencia. Sentía que no era sólo su cuerpo el que estaba en proceso de curación.

Tal vez se hubiese lanzado con ese afán recién despertado al mundo superior de las ideas para apartar la atormentadora certeza de lo que estaba sucediendo en el mundo real, pero su inconsciente esfuerzo por mantener esas informaciones alejadas se tropezó con dificultades en el mismo momento en que otros que eran tratados en el hospital de Ha mediyeh recibían visitas que con júbilo explicaban que habían caído ora Acre y Nablus, ora Beirut o Jebail, ora este castillo o el otro. No era cosa fácil ser el único cristiano cuando todos los que lo rodeaban se alegraban de forma tan estridente con ese río de noticias.

Fahkr, el hermano de Saladino, se lo confirmó todo al ir a visitarlo, aunque para nada fue ése el primer tema de conversación de su encuentro.

Los dos se emocionaron al verse y se apresuraron a abrazarse como hermanos, algo que hizo que todo el mundo que estaba cerca en el hermoso patio los mirase con asombro, pues todos reconocían al hermano de Saladino.

Lo primero que Fahkr le recordó, algo que no habría sido necesario, pues Arn había tenido tiempo de pensar muchas veces en ello, era cómo habían bromeado cuando se despidieron en Gaza aquella vez que Fahkr había sido prisionero de Arn e iba a embarcar en una nave camino de Alejandría, acerca de lo grato que sería cuando las cosas fuesen al revés entre prisionero y guardián.

Arn fingió entonces inquietud y preocupación por si Fahkr tenía quejas del tiempo que estuvo prisionero en Gaza. Y éste le respondió con la misma aparente preocupación que sospechaba que le habían dado de comer cerdo, algo que Arn negó indignado, tras lo cual se echaron a reír y volvieron a abrazarse de nuevo.

Luego Fahkr se puso serio y pidió a Arn su palabra de honor de que no huiría ni levantaría un arma contra nadie mientras fuese invitado de Saladino, pues si Arn tenía una norma de algún tipo que prescribiese lo contrario, lamentablemente habría que tratarlo con más cautela. Arn le explicó que, en primer lugar, no había ninguna norma que prohibiese a un templario mantener su palabra, y en segundo, que ya no podía decirse que fuese templario, pues su tiempo de servicio en la orden casualmente había finalizado aquella noche tras los cuernos de Hattin.

Fahkr dijo entonces con gravedad que eso había que contemplarlo como una señal divina, que a Arn se le hubiese perdonado la vida en el mismo momento en que terminaba su período como templario. Arn respondió que en tal caso creía más en la gracia de Saladino que en la Gracia de Dios, aunque ya no recordaba muy bien cómo funcionaban esas cosas.

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