Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Fahkr no le contestó, sino que le colgó una gran medalla de oro con el anagrama del nombre de Saladino en torno al cuello y se lo llevó del brazo a la calle. Arn seguía sintiéndose un poco desnudo con sus ropas prestadas, pues echaba de menos el peso de la cota de malla, pero si no llega a ser porque iba con la cabeza descubierta mostrando su cabello rubio resplandeciente y porque se lo veía desde bien lejos, Fahkr y él podrían haber ido conversando a lo largo de la calle pasando por completo desapercibidos. Era como si despertase mayor curiosidad ahora que iba con Fahkr que con Musa ibn May-nun, como si fuese más normal que un judío y un cristiano caminaran juntos que no que un cristiano paseara con el hermano del sultán.
Fahkr, que se sintió algo molesto por la atención que despertaban, se llevó a Arn al gran bazar que estaba junto a la mezquita y compró una tela con la que su amigo pudo envolverse la cabeza. Luego le dejó elegir entre algunos mantos sirios que había en otro puesto de venta y cuando vio que el ansioso vendedor le ofrecía el color azul de los Folkung se decidió de inmediato. Al poco rato, Arn y Fahkr ya pasaban desapercibidos entre la muchedumbre de los puestos de venta.
Ahora Fahkr se lo llevó a través de los tortuosos callejones de los bazares hasta llegar a una abertura que daba paso a un patio, donde había montones de armas, escudos y yelmos cristianos. Fahkr le explicó que había sido expresa orden de Saladino que Arn pudiera elegir una nueva espada, y si podía ser, la más bella que pudiese hallar, pues como había dicho Saladino, le debía a Arn una espada y a un precio muy elevado. El vendedor había separado todas las espadas cristianas a un lado en dos montones pequeños y uno enorme. En los dos montones pequeños estaban todos los objetos valiosos, espadas que podrían haber pertenecido a reyes cristianos, decoradas con oro y piedras preciosas; en el siguiente montoncito, espadas consideradas las segundas más valiosas, y en el montón grande todo lo que era de menos valor.
Arn se dirigió decidido hacia el montón grande y buscó una espada templaría detrás de otra mirando los números marcados. Al encontrar tres espadas del número apropiado las comparó y, sin dudar, le entregó una de ellas a Fahkr.
Fahkr miró decepcionado la espada sencilla y sin decoración y señaló que Arn estaba echando a perder una fortuna por su tozudez. Arn repuso que una espada era una fortuna sólo para aquellos hombres que no sabían utilizarla, y que una espada templaría del peso y el tamaño apropiado como la que acababa de darle era la única que jamás querría colgar a su cinto. Fahkr intentó convencerlo de que siempre podía elegir la espada más valiosa, venderla, comprar la barata, que seguramente podría obtener por uno o dos dinares, y luego quedarse con la diferencia. Pero Arn desechó la propuesta con un bufido, diciendo que poco honraría el regalo de Saladino comportándose de ese modo.
Sin embargo, Fahkr no dejó que se quedara con la espada de inmediato, sino que la llevó al vendedor y le susurró algo que Arn no pudo oír. Luego se alejaron sin la espada para dirigirse hacia el palacio de Saladino, donde pasarían la tarde y la noche. Era posible que el propio Saladino volviera a casa a Damasco aquella misma tarde y en ese caso Al Ghouti era uno de los hombres a quien quería ver de inmediato, por lo que se trataba de mantenerse cerca, explicó Fahkr.
El palacio de Saladino estaba lejos de ser uno de los grandes edificios que rodeaban la mezquita, era una sencilla casa de dos plantas con una decoración austera, y si no llega a ser por los rudos guardias mamelucos que había delante del portal, nadie hubiese pensado que ésa podía ser la casa de un sultán. La decoración de las habitaciones era sencilla, con alfombras y cojines para sentarse, mientras que las paredes estaban decoradas sólo por hermosas grafías de citas del Corán, que Arn se entretenía en leer y citar a medida que iban pasando.
Cuando al final se sentaron juntos en una de las habitaciones alejadas que daban hacia un alargado balcón cubierto por arcos, Fahkr sirvió agua fría y granadas con una expresión que era fácil de comprender. Ahora pretendía hablar más en serio.
Lo que quedaba del imperio cristiano en Palestina era Tiro, Gaza, Ascalón, Jerusalén y algunos castillos, explicó Fahkr conteniendo su triunfo. Ahora se tomaría primero Ascalón y Gaza y era el deseo de Saladino que Arn estuviera presente. Luego se tomaría la mismísima Jerusalén y también allí Saladino deseaba llevar a Arn como consejero. Saladino en persona le expresaría esa demanda a Arn en cuanto se encontraran, por lo que era casi mejor dejar que Arn pudiera preparar ahora su mente para la posición que adoptaría.
Arn respondió con tristeza que sin duda había sabido desde hacía tiempo que las cosas irían así y que los cristianos sólo podían culparse a sí mismos y ante todo a sus pecadores de esta gran desgracia. Si bien era cierto que ya no estaba ligado por juramento a los templarios, sería demasiado pedirle que se pasara al bando enemigo.
Fahkr se mesó un poco la fina barba y respondió pensativo que Arn seguramente había malinterpretado la petición del sultán. No era cuestión de pedirle que alzara su arma contra los suyos, sino más bien todo lo contrario. Ya habían muerto o huido de sus casas suficientes cristianos, no se trataba de eso sino de cosas más importantes. Tal vez sería mejor que Saladino se lo explicara todo en persona. Como tal vez Arn había podido comprender, sería liberado en cuanto Saladino opinase que había llegado el momento apropiado, pues Saladino no le había perdonado la vida en los cuernos de Hattin sólo para matarlo más tarde; Arn no era un prisionero de esos por los que se podía pedir rescate. Pero sería mejor que Arn hablase también de esto con el propio Saladino. Mientras tanto podían hablar de qué pensaba hacer Arn con su libertad.
Arn contestó que, por su parte, había finalizado su servicio en Tierra Santa. A ser posible, viajaría hacia su tierra natal cuanto antes. Aunque tal vez tuviera un pequeño problema, pues aunque había cumplido ya el tiempo jurado, según la regla debía ser liberado de su servicio por el Gran Maestre de la orden de los caballeros templarios; si no se hacía así, sería considerado desertor. Y no era fácil saber cómo iba a poderse solucionar una cuestión de este tipo.
Esta pequeña reflexión pareció hacerle muchísima gracia a Fahkr, y éste le explicó que con que Arn frotase la lámpara de aceite que tenía ante sí con uno de los pulgares un par de veces, pronto se cumpliría ese deseo.
Arn miró con recelo a su amigo kurdo, buscando en sus ojos una explicación a la broma, pero como Fahkr movía obstinado su cabeza señalando la lamparilla, Arn alargó su mano y la rozó con el pulgar.
—¡Hala, Aladino, tu deseo está cumplido! —exclamó Fahkr con alegría—, Podrás obtener cualquier documento que quieras firmado y sellado de mano del Gran Maestre, pues resulta que también él es nuestro invitado aquí en Damasco, aunque bajo circunstancias algo menos cordiales que las que con justicia estás recibiendo tú. ¡Redacta tú el documento y asunto arreglado!
A Arn no le costó nada creer que Gérard de Ridefort estuviese prisionero en Damasco, pues nunca se habría imaginado que ese hombre luchase hasta la última gota de sangre por la Madre de Dios. ¿Pero firmaría cualquier cosa?
Fahkr se limitó a sacudir la cabeza sonriendo y afirmó que así sería. ¡Y cuanto antes mejor! Llamó a un criado y solicitó que trajeran los enseres de escritura necesarios de los bazares de abajo y luego le aseguró a Arn que él mismo podría estar presente y ver cómo el Gran Maestre escribía su nombre.
Cuando un rato más tarde un criado jadeante les subió pergamino y utensilios de escritura, Fahkr dejó solo a Arn para que redactara el documento, mandó traer un pequeño pupitre y fue a dedicarse un rato a la oración y a preparar la cena.
Arn permaneció sentado un rato con el pergamino en blanco ante sí y pluma de escribir en mano e intentó verse a sí mismo y ver el orden del mundo con claridad en ese curioso e incomprensible momento. Él mismo escribiría su carta de libertad. Y eso sucedía en el palacio del sultán, en Damasco, donde estaba frente a un pupitre sirio, con las piernas cruzadas, sobre suaves cojines y la cabeza envuelta en un turbante.
Había intentado imaginarse su fin como caballero templario muchas veces aquellos últimos años, pero su fantasía no había llegado ni siquiera a acariciar lo que finalmente sucedió.
Pero se centró y escribió con rapidez y certeza el texto, que se sabía bien, pues durante su servicio como Maestre de Jerusalén había redactado muchas cartas por el estilo. También añadió una disposición que a veces figuraba: que este templario abandonaba ahora su servicio en el Sagrado Ejército de Dios con gran honor, que era libre de regresar a su vida anterior y que, en cualquier momento que lo hallase oportuno, tendría derecho a vestir de nuevo el uniforme templario del rango que tuviese en el momento de abandonar la orden.
Repasó el texto y recordó que Gérard de Ridefort no sabía latín, por lo que añadió una traducción en franco.
Como quedaba todavía un poco de espacio no pudo abstenerse del pequeño placer de escribir el mismo texto una tercera vez para el Gran Maestre poco docto en las letras, esta vez en árabe.
Permaneció un rato abanicando el pergamino para que se secase, echó un vistazo al sol y vio que faltaban al menos dos horas para la oración de la noche, tanto para los musulmanes como para los cristianos. En ese mismo momento regresó Fahkr, miró el documento y al ver que había una traducción al árabe se rió, lo leyó rápidamente y tomó la pluma de ganso para aclarar algunos signos diacríticos. Era una forma muy buena de burlarse del santísimo señor Maestre, dijo con regocijo al tomar a Arn del brazo y guiarlo de nuevo por la ciudad. Sólo tuvieron que caminar unas cuantas manzanas hasta alcanzar la casa donde custodiaban a los prisioneros más valiosos. Era una casa incluso más grande y de decoración más lujosa que la del propio Saladino. Pero naturalmente había guardas y alguna que otra puerta cerrada con llave, aunque era difícil imaginarse lo que haría un Gran Maestre fugitivo al salir a las calles de Damasco. Fahkr explicó que en realidad era un gesto vano que se debía a que tanto el Gran Maestre como el rey Guy habían declarado con arrogancia que un juramento prestado a infieles carecía de valor.
El rey Guy y el Gran Maestre Gérard de Ridefort estaban encerrados juntos en dos salas decoradas con suntuosidad, con muebles del estilo cristiano. Estaban sentados a una pequeña mesa árabe tallada jugando al ajedrez.
Fahkr y Arn entraron y la puerta se cerró con llave tras de sí. Arn los saludó sin exagerada deferencia y señaló que para un templario iba contra la Norma jugar al ajedrez pero que no pensaba molestarlos durante mucho rato. Sólo se trataba de un documento que quería que le firmasen y que ahora entregó a Gérard de Ridefort con una forzada reverencia. Éste, de forma algo inesperada, parecía más bien humillado que furioso por la manera tan poco sumisa de hablar de Arn.
Fingió leer el documento y frunció el ceño como si estuviera reflexionando acerca de su contenido. Luego le preguntó, como era de esperar, qué intención tenia Arn con aquello y formuló la pregunta de modo que la respuesta deseada explicase el texto del que no había entendido nada. Arn tomó entonces de nuevo la hoja de pergamino, leyó el texto en voz alta en el idioma franco y explicó luego rápidamente que todo estaba en orden, puesto que había jurado su servicio a la Orden del Temple por un tiempo limitado, algo que no era para nada inusual.
Finalmente Gérard de Ridefort se enfureció y murmuró algo acerca de que no tenía intención alguna de firmar un documento de ese tipo y que, si el ex Maestre de Jerusalén pretendía desertar, allá él y su conciencia. Hizo un gesto con la mano para hacer que Arn desapareciera de su vista y clavó la mirada en el tablero de ajedrez como si reflexionase con ahínco sobre cuál debía ser su próximo movimiento. El rey Guy no decía nada y se limitaba a pasear la mirada con cara de bobo del Gran Maestre, en su uniforme, a Arn, en sus ropas sarracenas.
Fahkr, que había comprendido la situación, se dirigió hacia la puerta y la golpeó con suavidad. Cuando ésta se abrió, susurró unas palabras y la puerta volvió a cerrarse. Luego se acercó a Arn y le dijo en voz baja, como si pensase que los otros dos de la habitación podían entenderlo, que eso sólo le llevaría unos instantes pero que sería más sutil arreglarlo todo con otro traductor que no fuera Arn.
Saliendo con la suave mano de Fahkr sobre el hombro, Arn se cruzó con un sirio que, por su ropa y su apariencia, era más bien comerciante que militar.
No tuvo que esperar mucho delante de las puertas antes de que saliese Fahkr con el documento firmado y completado con el sello del Gran Maestre. Le entregó la media libertad a Arn con las manos extendidas y haciendo una profunda reverencia.
—¿Qué le dijiste para que cambiara tan rápido de opinión? —preguntó Arn por curiosidad camino de vuelta al palacio del sultán, por donde había aumentado la muchedumbre a causa del tráfico que se dirigía a la misa de la tarde.
—Ah, nada especialmente grave —contestó Fahkr como si hablase de una nimiedad—. Sólo que Saladino apreciaría el favor hacia un templario al que tiene en gran estima. Y que tal vez Saladino se molestaría si no era posible hacerle ese pequeño favor.
Arn podía imaginarse un amplio abanico de maneras de formular una demanda así, pero sospechaba que tal vez Fahkr habría expresado el asunto de forma algo más dura de lo que ahora admitía.
Aquella tarde, poco antes de misa, Saladino regresó a Damasco a la cabeza de uno de sus ejércitos. La gente de la calle lo aclamó durante todo el camino hasta la gran mezquita, pues ahora más que nunca merecía su título de honor de Al-Malik al-Nasir, el rey victorioso.
Diez mil hombres y mujeres rezaron con él al ponerse el sol, eran tantos que no sólo llenaron la enorme mezquita, sino también buena parte del patio de fuera.
Después de la oración cabalgó solo a través del gentío hasta su palacio. A todos sus emires y otros que lo buscaban por diversos asuntos les había dicho que aquella primera noche en Damasco quería estar a solas con su hijo y su hermano, pues llevaba dos meses de campaña y no había tenido ni un momento para estar solo. Todo el mundo se mostró comprensivo y respetó sus deseos.
Mientras saludaba y abrazaba a amigos y hermanos en el palacio, estaba de un humor excelente y parecía estar realmente decidido a abandonar todos los asuntos de estado por una noche. Cuando pareció más sorprendido y por unos instantes un poco molesto fue cuando de repente se encontró cara a cara con Arn.