El Caballero Templario (62 page)

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Authors: Jan Guillou

Saladino constató, satisfecho, que acababa de lograr dos victorias. La primera era que gracias a un hombre sin agallas acababa de serle entregada toda Gaza con sus arcas rebosantes y sin haber disparado una sola flecha. La segunda victoria era que había logrado que Gérard de Ridefort tomase de nuevo el mando sobre los restos del ejército templario. Y un hombre como Gérard servía más a Saladino que incluso a sí mismo.

Los hombres de Saladino se apresuraron a ocupar la ciudad conquistada, pero pronto volvieron a salir algunos de ellos y se acercaron exaltados al sultán con dos caballos que decían que eran Anaza, y caballos así no los tenía Saladino ni siquiera el mismísimo califa de Bagdad.

Saladino dijo alegrarse más de este regalo que de todo el oro que había en las arcas de los templarios dentro del castillo, pero cuando preguntó con inseguridad a quienes lo rodeaban si esos caballos realmente podían ser Anaza, hallados entre templarios, algo que parecía imposible, Arn le respondió que así era, pues una vez él recibió esos dos caballos de Ibrahim ibn Anaza junto con la espada sagrada.

Saladino no dudó entonces en devolver los caballos a Arn.

Tres días más tarde cayó Ascalón. Saladino le perdonó la vida a la población a pesar de no haber entregado voluntariamente la ciudad, pero los hizo subir a bordo de la flota que los esperaba para llevarlos a Alejandría. Puesto que Alejandría tenía unas importantes relaciones comerciales con el otro lado del mar, tanto con Pisa como con Génova, sólo sería cuestión de tiempo que todos los francos de Ascalón estuviesen de nuevo donde les correspondía.

Ahora sólo quedaban Tiro y Jerusalén.

El viernes 27 del mes de Rajab, justo el día en que el Profeta, la paz sea con él, ascendió al séptimo cielo desde la roca de Abraham tras su maravilloso viaje desde La Meca, Saladino hizo su entrada en Jerusalén. Según el cómputo de tiempo de los cristianos, esto sucedió el viernes, 2 de octubre del Año de Gracia de 1187.

Había sido imposible defender la ciudad. El único caballero de cierta importancia que había en ella, aparte de las órdenes de caballeros casi exterminadas, era Balian d'Ibelin. Además de él mismo, sólo contaba con dos caballeros más en la defensa, por lo que había armado caballero a todo hombre con más de dieciséis años. Pero aun así la defensa había carecido de sentido y sólo había prolongado la angustia. Más de diez mil refugiados habían entrado a raudales por la puerta de la ciudad la semana anterior, a la llegada de Saladino. Eso significaba que el suministro de la ciudad tanto de comida como de agua sería a la larga imposible.

No saquearon la ciudad. No mataron a un solo habitante.

Diez mil de los habitantes de la ciudad pudieron pagar por su libertad; diez dinares los hombres, cinco las mujeres y uno los niños. Quienes pagaron por su libertad pudieron llevarse también sus propiedades.

Pero veinte mil de los habitantes de Jerusalén tuvieron que permanecer en la ciudad al no poder pagar. Tampoco pudieron tomar prestado del patriarca Heraclius ni de las dos órdenes de caballeros espirituales que, al igual que Heraclius, prefirieron llevarse sus pesadas cargas de tesoros en lugar de salvar a hermanos y hermanas cristianas de la esclavitud que amenazaba a quienes no eran capaces de comprar su libertad.

Muchos de los emires de Saladino lloraron de desesperación al ver al patriarca Heraclius pagar con satisfacción sus diez dinares para luego llevarse un cargamento de oro que habría bastado para pagar el salvoconducto de la mayor parte de los veinte mil cristianos restantes.

Los hombres de Saladino consideraron su generosidad tan infantil como repugnante la avaricia de Heraclius.

Cuando todos los cristianos que pudieron pagar se dirigieron hacia Tiro escoltados por soldados de Saladino para no ser asaltados por el camino por bandidos y beduinos, Saladino condonó la deuda de las veinte mil personas que se habían visto obligadas a convertirse en esclavos al no poder pagar el rescate ni esperar compasión por parte del patriarca y las órdenes militares.

Como los cristianos habían desaparecido se establecieron en seguida los musulmanes y los judíos. Los santuarios que los cristianos habían llamado Templum Domini y Templum Salomonis fueron purificados con agua de rosas durante varios días, las cruces del punto más alto de las cúpulas fueron arrancadas y arrastradas triunfalmente por las calles limpias de sangre y la media luna fue alzada de nuevo tras ochenta y ocho años sobre Al Aqsa y la mezquita de la Roca.

Se mantuvo cerrada la iglesia del Santo Sepulcro durante tres días bajo fuerte vigilancia mientras se discutía qué hacer con ella. Casi todos los emires de Saladino opinaban que había que demolerla. Saladino les reprendió diciéndoles que la iglesia era sólo un edificio, que el santuario en sí era la cripta que había en la roca bajo la iglesia. Sería un gesto sin importancia demoler el edificio.

Después de tres días logró que prevaleciese su voluntad también en esta cuestión. Se abrió la iglesia del Santo Sepulcro y se entregó a sacerdotes bizantinos y sirios. Y unos hoscos mamelucos quedaron encargados de protegerla contra cualquier intento de profanación.

Una semana más tarde Saladino pudo rezar en el lugar de oración más alejado, el tercer santuario más importante del islam, Al Aqsa. Como era natural, lloró. A nadie le extrañó. Finalmente había cumplido lo que había jurado ante Dios, había liberado la sagrada ciudad de Al Quds.

La conquista de Jerusalén por parte de Saladino, desde el punto de vista comercial fue lo peor de la larga guerra de Palestina. Y en sus tiempos tuvo que soportar tanto risas como burlas por ello.

Pero ante la eternidad hizo algo excepcional, su nombre fue inmortalizado y por todos los tiempos fue el único sarraceno a quien los países francos miraron con auténtico respeto.

Arn no estuvo presente cuando Saladino conquistó Jerusalén. Éste lo eximió de tener que soportar aquella visión, a pesar de haber tomado la ciudad con la benevolencia por la que Arn abogó.

Ahora Arn quería regresar a su hogar, pero Saladino insistió en que se quedara todavía un tiempo. Era una situación curiosa, porque a la vez que Saladino le aseguraba a Arn que sería libre en el mismo momento que él lo decidiese, no ahorró esfuerzos en sus intentos de convencerlo para que siguiese ayudándolo.

Como todo el mundo podía prever, se avecinaba una nueva cruzada. El emperador germano Federico Barbarroja estaba de camino a través de Asia Menor con un ejército enorme. El rey franco, Felipe Augusto, y el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, venían navegando por mar.

Saladino opinaba que en la guerra venidera serían más decisivas las negociaciones que el campo de batalla, pues su experiencia le decía que tantos francos recién llegados de golpe tendrían dificultades para luchar. Arn no podía hacer más que estar de acuerdo con esta predicción. Además, le era difícil contradecir la opinión de Saladino de que nadie era más apropiado como intermediario que Arn, ya que hablaba el idioma de Dios sin problemas y el franco como su propia lengua, y que además tenía la confianza de Saladino y debía gozar de la misma confianza entre los francos tras haber servido durante veinte años como templario en Tierra Santa.

También en esto era difícil llevarle la contraria. Arn quería irse a casa, lo deseaba tanto que le dolían sus últimas heridas a pesar de estar bien curadas. Pero no podía negarse a sí mismo que tenía una gran deuda con Saladino, quien en más de una ocasión le había perdonado la vida. Sin la compasión de Saladino no podría haber regresado nunca a casa, pero le angustiaba tener que participar en una guerra que ya no era la suya.

Sin embargo, Dios se mostró misericordioso con los musulmanes en más de un sentido. El emperador germano Barbarroja se ahogó en un río del camino antes de haber alcanzado siquiera Tierra Santa. Siguieron transportando su cuerpo en un tonel lleno de vinagre pero aun así éste se descompuso y lo enterraron en Antioquia. Fue como si la cruzada germana muriera con él.

Y fue tal y como Arn había pronosticado, tras la apacible derrota de Jerusalén, no llegaron cien mil francos cristianos sino tan sólo diez mil.

Saladino había dejado ir al rey Guy de Lusignan sin siquiera pedir un rescate por él. Ante la nueva cruzada desde los países francos, Saladino opinaba que necesitaría más a un hombre como el rey Guy libre entre los suyos pues le sería de mayor servicio ahí que como prisionero. En eso Saladino tenía razón, el regreso del rey Guy con los suyos llevó a infinitas peleas acerca de la sucesión al trono y a la traición entre los cristianos.

Sin embargo, Saladino cometió un error que lamentaría durante mucho tiempo. Cuando el rey Guy se dirigió al mando de un ejército cristiano desde Tiro costa abajo para intentar recuperar Acre, que había sido la segunda ciudad en importancia después de Jerusalén, Saladino no se tomó en serio esa amenaza. Claro que cuando el rey Guy inició el asedio a Acre, Saladino mandó un ejército que a su vez asediaría a los cristianos que ahora se encontraban atrapados entre los defensores de la ciudad y el ejército de Saladino. Éste pensó que el tiempo, las enfermedades del campamento y la escasez de comida comportarían una cómoda victoria contra el poco temible rey Guy. Si hubiese estado dispuesto a sacrificar muchas vidas, podría haber abatido rápidamente al rey, pero consideró que era innecesario pagar ese precio.

Su larga demora llevó a que primero el rey franco Felipe Augusto y poco después el rey inglés Ricardo Corazón de León pudieran desembarcar y auxiliar a los cristianos asediados a las afueras de Acre. Con ello, Saladino fue atrapado en una guerra innecesariamente dura, justo lo que había procurado evitar.

Como era natural, Arn fue llamado al servicio de Saladino, pues parecía probable que pronto hubiese alguna que otra cosa que negociar. Y al poco tiempo, cuando Saladino hubo reunido lo que él consideraba una cantidad suficiente de los hombres que había enviado a casa a un merecido descanso tras una larga y victoriosa guerra, atacó con arrogancia esperando una rápida victoria.

Pero había cometido varios errores de cálculo. Era cierto que los cruzados francos e ingleses recién llegados estaban tan poco acostumbrados al sol y al calor como Saladino había previsto, pero sobre todo los ingleses no eran para nada inexpertos frente a una caballería en ataque; al contrario, eso era lo que mejor sabían hacer.

Cuando las primeras unidades de caballería sarracena se precipitaron sobre la llanura hacia los asediadores francos, a las afueras de Acre, el cielo sobre los atacantes oscureció sin que al principio lograran comprender por qué. Instantes más tarde, miles de flechas empezaron a caer del cielo cual granizo en una tormenta. Y los pocos que se libraron de ser alcanzados, los jinetes que habían ido los primeros y ahora no se daban cuenta del vacío que quedaba tras ellos, fueron directos a la lluvia de bodoques de ballesta de corto alcance.

Todo terminó en menos tiempo de lo que un caballo tarda en recorrer la distancia de cuatro tiros normales de flecha. La llanura de Acre era un mar de heridos y moribundos, caballos caídos que pataleaban o corrían aterrados de un lado a otro, pisoteando heridos que se tambaleaban, confusos o muertos de miedo.

Entonces atacó Ricardo Corazón de León personalmente, al frente de sus caballeros. Aquélla fue su victoria más rápida.

Arn había visto con una mezcla de horror e interés lo que podían hacer los arcos largos y las ballestas; aquella lección no se borraría nunca de su memoria.

Era hora de empezar a negociar. Lo primero de lo que había que hablar era de establecer una tregua para poder recoger todos los muertos que había en el campo, lo cual beneficiaría a ambas partes con tanto calor como hacía. Se le pidió a Arn que resolviese este asunto él solo, pues iba vestido con el uniforme de templario y, por tanto, podría dirigirse a los ingleses sin riesgo de que le disparasen.

Unos soldados ingleses ebrios de triunfo cuyo idioma no entendía lo llevaron sin demora a ver al rey Ricardo, que para alivio de Arn resultó ser franco y no inglés y hablaba el franco con acento normando.

El rey Ricardo Corazón de León era alto, pelirrojo, tenía los hombros anchos y parecía un rey de verdad, todo lo contrario del rey Guy. Por el tamaño del hacha de guerra que colgaba junto a su silla de montar en el costado derecho era fácil deducir que también debía de poseer una gran fuerza.

Sin embargo, su primera conversación fue breve, pues se trataba sólo de solucionar un asunto simple y evidente como limpiar el campo de batalla. Pidió a Arn que transmitiera que Ricardo Corazón de León quería verse con Saladino en persona, y éste prometió hacerlo.

Al día siguiente, cuando volvió con el recado de Saladino de que en ningún caso habría encuentro entre reyes hasta que llegara el momento de la paz, pero que su hijo, Al Afdal, podría asistir a conversaciones, Ricardo Corazón de León se puso furioso tanto con Saladino como con su negociador y pronto lanzó a Arn acusaciones mordaces de traición y de confraternización con los sarracenos.

Arn respondió que, por desgracia, era prisionero de Saladino y había dado su palabra de honor de no abandonar la misión de ser el portavoz del sultán para Ricardo Corazón de León y el portavoz de éste para Saladino.

Entonces el rey Ricardo se tranquilizó pero murmuró malhumorado algo acerca de las palabras de honor dadas a personas no cristianas.

Cuando Arn regresó con ese mensaje, Saladino se echó a reír por primera vez en mucho tiempo y dijo que palabra de honor sólo significaba que había un honor sobre el que jurar y eso era todo. Al liberar a Guy sin pedir rescate le había exigido que a cambio abandonase Tierra Santa y no volviese jamás a alzar una arma contra un fiel. Claro que el rey Guy lo había jurado sobre su Biblia y su honor y ante Dios y varios santos. E igual de claro estaba que, tal y como había calculado e incluso deseado Saladino, rompió de inmediato su juramento y volvió a serle útil desuniendo a los cristianos.

Pero el asedio de Saladino a los cristianos de las afueras de Acre ya no iba tan bien ahora que la flota inglesa podía aislar Acre de todo abastecimiento por vía marítima. Pronto la hambruna, con la que Saladino había contado, asoló a los suyos dentro de Acre con más dureza que a los asediadores cristianos que rodeaban los muros de la ciudad. Y estaba más que demostrado que nuevos ataques de caballería en campo abierto contra los arcos largos ingleses no era una buena idea.

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