Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
En Arnäs no tenía nada que buscar, ya que allí era señora su hermana Katarina y puesto que había sido culpa de Katarina que Cecilia Rosa recibiera una penitencia de veinte años en convento, un encuentro entre ambas no resultaría demasiado feliz.
Podría viajar hasta Näs, en Visingsö, y quedarse como invitada de Cecilia Blanka y seguro que también sería invitada a pasar una temporada en Ulfshem con Ulvhilde. Pero una cosa era ir de invitada a casa de unas amigas cuando podía devolverles la invitación y otra muy distinta era ir sin tener un hogar propio.
Presa de un repentino ataque, se arrancó la toca que durante veinte años se había acostumbrado a llevar en la cabeza hasta el punto de sentirse casi calva. Se sacudió el pelo y lo desenredó con los dedos durante un rato de modo que la melena colgaba libre. Según las normas, su pelo era demasiado largo, pero Cecilia Rosa había logrado escabullirse de los dos últimos cortes de pelo anuales.
Se inclinó intentando verse a sí misma reflejada en el agua. Pero ya había empezado a oscurecer y sólo podía imaginar su cara y su cabello rojo, y estaba segura de que lo que veía era más un recuerdo de sí misma de joven que su aspecto actual. En Riseberga no había espejos, como tampoco los había en ningún otro convento de monjas.
Movió patosa las manos sobre su cuerpo, tal y como tenía derecho a hacer una mujer libre, e incluso intentó tocarse los pechos y las caderas ahora que eso ya no representaba un atentado contra las normas. Pero el roce no le dijo demasiado. Tenía treinta y siete años y era libre pero sin ser libre, eso era lo único que tenía por seguro.
Pensándolo mejor, también la libertad estaba rodeada por empalizadas y muros. Birger Brosa había decidido que Cecilia seguiría como yconoma en Riseberga durante todo el tiempo que ella quisiera y al decirlo había sonado como una cortesía insignificante. Pero ahora, cuando en su primera hora de libertad intentaba analizar a fondo lo que significaba esa cortesía, le parecía más bien como si simplemente tuviese que seguir trabajando al igual que había hecho durante esos últimos años.
Bueno, no del todo igual. Decidió que ya no haría falta que se cubriera la cabeza del mismo modo y que ya no tendría que cantar ni laudes ni maitines ni participar en las completas. De ese modo, le sobraría un tiempo valioso para el trabajo. Y a partir de ahora podría viajar ella misma a los mercados y hacer las compras, algo que de repente le pareció como el mayor de los cambios. Tenía derecho a estar con otras personas y podía hablar con quien quisiera, ya no estaba marcada por el pecado y la condena.
Lo que más le apetecía era viajar a Bjälbo para ver a su hijo Magnus. Pero ése era un encuentro que deseaba tanto como temía.
Según lo veían muchas personas, y sobre todo desde el punto de vista de la Iglesia, Magnus era fruto del pecado y la vergüenza. Birger Brosa se lo había arrebatado siendo un recién nacido, lo había llevado para la concesión de linaje en un concilio y luego lo había educado como si fuera uno de sus hijos y de la señora Brigida. De niño, Magnus había creído ser hijo de Birger Brosa. Pero demasiadas lenguas chismosas sabían lo de la concesión del linaje y el chismorreo había llegado a los propios oídos de Magnus, primero en forma de comentarios furtivos y luego de alguien que, preso de ira, había hablado con menos sutileza.
Magnus había empezado a sospechar la verdad al hallarse justo antes de convertirse en un hombre y entonces había ido a ver a Birger Brosa a solas y había exigido saber la verdad. Birger Brosa no tuvo otro remedio que contárselo todo. Posteriormente, Magnus pasó un tiempo solitario y hosco sin pronunciar apenas palabra, como si toda la seguridad de su vida siendo hijo del canciller se hubiera hecho añicos. Birger Brosa decidió no molestar al chico durante ese tiempo, pues pensó que pronto cambiaría su actitud en cuanto la curiosidad venciese a la decepción.
Y así fue. Después de un tiempo fue a buscar a su padrastro y empezó a hacer las primeras preguntas acerca de quién era Arn Magnusson. Según le había relatado Birger Brosa a Cecilia, era posible que hubiese exagerado un poco al describir a Arn como el mejor espadachín jamás visto en Götaland Occidental y con total seguridad un arquero con el que pocos hombres podían compararse. Esto no era del todo falso, se disculpó Birger Brosa. Todavía seguía vivo el recuerdo de cómo el joven Arn, poco más que un niño, había vencido al enorme luchador de casa Sverker, Emund Ulfsbane, en el concilio de todos los godos en Axevalla. Había sido como la historia de las Escrituras acerca de David y Goliat, aunque no del todo, pues Arn se había mostrado mucho mejor con la espada que Emund, que había perdido la mano en lugar de la vida porque el joven Arn se la había perdonado.
Cuando Magnus se sintió libre de preguntar a los parientes mayores acerca de este suceso se encontró como era de esperar con muchos que habían estado presentes o sólo creían haber estado presentes en Axevalla pero aun así podían adornar la historia hasta el extremo.
El joven Magnus había demostrado desde la más tierna infancia ser mucho mejor arquero que otros niños, lo cual atribuía a que su padre era un arquero insuperable, y empezó a practicar el tiro mucho más de lo necesario, incluso descuidando otras partes de su educación. También había ido a ver a Birger Brosa y había decidido que si su padre no regresaba vivo de Tierra Santa no tomaría el nombre Birgersson, de Birger Brosa, ni tampoco Arnsson, hijo de Arn. Quería llamarse Magnus Månesköld, Escudo de Luna, y él mismo había dibujado una pequeña media luna de plata en su escudo encima del león de los Folkung.
Birger Brosa opinaba que, dado que ya había pasado tanto tiempo, sería mejor que madre e hijo no se vieran hasta que finalizara el tiempo de penitencia de Cecilia Rosa. Sería mejor para el niño ver a su madre como una mujer libre que no como una sierva de convento que todavía tenía que cumplir penitencia. Cecilia no había puesto objeciones a esa propuesta. Pero ahora que había llegado el momento en que era libre y no una sierva penitente, temía este encuentro más de lo que jamás podría haber imaginado. Empezaba a preocuparse por cosas que antes ni siquiera se le habían pasado por la cabeza, si era vieja y fea o por si sus ropas eran demasiado sencillas. Si el joven Magnus tenía sueños así de grandeza acerca de su padre, tanto mayor sería el peligro de que se llevara una decepción al ver a su madre.
Cuando las otras mujeres de Riseberga, seis monjas, tres novicias y ocho conversae, fueron a las completas aquella noche, Cecilia Rosa se retiró a su cámara de contabilidad. Empezaba la primera hora de libertad trabajando.
Aquel otoño, Cecilia Rosa equipó una caravana que ella misma dirigiría hasta Gudhem para comprar todo tipo de plantas útiles y hermosas que sólo podían viajar en otoño sin morir en el camino y también muchas otras cosas necesarias para coser y teñir las telas. A diferencia de Gudhem, en Riseberga el cultivo de las plantas y la confección de ropas eran incipientes. Puesto que Cecilia Rosa iba a llevar una buena cantidad de plata para los pagos, Birger Brosa organizó una escolta de jinetes armados hasta llegar al lago de Vättern, luego unos marineros noruegos al cruzar el agua, y finalmente jinetes de los Folkung entre el Vättern y Gudhem.
Cecilia montaba sola. Había sido una buena jinete a la edad de diecisiete años, por lo que no tardó mucho en recuperar su antigua habilidad sobre el caballo, aunque sintió algún que otro dolor en el cuerpo.
Al acercarse a Gudhem cabalgando a la cabeza de la caravana donde insistía en ir, pues ella era yconoma y acostumbraba a mandar, mientras que los hombres armados eran sólo su séquito, se sorprendió por la mezcla de sentimientos que había en su cabeza. Gudhem estaba situado en un lugar muy hermoso y era agradable de contemplar ya desde la distancia. A estas alturas de mediados de otoño todavía florecían algunas de las rosas a lo largo de los muros, de esas que ahora intentaría comprar, entre otras muchas cosas, para embellecer Riseberga.
No había odiado tanto ningún otro lugar en el mundo como Gudhem, eso era sin duda alguna cierto. Pero qué diferencia tan notable había al acercarse ahora a este reino de la madre Rikissa siendo una mujer libre en lugar de una que obedecía sus órdenes.
Cecilia Rosa se había autoconvencido de que sólo acudiría allí en viaje de negocios y por el bien de Riseberga. Así que no había razón alguna para buscar riña con la madre Rikissa ni intentar demostrarle de forma especial que su poder había sido destruido. En el último tramo del camino de grava que llevaba a Gudhem, Cecilia Rosa fantaseó con que se comportaría con Rikissa como si fueran dos iguales, la abadesa de Gudhem y la yconoma de Riseberga, que iban a hacer negocios con sentido común y nada más. Pero se sonrió al pensar en el poco sentido común que tenía la madre Rikissa en lo referente a los negocios.
Pero todas sus esperanzas acerca del encuentro se quedaron en nada. La madre Rikissa agonizaba y habían llamado a un tal obispo Örjan de Växsjö a su lecho de muerte para recibir la confesión de la madre Rikissa y darle la extremaunción.
Cuando le comunicaron la noticia, Cecilia Rosa pensó primero en abandonar Gudhem, pero puesto que el viaje era largo y complicado y la vida tanto en Gudhem como en Riseberga tendría que seguir por mucho tiempo después de que quienes ahora vivían allí hubieran muerto, cambió de opinión y se alojó en el hospitium, donde ella y su compañía de viaje fueron recibidos como unos viajantes cualesquiera.
Temprano, aquella misma noche, fue a buscarla aquel obispo para ella desconocido y le pidió que lo acompañara a la clausura para visitar a la madre Rikissa por última vez. Había sido la propia madre Rikissa la que había solicitado ese último favor de Cecilia Rosa.
Naturalmente era imposible siquiera pensar en negarle a un moribundo un último deseo en la vida cuando era tan fácil de cumplir. Cecilia Rosa accedió, aunque reacia, a acompañar al obispo Örjan al lecho de muerte de la abadesa. Su aversión no se refería a la muerte en sí, ya que la había visto de cerca muchas veces en el convento, adonde iban muchas señoras en su vejez para vivir sus últimos días y luego morir; su aversión se refería a las cosas que temía sentir en su corazón ante la muerte de la madre Rikissa. Sentir triunfo ante la muerte del prójimo sería un pecado de difícil perdón. ¿Pero qué otros sentimientos podían esperarse ante un demonio como aquél?
Acompañado por el obispo, lamentándose y rezando a su lado, Cecilia Rosa entró en la habitación más interior y privada de la madre Rikissa. La abadesa yacía cubierta por mantas estiradas hasta la barbilla y una vela ardiendo a cada lado de la cama. Estaba muy pálida, como si la muerte ya agarrara su corazón con su fría mano esquelética. Tenía los ojos medio cerrados.
Cecilia Rosa y el obispo cayeron de inmediato de rodillas y rezaron lo obligado. Al terminar de rezar, los ojos de la madre Rikissa se abrieron un poco y de repente sacó una mano de debajo de la manta y agarró a Cecilia Rosa por la nuca con una fuerza que para nada era propia de una moribunda.
—Cecilia Rosa, Dios te ha llamado en este momento para que tengas tiempo de perdonarme —susurró y su fuerte presión en el cuello de Cecilia Rosa se aligeró un poco.
Por un breve instante, Cecilia Rosa sintió el gélido temor que siempre había relacionado con aquella malvada mujer. Pero luego se hizo a la situación y retiró sin dureza exagerada la mano de la madre Rikissa de su nuca.
—¿Qué es lo que queréis que os perdone, madre? —preguntó con el tono de voz más neutro que pudo adoptar.
—Mis pecados y ante todo mis pecados hacia ti —dijo la madre Rikissa como si de repente hubiese perdido gran parte de su sorprendente fuerza.
—¿Como cuando me flagelasteis por pecados que sabíais que no había cometido? ¿Lo habéis confesado? —preguntó Cecilia con frialdad.
—Sí, he confesado esos pecados ante el obispo Örjan, que está sentado a tu lado —contestó la madre Rikissa.
—¿Como cuando intentasteis matarme teniéndome en carcer durante el invierno con tan sólo una manta? ¿Habéis confesado eso también? —siguió preguntando Cecilia Rosa.
—Sí, he confesado… eso también —respondió la madre Rikissa, pero a Cecilia Rosa no se le escapó cómo entonces el obispo Örjan, que seguía arrodillado a su lado, hizo un gesto de preocupación. Miró rápidamente hacia él y no se le escapó su sorpresa.
—¿No me estaréis mintiendo aquí en vuestro propio lecho de muerte y después de haber recibido la extremaunción, verdad, madre Rikissa? —preguntó Cecilia Rosa con suavidad en la voz pero dura como el hierro en su interior. En los ojos enrojecidos de la abadesa pudo ver de nuevo las alargadas pupilas de la serpiente.
—He confesado todo lo que me has preguntado, ahora quiero tu perdón y tus plegarias ante mi largo viaje, pues mis pecados no son pocos —susurró la madre Rikissa.
—¿Habéis confesado que también intentasteis matar a Cecilia Blanka con carcer durante los difíciles meses de invierno? —siguió preguntando Cecilia Rosa, implacable.
—Me estás torturando… muestra compasión en mi lecho de muerte —jadeó la madre Rikissa pero de un modo que Cecilia tuvo la impresión de que todo era un engaño.
—¿Habéis confesado o no que intentasteis quitarnos la vida a mí y a Cecilia Blanka con carcer? —continuó preguntando Cecilia Rosa, pues no tenía ninguna intención de ceder—. Yo, una pobre pecadora, no puedo perdonar pecados así si no sé que ya han sido confesados, ¿verdad que lo comprendéis, reverenda madre?
—Sí, le he confesado esos severos pecados al obispo Örjan —respondió entonces la madre Rikissa, pero esta vez sin jadear ni susurrar sino más bien con algo de impaciencia en la voz.
—Entonces estáis perdida, madre Rikissa —dijo Cecilia Rosa con frialdad—. O bien me estáis mintiendo ahora a mí, cuando decís que le habéis confesado eso al obispo Örjan, y naturalmente entonces no puedo perdonaros, o bien es verdad que habéis confesado esos pecados mortales, pues es un pecado mortal intentar quitarle la vida a un cristiano, y todavía peor si vos estáis al servicio de la Madre de Dios. Y si habéis confesado vuestros pecados mortales, entonces el obispo Örjan no puede haberos perdonado. ¿Y quién soy yo, entonces, durante tantos años una pobre y pecadora penitente bajo vuestro látigo, para perdonar lo que el obispo y Dios no pueden perdonar?
Cecilia Rosa se puso rápidamente de pie con sus últimas palabras como si hubiese sospechado lo que iba a suceder. La madre Rikissa se retorció con violencia en la cama, alargando de nuevo las manos hacia Cecilia Rosa, como si intentara agarrarla del cuello. Al hacerlo, cayó la manta que la cubría y un horrible hedor se esparció por la habitación.