El Caballero Templario (44 page)

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Authors: Jan Guillou

Pero entre los guerreros de aquellos tiempos, Saladino se esmeraba más que otros en obtener información acerca del enemigo. Tenía espías en todas partes de Outremer y no se le escapaba nada que se refiriese al poder en Antioquia, Trípoli o Jerusalén.

Por eso sabía que debía pedir una buena recompensa para liberar a Balduino d'Ibelin. Exigió la vertiginosa cantidad de ciento cincuenta mil besantes de oro, el rescate más elevado que ninguno de los bandos había pedido jamás en los casi cien años de guerra.

Lo que Saladino sabía y lo que decidió su precio fue que con toda probabilidad Balduino d'Ibelin sería el próximo rey de Jerusalén. El leproso rey Balduino IV tenía los días contados y el rey Balduino ya había fracasado una vez en intentar arreglar la sucesión de la corona al casar a su hermana Sibylla con William Longsword. Ese tal Longsword había muerto pronto por algo que seguramente era una de las enfermedades vergonzosas que estaba causando estragos en la corte de Jerusalén, aunque lo llamaron pulmonía.

Tras la muerte de William Longsword, Sibylla dio a luz un hijo al que llamó como a su hermano, Balduino. Pero estaba enamorada de Balduino d'Ibelin y el rey no tenía nada en contra de dicha alianza. La familia d'Ibelin era de las más respetadas de la clase terrateniente de Outremer y, dado que estos barones solían mirar con gran recelo a la corte de Jerusalén, su vida desenfrenada y todos los aventureros recién llegados buscando fortuna, el matrimonio entre Sibylla y Balduino d'Ibelin fortalecería la posición de la corte y reduciría las reticencias hacia los terratenientes seculares en Tierra Santa.

Para desgracia de Balduino, Saladino estaba totalmente al corriente de eso. Luego podía reivindicar que a la práctica tenía un rey en cautiverio, cosa que hizo, pues exigió el rescate de un rey.

Pero ciento cincuenta mil besantes de oro eran más de lo que toda la familia d'Ibelin tenía en propiedades, y un préstamo así sólo podían hacerlo los templarios. Sin embargo, los templarios eran estrictos en los negocios y veían pocas posibilidades de lograr algún beneficio por cuenta propia con el desembolso de esa enorme cantidad.

En esta parte del mundo había sólo un hombre capaz de presentar una fortuna así y ése era el emperador Manuel de Constantinopla.

Balduino d'Ibelin le pidió la libertad a Saladino a cambio de que jurase sobre su honor que, o bien reuniría la cantidad tomando dinero prestado, o bien regresaría al cautiverio. Saladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la palabra de un respetado caballero, accedió a la propuesta y Balduino d'Ibelin viajó a Constantinopla para intentar que el emperador bizantino le prestase el dinero.

El emperador Manuel también veía al próximo rey de Jerusalén en Balduino d'Ibelin y pensó que sería muy apropiado ejercer cierto dominio sobre el futuro rey de Jerusalén durante el resto de su vida. Por eso le prestó a Balduino todo el oro necesario, y éste viajó hacia Outremer, pagó a Saladino y pudo regresar a Jerusalén para anunciar la buena nueva de su libertad y retomar el amor con Sybilla en el punto donde lo habían dejado.

Pero una cosa con lo que ni el emperador Manuel, ni Saladino ni el mismo Balduino d'Ibelin habían contado era con las mujeres de la corte de Jerusalén y su postura hacia los hombres con grandes deudas. La madre del rey y de Sybilla, Agnes de Courtenay, la constante conspiradora, había hecho ver a su hija sin demasiados problemas lo absurdo de un enamoramiento que comportaba una deuda de ciento cincuenta mil besantes de oro.

Uno de los muchos amantes de Agnes de Courtenay era un cruzado que nunca había intercambiado un golpe de espadas con el enemigo, sino que había preferido las conquistas en la cama. Su nombre era Amalrik de Lusignan y aunque no fuera un guerrero no tardó mucho en ver las posibilidades que tenía la corte en el juego por el poder. Empezó a hablarle bien a Agnes acerca de su hermano más joven, Guy, que era un hombre hermoso y con bastante experiencia como amante.

Y así fue que mientras Balduino d'Ibelin fue a ver al emperador Manuel a Constantinopla, Amalrik de Lusignan se dirigió al reino franco a buscar a su hermano Guy.

Cuando Balduino d'Ibelin, tras muchos ajetreos, volvió a Jerusalén descubrió que el amor de Sibylla se había enfriado bastante, pues ella y el recién llegado Guy de Lusignan ya pasaban las noches juntos.

La diferencia entre tener a Guy de Lusignan o a Balduino d'Ibelin de rey de Jerusalén era como entre la oscuridad y la luz, como el fuego y el agua. Sin saberlo, el propio Saladino había logrado acortar el camino hacia su victoria final. En ese preciso momento él no podía comprenderlo, pero tampoco lo comprendía nadie más.

Para los templarios, la derrota de Marj Ayyoun también fue de gran importancia, pues el Gran Maestre Odo de Saint Amand fue uno de los que sobrevivieron y fueron capturados tras la batalla. En circunstancias normales se les cortaba de inmediato la cabeza a todos los sanjuanistas y templarios cuando eran capturados. Su Norma prohibía que fuesen rescatados y por eso, como prisioneros, carecían de valor. Además, eran los mejores guerreros de entre los cristianos y por eso desde el punto de vista de Saladino era mejor decapitarlos que cambiarlos por prisioneros sarracenos, lo que era la segunda opción después del pago de un rescate.

Pero Saladino opinaba que las cosas eran diferentes con un Gran Maestre. El Gran Maestre tanto de los sanjuanistas como de los templarios tenía todo el poder en sus manos; lo que ellos decidían debía ser obedecido por todos los hermanos de la orden sin ser puesto en duda. Tal vez un Gran Maestre podía resultar valioso si se conseguía que colaborase.

Pero Saladino no llegó a ninguna parte con Odo de Saint Amand. El Gran Maestre seguía refiriéndose a la Norma que prohibía el pago de rescate por templarios, ya fuesen sargentos, comendadores o grandes Maestres. Además, consideraba que dejar que lo intercambiasen por una cantidad de sarracenos era intentar esquivar la Norma y, por tanto, pecaminoso y despreciable. Así fue cómo el cautiverio de Odo de Saint Amand en Damasco fue corto. Murió, no se sabe cómo, en menos de un año.

Estaba bastante claro que el nuevo Gran Maestre de los templarios sería Amoldo de Torroja, que había ocupado el alto cargo de Maestre de Jerusalén.

Puesto que el poder en Tierra Santa estaba repartido entre la corte de Jerusalén, las dos órdenes de guerreros espirituales y los barones y terratenientes, era muy importante conocer a quien se convertiría en Gran Maestre y qué tal era éste como guerrero, líder espiritual y negociador. Todavía más relevante era si pertenecía a los cristianos que opinaban que había que matar a todos los sarracenos, o a aquellos pensaban que el poder cristiano de Tierra Santa se hundiría si se optaba por una línea tan aberrante.

Amoldo de Torroja había hecho una larga carrera en la orden de los templarios en Aragón y en Provenza antes de llegar a Tierra Santa. Era mucho más comerciante y hombre de poder que su antecesor guerrero Odo de Saint Amand.

Si se analizaban los cambios de poder que estaban en ciernes desde el punto de vista de Saladino, el poder real de Jerusalén iba camino de acabar en manos de un aventurero ignorante que apenas representaría una amenaza en el campo de batalla, y la poderosa orden de los templarios tendría en Amoldo de Torroja un dirigente más conciliador y negociador que su predecesor, un hombre similar al conde Raimundo de Trípoli.

Para Arn de Gothia, señor de Gaza, el ascenso de Amoldo de Torroja a Gran Maestre tuvo un efecto más inmediato; Arn fue llamado a Jerusalén para ocupar sin demora el cargo de Maestre de Jerusalén.

Para los dos monjes cistercienses, el padre Louis y el hermano Pietro, que en estos tiempos llegaron al centro del mundo como enviados especiales del Santo Padre de Roma, el encuentro con Jerusalén fue una mezcla de intensa decepción con buenas sorpresas, pues casi nada era tal y como lo habían esperado.

Al igual que todos los francos recién llegados, terrenales o espirituales, se habían imaginado la ciudad de las ciudades como un lugar maravilloso y pacífico con calles de oro y mármol blanco. Y lo que encontraron fue un indescriptible barullo de aglomeraciones y lenguajes cacofónicos y calles estrechas llenas de desperdicios. Como todos los cistercienses, se imaginaban a su organización militar hermana de templarios como un montón de bestias ignorantes que apenas eran capaces de pronunciar el Pater Noster en latín. En primer lugar se encontraron con el Maestre dé Jerusalén que, con toda naturalidad, se dirigió a ellos en latín, y casi de inmediato se enzarzaron con él en un interesante debate acerca de Aristóteles mientras esperaban al Gran Maestre, que ante todo era a quien habían ido a ver.

Los aposentos del Maestre de Jerusalén recordaban mucho a un monasterio cisterciense. En ellos no había ni rastro de todo lo mundanal y ostentoso y a veces depravado que habían podido divisar en otros lugares de la parte templaría de la ciudad. En su lugar, tenían una galería abovedada con vistas sobre la ciudad que era como una parte del claustro de cualquier monasterio cisterciense, y todas las paredes eran blancas y sin imágenes pecaminosas. Su anfitrión les sirvió una comida muy sabrosa a pesar de que en ella no hubiera carne procedente de animales cuadrúpedos y otras cosas que los cistercienses no debían comer.

El padre Louis era un hombre perspicaz, educado desde muy joven por los mejores profesores de los cistercienses en Cíteaux, y desde hacía años era el enviado de la orden de los cistercienses con el Santo Padre. Por eso se sentía especialmente sorprendido de que lo poco que había oído acerca de ese tal Maestre de Jerusalén, un título cuya presuntuosidad le resultaba muy grotesca al padre Louis, concordara tan poco con lo que le parecía observar. Le habían dicho que Arn de Gothia era un guerrero con una gran reputación, el vencedor de la batalla de Mont Gisard, en la que los templarios vencieron al mismísimo Saladino a pesar de hallarse en gran inferioridad numérica. Tal vez por eso esperaba encontrar un equivalente moderno del caudillo romano Belisarius o, en cualquier caso, a un militar que prácticamente no hablara de otra cosa que no fuese la guerra. Pero a no ser por las numerosas cicatrices blancas en la cara y en las manos de Arn de Gothia, la suave mirada y el tono de voz conciliador llevarían al padre Louis a pensar más bien en un hermano de Cíteaux. No pudo evitar indagar un poco y le pareció comprender al menos una parte de la historia al oír que ese templario se había criado en un monasterio.

Yentonces fue como ver hecho realidad el sueño que una vez tuvo el venerado san Bernardo acerca del guerrero que al mismo tiempo era monje. Nunca antes el padre Louis había conocido a nadie así.

Tampoco pudo evitar notar que su anfitrión sólo comía pan y sólo bebía agua, a pesar de todas las otras bebidas que se hallaban sobre la mesa para el disfrute de los invitados, por lo que dedujo que el templario hacía penitencia por algún motivo. Pero por mucho que el padre Louis quisiera preguntar acerca de ese asunto, no resultaba en absoluto apropiado en esta primera reunión. Él era el enviado del Santo Padre y traía consigo una bula que seguramente no sería muy bien recibida. Además, esos templarios eran conocidos por su orgullo. Era probable que el Gran Maestre, con quien pronto se encontrarían, se viese a sí mismo como el segundo de rango más alto después del Sagrado Padre.

Yentonces aquel a quien llamaban Maestre de Jerusalén no podía ser menos que un arzobispo. Se podía temer, y con razón, que hombres así no viesen en un abad a un superior. Tampoco se podía esperar que comprendiesen el rango que tenía el abad que trabajaba directamente bajo las órdenes del Santo Padre y que era su consejero y enviado.

Cuando llegó al fin el mismísimo Gran Maestre a la reunión, todos los restos de la comida habían sido retirados y estaban manteniendo una agradable conversación acerca de la división del filósofo del saber, del conocer y de la fe y de las ideas como algo que siempre eran realizadas en objetos y que no se podían hallar en exclusivo en las esferas más altas y puras. El padre Louis jamás había imaginado mantener una conversación de este tipo con un templario.

Amoldo de Torroja excusó su demora con motivo de haber sido llamado a ver al rey de Jerusalén; además, debía regresar junto con Arn de Gothia para volver a ver al rey dentro de un rato. Sin embargo, no quería dejar pasar toda una primera noche sin ver a los invitados cistercienses y conocer su misión. La primera impresión del padre Louis fue que el Gran Maestre era un hombre que bien podría haber encontrado entre los embajadores del emperador en Roma, un perfecto diplomático y negociador. Por tanto, tampoco él era un Belisarius burdo y romano.

Sin embargo, resultaba algo espinoso ir al grano con el delicado asunto, pensó el padre Louis. Pero sus anfitriones no le dieron opción, no sería oportuno limitarse a charlar un rato en la primera reunión para luego volver al día siguiente con duros decretos.

Por tanto, explicó el asunto directamente y sin rodeos y sus dos anfitriones lo escucharon atentamente, sin interrumpir y sin un solo gesto que revelase lo que pensaban.

El arzobispo William de Tiro había viajado desde Tierra Santa al tercer concilio laterano de Roma y había expuesto serias quejas tanto acerca de los templarios como de los sanjuanistas.

La cosa era que, según el arzobispo William, en algunos aspectos los templarios obstaculizaban constantemente la labor de la sagrada Iglesia de Roma. Si alguien era excomulgado en Tierra Santa, podía ser enterrado con los templarios. Y antes de eso podía incluso entrar en su orden. Si un arzobispo ponía interdicto a todo un pueblo de modo que se les retiraba el cuidado de la iglesia a todos los pecadores del pueblo en conjunto, entonces los templarios enviaban a sus propios curas a encargarse de todo servicio eclesiástico. Todas estas malas costumbres, que en gran parte llevaban a que el poder de la Iglesia pareciese débil o incluso ridículo, se debían a que precisamente los templarios no obedeciesen los mandatos de ningún obispo y, por tanto, no podían ellos mismos ser excomulgados y ni siquiera castigados por el patriarca de Jerusalén. Lo que además agravaba el asunto era que tanto los templarios como los sanjuanistas cobrasen por esos servicios. Por eso, el tercer concilio laterano y el Santo Padre Alejandro III habían decidido que todos estos negocios debían cesar de inmediato. Sin embargo, no prestaron atención a las propuestas del arzobispo William de imponer diferentes castigos a las dos órdenes castrenses por estos crímenes contra la supremacía de la Iglesia sobre todas las personas en la tierra.

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