El Caballero Templario (20 page)

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Authors: Jan Guillou

—¿Seguirás rezando por Arn hasta que llegue ese día? —preguntó Cecilia Blanka apretando con más fuerza la mano de su amiga—. Te prometo que rezaré por lo mismo y tal vez, juntas, si persistimos, lograremos conmover a la Santa Madre de Dios.

—Sí, tal vez lo logremos. Porque es bien sabido que la Virgen muchas veces se ha dejado conmover por plegarias de amor cuando son lo bastante persistentes. Conozco una historia que es muy hermosa.

—¿Y si te pregunto lo mismo que me has preguntado a mí? ¿De verdad amas a Arn Magnusson? No es sólo tu pasarela sobre esta tumba que se llama Gudhem, ¿lo amas como amas a Nuestra Señora o como aman en los cuentos?

—Sí, así es —contestó Cecilia Rosa—, Lo amo tanto que por eso temo el pecado de amar más a un hombre que a Dios, lo amaré eternamente, y cuando estos malditos veinte años pasen, seguiré amándolo.

—Te envidio de un modo que no puedes comprender —contestó Cecilia Blanka al cabo de un rato girándose bruscamente en la cama y abrazó con fuerza a su amiga.

Permanecieron así tumbadas durante un rato, mientras las lágrimas llegaban a las dos. Fueron interrumpidas por la necesidad que puede interrumpir cualquier cosa tras un banquete, Cecilia Blanka tuvo que levantarse y hacer aguas en la vasija de madera que con toda consideración habían colocado debajo de la cama.

—Debo preguntarte dos cosas que sólo pueden preguntarse a alguien que es la amiga más querida —dijo Cecilia Blanka, retomando la conversación al volver a acurrucarse debajo de las pieles de cordero—. ¿Cómo es tener un hijo pero sin tener un hijo? ¿Y es tan malo como dicen el dar a luz a un niño?

—No es poco lo que preguntas —contestó Cecilia Rosa con una débil sonrisa—. Tener un hijo que es mío, que se llama Magnus y está siendo criado con Birger Brosa y con Brígida como madre, es tan difícil que debo obligarme a no pensar en él más que en mis oraciones. ¡Era tan pequeño y tan hermoso! El no poder estar con él es una desgracia mayor que mi cautiverio bajo la madre Rikissa. Pero en esa desgracia también hay felicidad por que pueda ser criado con un hombre tan bueno como el tío de Arn. ¿Te parece una locura, algo difícil de comprender?

—Para nada, creo que es exactamente tal como dices. ¿Pero cómo fue dar a luz?

—¿Ya empiezas a preocuparte por eso? ¿No es un poco pronto?, ¡y más ahora, que tenemos un guardia plantado delante de nuestra puerta!

—No ridiculices este asunto. Sí, estoy preocupada, no creo que logre salvarme con unos pocos hijos. ¿Cómo es?

—¡Yo qué sé! Yo sólo he tenido uno. ¿Quieres saber si duele? Sí, duele mucho. ¿Quieres saber si te sientes feliz cuando todo ha pasado? Sí, te sientes feliz cuando todo ha pasado. ¿Te ha dicho ahora una mujer experimentada algo que no sabías ya?

—¿Me pregunto si duele menos cuando se ama al hombre que es el padre de tu hijo? —dijo Cecilia Blanka al cabo de un rato, medio en serio medio en broma.

—Sí, estoy segura de ello —contestó Cecilia Rosa.

—Pues entonces más me vale que despabile y empiece a amar pronto a nuestro rey —suspiró Cecilia Blanka de forma burlona.

Se echaron a reír y su risa tuvo un efecto purificador y liberador y se enredaron en la cama de modo que yacieron acurrucadas casi como aquella noche en que una Cecilia Blanka volvió congelada del
carcer
. Y tal como estaban ahí tumbadas empezaron a pensar las dos en aquella noche.

—Pienso y siempre pensaré que me salvaste la vida aquella noche. Estaba helada hasta los huesos y sentía mi vida como la última llama azul justo antes de que se apaguen las últimas brasas de la hoguera —susurró Cecilia Blanka al oído de su amiga.

—Tu llama es mucho más fuerte que eso —contestó Cecilia Rosa, somnolienta.

Se durmieron pero volvieron a despertarse a la hora de laudes. Se levantaron las dos adormiladas y empezaron a vestirse antes de comprender que estaban en el
hospitium
, donde todavía se podían oír el vocerío debajo de ellas.

Al volver a acurrucarse bajo las pieles estaban despejadas y les era imposible volver a dormirse. Pero la vela se había agotado y todo era negra oscuridad a las afueras del hueco de la ventana.

Retomaron la conversación donde la habían dejado, acerca de la amistad eterna y del amor eterno.

V

C
uando Saladino llegó a Gaza no se dejó engañar por ninguna de las tretas de los defensores. Llevaba mucho tiempo en guerra, había asediado muchas ciudades y defendido otras tantas del asedio como para creerse lo que vio a primera vista. Ahora mismo la ciudad de Gaza tenía aspecto de ser fácil de tomar, como si sólo fuese cuestión de entrar cabalgando, como si la ciudad se hubiese rendido y se entregase voluntariamente. Pero sobre el portón abierto de par en par y el puente levadizo bajado sobre el foso ondeaban en la torre la bandera negra y blanca de los templarios y el estandarte con la madre de Jesucristo, al que veneraban como si de un dios se tratara. Era en aquellas banderas en lo que uno debía pensar primero, no en lo que el enemigo quería que uno viese. Era una idea casi ridicula el pensar que los templarios se rindiesen sin luchar, y casi un insulto el que sus mandos pensasen que podrían salirse con la suya con un truco tan sencillo.

Saladino espantaba irritado a los emires que se le acercaron a caballo para proponer un disparatado ataque relámpago tras otro. Persistió en sus órdenes. Se haría lo que estaba decidido y no cambiarían de idea por el simple hecho de que el portón estuviese abierto ni porque tan sólo se viesen unas dispersas hileras de defensores entre las que ni siquiera se encontraban los mismos caballeros templarios vestidos de blanco.

Arn estaba arriba sobre el muro, junto a su maestro de armas Guido de Faramond y su confaloniero Armand, observando en tensión la llegada del ejército enemigo. En la ciudad que tenía a sus pies y tras él, las calles habían sido limpiadas de basura y de todo lo que fuese combustible, todas las ventanas habían sido cubiertas con tablas de madera o pieles tensadas que habían sido remojadas en vinagre, los refugiados estaban reunidos en los graneros construidos en piedra que se habían vaciado al llenar los almacenes del castillo y los habitantes de la ciudad estaban o bien en sus casas o bien entre los grupos responsables de la protección contra incendios.

La ciudad de Gaza estaba situada sobre una colina cuya ladera llevaba hacia el mar con la fortaleza y el puerto. En lo más alto de la colina estaba el portón de la ciudad, de modo que todo enemigo se veía obligado a atacar cuesta arriba. El camino que llevaba desde el portón de la ciudad hasta las puertas de la fortaleza abajo en el lado del mar estaba limpio y sin obstáculos, cual una pista de ejercicio de competiciones de caballos. Arriba, en los muros de la ciudad, se veía sobre todo a arqueros turcos y a algún que otro sargento vestido de negro en algo que desde fuera debía de parecer una defensa sorprendentemente pobre. Lo parecía porque doscientos sargentos en su mayoría armados con ballestas estaban sentados con las espaldas contra el parapeto del muro, de modo que no se los veía desde fuera. Por tanto, la defensa de Gaza podía crecer hasta más del doble en el mismo instante en que Arn diese la orden.

Justo detrás de las puertas cerradas pero no atrancadas de la misma fortaleza había ochenta templarios montados a caballo, dispuestos a atacar en cualquier momento.

Arn había tenido la esperanza de que el ejército del enemigo llegaría por grupos y no como una fuerza unitaria y se había imaginado que en tal caso habría algún emir con afán de grandeza que no lograría abstenerse de mostrar su bravura y decisión por tal de obtener una buena recompensa al llegar luego Saladino. La agitación solía ser mayor, al igual que el pensamiento peor, al inicio de un ataque.

Si los mamelucos hubiesen enviado a sus jinetes por el portón abierto de la ciudad, éste se habría cerrado en el momento de más aglomeración, tras tal vez unos cuatrocientos hombres. Luego se habrían abierto los portones de debajo de la fortaleza y la caballería podría haber atacado a los mamelucos en las mejores condiciones, de forma apretada, de modo que se perdía la ventaja de la velocidad sarracena. Y los sargentos en los muros habrían dirigido sus ballestas hacia dentro y hacia abajo. El enemigo habría perdido una décima parte de su fuerza durante la primera hora. Y quien empezaba así un asedio sufriría muchas complicaciones durante el primer período. En realidad, esto había sido más bien una devota esperanza que no un astuto plan. Desde luego, Saladino no era un enemigo conocido por ser fácil de engañar.

—¿Es hora de encargarle una nueva tarea a nuestros jinetes? —preguntó el maestro de armas.

—Sí, pero deben seguir en estado de alerta, tal vez surja otra oportunidad —contestó Arn sin revelar ni decepción ni esperanza en su tono de voz.

El maestro de armas asintió con la cabeza y se alejó corriendo.

—¡Ven! —le dijo Arn a Armand y salió con él al parapeto de la torre que había sobre el portón de la ciudad, de modo que quedaban por completo visibles para el enemigo justo debajo de las banderas templarías. Ahora mismo Arn era el único caballero vestido de blanco que se veía entre los defensores de Gaza.

—¿Qué pasará ahora, que no se dejaron engañar? —preguntó Armand.

—Primero Saladino exhibirá su fuerza y cuando lo haya hecho tendrán lugar algunos juegos de armas no demasiado en serio —contestó Arn—, Tendremos un primer día tranquilo y sólo un hombre morirá.

—¿Quién morirá? —preguntó Armand con una arruga de interrogación marcada en la frente.

—Un hombre de tu misma edad, un hombre como tú —respondió Arn con un tono de voz que sonaba incluso un poco triste—. Un hombre joven y valiente que se cree con posibilidades de ganar un gran honor y quizá por vez primera ser parte de una gran victoria. Un hombre que cree que Dios está con él aunque Dios ya lo ha designado como quien va a morir hoy.

Armand no fue capaz de hacer más preguntas acerca de quién iba a morir. Su señor Arn le había respondido como si estuviese muy sumido en sus pensamientos y como si sus palabras tal vez tuviesen un significado muy diferente de lo que pudiese parecer en un primer momento, de ese modo en el que a menudo solían hablar los hermanos caballeros.

Pronto la atención de Armand fue completamente capturada por el espectáculo a las afueras de los muros, donde ahora Saladino, tal como había vaticinado Arn, estaba exhibiendo todas sus fuerzas. Los jinetes mamelucos desfilaban sobre hermosos y vivaces caballos en hileras de a cinco, el dorado de sus uniformes relucía bajo el sol y agitaban sus lanzas y alzaban sus arcos justo cuando pasaban por delante del lugar del muro sobre el portón de la ciudad donde estaban Arn y Armand. El desfile duró casi una hora y aunque Arn perdió la cuenta hacia el final, pudo hacerse a la idea de que los jinetes del enemigo serían más de seis mil. Era el ejército montado más grande que Armand había visto nunca; tuvo la impresión de que era invencible, sobre todo porque todo el mundo sabía que los esplendorosos mamelucos dorados eran los mejores de todos los enemigos sarracenos. Pero su señor Arn no parecía muy preocupado por lo que había visto. Y cuando el desfile de la caballería terminó, sonrió hacia Armand, se frotó satisfecho las manos y empezó a calentar los dedos como hacía antes de practicar con el arco largo que ahora estaba en el interior de la torre, junto con un tonel de cerveza en el que había más de cien flechas.

—De momento tiene buen aspecto, ¿no te parece, Armand? —señaló Arn, claramente animado.

—Éste es el ejército enemigo más grande que jamás he visto —contestó Armand, cauteloso, pues a él no le parecía en absoluto que tuviese buen aspecto.

—Sí, es cierto —concedió Arn—, Pero no se trata de que salgamos a hacer carreras en la llanura, que probablemente es lo que desean. Nos mantendremos en el interior de los muros y ellos no podrán saltarlos con sus caballos. Sin embargo, Saladino todavía no ha mostrado toda su fuerza, este ir y venir ha sido más bien para mantener animados a los suyos. Mostrará su fuerza después de lo que viene ahora.

Arn volvió a inclinarse por encima del parapeto y Armand hizo lo mismo, pues evidentemente no quería demostrar que no tenía la más mínima idea de lo que sucedería a continuación, ni cómo sería la fuerza de Saladino cuando al fin la mostrase.

Lo que siguió a continuación fue, sin embargo, una exhibición ecuestre muy diferente. El gran ejército se había apartado y estaba ahora ocupado en desensillar y empezar a montar el campamento. Pero unos cincuenta jinetes se habían agrupado en formación de ataque justo delante del portón de la ciudad. Alzaron las armas, profirieron sus sonoros y ululantes alaridos de guerra y luego se acercaron al galope hacia el portón abierto, arco en mano.

Sólo había un lugar por el que podían cruzar el foso y ese lugar era el portón de la ciudad. Arriba, en el lado oeste de la ciudad, el foso estaba lleno de estacas afiladas inclinadas hacia adelante, y quien ahí se metiese a toda velocidad se conduciría a sí mismo y a su caballo a una muerte segura.

Sin embargo, toda la fuerza sarracena se detuvo antes de alcanzar el puente levadizo y se enzarzaron en una viva discusión hasta que de repente uno de ellos clavó las espuelas en el caballo, cabalgó a toda velocidad hacia el portón de la ciudad y soltó las riendas mientras alzaba y tensaba el arco, como casi sólo los jinetes sarracenos sabían hacer. Arn permaneció completamente quieto. Armand miró de reojo a su señor y vio que estaba prácticamente sonriendo con tristeza, a la vez que suspiraba y meneaba la cabeza.

El jinete de abajo disparó su flecha hacia Arn, el blanco evidente, el único de manto blanco ahora visible sobre los muros de Gaza. La flecha pasó silbando junto a la cabeza de Arn sin que éste se inmutase lo más mínimo.

El jinete había girado en redondo justo después de disparar y ahora regresaba a una tremenda velocidad. Al llegar junto a sus hermanos fue recibido con gran griterío y con lanzas, golpeándole ligeramente la espalda. Luego se preparó el siguiente jinete y pronto se acercó acelerado del mismo modo que había hecho su antecesor. Falló con su disparo mucho más que el primer tirador, pero en compensación osó acercarse mucho más.

Cuando cabalgaba a toda velocidad de vuelta hacia los demás jóvenes emires, Arn ordenó a Armand que fuese a buscar su arco y un par de flechas al interior de la torre. Armand obedeció con rapidez y volvió jadeando con el arco justo cuando el tercer jinete se acercaba con gran estruendo.

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