El Caballero Templario (21 page)

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Authors: Jan Guillou

—Cúbreme la izquierda con tu escudo —ordenó Arn a la vez que recibía su arco y colocaba una flecha sobre la cuerda. Arn mantuvo el escudo preparado, y comprendió que debía esperar hasta que el jinete de abajo se acercase más y se preparase para tirar.

Cuando el joven emir mameluco cruzó con un ruido atronador la parte cubierta del foso, soltó las riendas y tensó el arco, Armand alzó el escudo que cubría la mayor parte de su señor mientras éste tranquilamente tensaba su gran arco, apuntaba y dejaba ir la flecha.

La flecha de Arn alcanzó justo en la base del cuello al enemigo y éste salió disparado hacia atrás y cayó al suelo, a la vez que un chorro de sangre le manaba de la boca. Por los espasmos del cuerpo que yacía entre el polvo, daba la impresión de que ya estuviese muerto en el momento de tocar tierra. Su caballo prosiguió sin amo por el portón abierto de la ciudad y desapareció por la calle principal en dirección a la fortaleza.

—Me estaba refiriendo a él —dijo Arn en voz baja a Armand, como si sintiese más pena que gloria por haber matado a un enemigo—. Estaba escrito que precisamente él iba a morir y puede que él sea el único que muera hoy.

—No lo comprendo, señor —repuso Armand—, Me has dicho que siempre pregunte cuando no comprenda algo y ahora es así.

—Sí, porque es correcto que preguntes —respondió Arn y apoyó el arco contra el muro de piedra—. Debemos preguntar acerca de las cosas que no entendemos. Es mucho mejor eso que pretender que lo sabemos simplemente por soberbia o porque no queremos mostrarnos ignorantes. Pronto serás un hermano y un hermano siempre recibe una respuesta de otro hermano, siempre. Ésta es, pues, la situación. Esos jóvenes emires saben muy bien quién soy, que soy un arquero bastante bueno. Valiente será por tanto quien cabalgue hacia Al Ghouti y quien sobreviva habrá sido salvado por Dios a razón de su bravura. Sí, así es como piensan. Lo más valiente es cabalgar como tercero, pues según su fe, es entonces cuando se inclina la balanza. Ahora no habrá quien cabalgue una cuarta vez, pues no es posible acercarse más de lo que lo han hecho los tres primeros. Pues quien lo haga morirá tan sólo por culpa de un juego. El valor, y todo eso que los hombres fieles y los hombres infieles se imaginan que es el valor, es más difícil de comprender que la cuestión del honor. La indecisión es lo mismo que la cobardía, creen muchos. ¡Y mira cuán indecisos se muestran ahí ahora! Querían humillarnos y ahora se han metido ellos mismos en un aprieto.

—¿Qué harán ahora que ha muerto su compañero? ¿Cómo van a vengarlo? —preguntó Armand.

—Si son listos, no harán nada. Si son cobardes y se refugian en el rebaño y atacan todos de una vez para rescatar su cuerpo para el entierro, los mataremos a casi todos, pues saldrán nuestros ballesteros. ¡Ordena posición de preparados a los tiradores!

Armand obedeció de inmediato y todos los sargentos sentados con las ballestas ocultas tras el muro tensaron ahora sus armas y se prepararon para la orden siguiente, aparecer por encima del parapeto y enviar una letal lluvia de flechas hacia el grupo de jinetes si éste llegaba a atacar.

Pero los jóvenes jinetes de ahí fuera parecían demasiado indecisos para ir al ataque, o tal vez sospecharan que se trataba de una trampa. Tal como se veían los muros de Gaza ahora mismo desde su lado, con una pobre guarnición de arqueros turcos, podía parecer demasiado sencillo y peligroso y, por tanto, una trampa.

Cuando parecía que ya no querían atacar, Arn ordenó que trajeran el caballo mameluco capturado, bajó por la escalera de piedra, tomó al caballo de las riendas y salió llevándolo a pie por el portón de la ciudad. No se detuvo hasta alcanzar al hombre al que había matado. Los mamelucos permanecieron mirándolo en silencio, tensos y dispuestos a atacar. Armand, arriba en el muro, estaba igualmente tenso y dispuesto a ordenar la salida de todos los ballesteros en caso de que los jinetes llegasen a atacar.

Arn acomodó a su enemigo muerto sobre la silla y lo ató cuidadosamente con las tiras de los estribos, de modo que no pudiese deslizarse. Luego giró el caballo hacia el grupo de enemigos, ahora completamente en silencio, y de repente le dio una palmada en el anca, de modo que el animal salió trotando mientras él mismo daba media vuelta y caminaba despacio, sin mirar atrás, de regreso hacia el portón de la ciudad.

Nadie lo atacó, nadie le disparó.

Parecía muy satisfecho y de buen humor cuando volvió junto a Armand arriba, en el parapeto. Su maestro de armas había vuelto de la fortaleza y le estrechaba efusivamente la mano y lo abrazaba.

Los mamelucos se habían encargado de su amigo fallecido y se alejaban ahora lentamente para enterrarlo, tal y como prescribían sus costumbres. Arn y el maestro de armas permanecieron mirando el abatido grupo con aire de satisfacción.

Sin embargo, Armand se sentía como un estúpido, no lograba comprender lo que había hecho su señor y tampoco comprendía la satisfacción de los dos hermanos de alto rango sobre algo que él mismo consideraba un gesto de imprudente valentía, posiblemente una forma irresponsable de arriesgar la vida de quien al fin y al cabo era el último responsable de todos ellos.

—Discúlpame, mi señor, pero debo volver a preguntar —dijo al fin tras haber vacilado un buen rato.

—Dime —dijo Arn animado—. ¿Hay algo de mi comportamiento que no logras comprender?

—Sí, señor.

—¿Crees que he arriesgado mi vida de forma imprudente?

—Eso podría parecer, señor.

—Sin embargo, no lo he hecho. Si se hubiesen acercado cabalgando hacia mí para alcanzar una distancia de tiro, la mayoría de ellos habrían muerto antes de tener tiempo siquiera de dirigir sus flechas, porque habrían ido a parar directamente al seguro alcance de las ballestas. Yo, por mi parte, llevaba una doble protección de cota de malla en la espalda, sus flechas se habrían enganchado en las capas de fieltro y yo habría entrado por el portón como un erizo. Por supuesto, eso habría sido lo mejor. Ahora tuvimos que conformarnos con la segunda mejor opción.

—Sigo sin estar seguro de haberlo comprendido —imploró Armand, mientras los dos hermanos caballeros le sonreían paternalmente.

—Esta vez nuestros enemigos son los mamelucos —explicó el maestro de armas—. Tú, Armand, que pronto serás un hermano entre nosotros, debes aprender en especial a conocerlos, su fuerza y su debilidad. Su fuerza es su arte equino y su bravura; su debilidad está en la mente. No son creyentes, ni siquiera infieles, creen en espíritus y en la reencarnación del alma en cuerpos y en piedras del desierto y que la valentía de un hombre es su alma sincera y muchas cosas más. Ellos creen que quien muestra mayor valentía es quien gana la guerra.

—Ajá —dijo Armand abochornado, pero se notaba que seguía cavilando.

—Para ellos, la cifra sagrada en la guerra es tres —continuó explicando Arn—, Eso es de algún modo comprensible, pues en una lucha con espada, el tercer golpe es el más peligroso. Pero esta vez murió su tercer jinete. Ahora su enemigo, a quien ellos llaman Al Ghouti, mostró mayor valentía que ellos mismos, por tanto, seré yo y no Saladino quien gane esta guerra, y ese rumor correrá por su campamento esta misma noche.

—¿Pero y si te hubiesen atacado cuando estabas ahí fuera, señor?…

—Entonces la mayoría de ellos habrían muerto. Y los pocos que hubiesen logrado escapar me habrían visto ser alcanzado por una flecha tras otra sin morir y entonces habrían tenido esa leyenda sobre mi alma inmortal para comentar esta noche. No sé qué hubiese sido mejor. Sin embargo, ahora le toca a Saladino dar el siguiente paso, lo veremos antes del atardecer.

Arn, que ya no consideraba que había peligro de ataque por parte del enemigo, mandó a la mitad de los defensores de los muros a dormir y a comer. Por su parte, bajó por Gaza hasta la fortaleza para cantar vísperas y orar junto con los caballeros antes de que llegase la hora de la cena y después de eso la mitad de la fuerza descansaría y la otra mitad tendría guardia. Los portones de Gaza seguían abiertos a modo de desafío, pero no había nada que indicase que Saladino estuviese preparando un asalto.

En lugar de eso, el enemigo se acercó muy entrada la tarde con peones y carros cargados con ruedas, vigas gruesas y cuerda. Empezaron a montar sus catapultas y lanzadoras, que pronto empezarían a disparar grandes pedruscos contra los muros de Gaza.

Arn permaneció pensativo arriba en el parapeto, a donde había acudido en cuanto le informaron de la llegada de la maquinaria de asedio. Parecía haber tranquilidad allá a lo lejos, en el campamento del enemigo, donde miles de fuegos ardían alrededor de las tiendas y donde al parecer se estaba comiendo y bebiendo. Parecía como si Saladino hubiese dejado su preciada maquinaria de asedio e ingenieros con una defensa demasiado débil, casi ningún jinete y tan sólo unos cien infantes.

Si en realidad era así, ésta era una ocasión de oro. Si Saladino hubiese sabido que había ochenta caballeros templarios ordenados dentro de la fortaleza, nunca se habría atrevido con eso. Pero en la oscuridad también sería posible mantener una gran fuerza de jinetes mamelucos preparados sin que fuesen vistos desde los muros de la ciudad. Y se podían decir muchas cosas acerca del peor caudillo del enemigo, pero desde luego no podía decirse que fuese tonto.

Arn ordenó que se alzara el puente levadizo y que se cerraran los portones de la ciudad. El primer día de guerra, que había sido más psicológica que real, había terminado. Nadie había engañado a nadie y sólo un hombre había caído. Nada estaba decidido. Arn se fue a dormir largamente, pues sospechaba que ésa iba a ser la última noche con posibilidades de echar un buen sueño en mucho tiempo.

Volvió a los muros tras el canto del amanecer. Cuando la luz de la aurora lentamente transformó el negro impenetrable en una neblina gris descubrió el gran contingente a la espera en una depresión a la derecha, tras la maquinaria de asedio, donde los martillazos tronaban de modo infatigable. Era justo lo que había temido. Allí había una unidad de caballería de por lo menos mil hombres. Si hubiese enviado a sus jinetes a destruir la maquinaria de asedio, la tentación con la que Saladino pretendía atraerlo, habrían acabado todos muertos. Sonrió al pensar que la noche debía de haber sido dura para los jinetes del enemigo, mantener los caballos en silencio, estar preparados en todo momento por si se bajaba el puente levadizo y dos hileras de enemigos vestidos de blanco salían cabalgando hacia la muerte. Pensó que, hiciese lo que hiciese en el futuro, el futuro que pudiese quedarle en esta vida, nunca jamás subestimaría a Saladino.

Tocaba cambio de guardia y unos tiradores tiesos y destemplados empezaron a descender de la barbacana mientras que una fuerza nueva y descansada subía, saludaba a sus hermanos y tomaba sus armas.

El único propósito claro de Arn era retener a Saladino en Gaza el mayor tiempo posible. De ese modo, podría salvar Jerusalén y el Santo Sepulcro de los infieles. Era un plan muy sencillo, o al menos muy sencillo de describir con palabras.

Pero si triunfaba, él y todos los hermanos caballeros de Gaza estarían muertos dentro de un mes a lo sumo. Nunca había visto la muerte de ese modo, tan cerca y tan evidente. Había tenido suerte muchas veces siendo herido en combate, había cabalgado con la lanza bajada contra un enemigo superior en cantidad, más veces de las que podía recordar. Pero nunca había sido la muerte, nunca lo había visto como la muerte. De algún modo, que ni él mismo era capaz de explicar, siempre había sentido que sobreviviría a cada una de esas batallas. No le había servido de gran consuelo la promesa de que con su muerte iría al paraíso, pues nunca había creído que fuese a morir. No iba a morir, ésa no era su intención. Iba a vivir veinte años como templario y regresaría a casa junto a ella, tal como había jurado por su honor y sobre su espada bendecida. Y él no podía faltar a su palabra, era imposible que la intención de Dios fuese que él faltase a su palabra.

Y en aquel mismo instante, cuando estaba allí arriba, en la barbacana, y veía cómo clareaba cada vez más haciendo que la trampa tendida por Saladino fuese apareciendo como una visión que se convierte en realidad, desde los resoplidos de los caballos en la oscuridad y el tintineo de algún que otro estribo a los uniformes dorados que empezaban a relucir a la primera luz del sol, en ese momento vio por primera vez su muerte. Gaza no podría resistir una fuerza de asedio tan grande por más de un mes. Era evidente, si sólo se contaba con la obra de los humanos y no con un milagro de Dios. Sin embargo, no se podía contar nunca con un milagro, Dios era severo con sus fieles.

Vio a Cecilia ante sí. La vio caminando hacia el portón de Gudhem; él se había girado deshecho en lágrimas antes de que ella hubiese desaparecido por el portón. En aquel tiempo, la vida había sido tan diferente que ahora, tras mucho tiempo en Tierra Santa, parecía como si no hubiese sucedido en realidad. «Dios mío, ¿por qué me enviaste aquí? ¿Para qué necesitabas otro caballero más y por qué no me respondes nunca?», pensó.

De inmediato se sintió avergonzado por pensar así de Dios, quien oía todos los pensamientos, ser tan soberbio y anteponer sus propios problemas a la gran causa, él, que incluso era un templario. Hacía tiempo que no se dejaba invadir por una debilidad así y rogó sinceramente a Dios que lo perdonase, arrodillado en el parapeto, mientras el sol se alzaba sobre el ejército enemigo derramando su brillo sobre armas y banderines.

Tras la oración del amanecer se reunió con el maestro de armas y los seis jefes entre los caballeros.

Estaba claro que Saladino había intentado tentarlos a salir con la trampa de la noche pasada. Pero también estaba claro que sería una buena cosa lograr salir con éxito de un ataque, rompiendo en pedazos o quemando la maquinaria de asedio. Los muros de Gaza no resistirían los bloques de piedra y el fuego griego por mucho tiempo y, tras su caída, todos los hombres, mujeres, niños y animales se verían obligados a apretujarse dentro de la fortaleza.

Saladino no sabía cuántos caballeros había tras los muros, sus jinetes nunca habían llegado a ver más de un escuadrón de dieciséis hombres. Y dado que no se había producido ningún ataque la primera noche, cuando más tentadora podría parecer la ocasión, era probable que Saladino pensase que la caballería era demasiado débil para llevar a cabo un ataque así. Por tanto, deberían atacar a pleno día, en pleno trabajo u oración de mediodía, justo cuando el enemigo hubiese decidido que dicho ataque no se produciría. La cuestión era cuántos hermanos caídos les costaría y si valdría la pena correr el riesgo.

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