Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
—Mientras sigas en Gudhem, hija mía, debes atenerte a las reglas que aquí rigen —respondió el
vicarius
con una voz que pretendía parecer severa, pero denotaba un evidente tono de inseguridad y miedo que no le pasó inadvertido a Cecilia Blanka.
—Lo sé, padre, sé que éste es mi pecado y busco el perdón de Dios —admitió Cecilia Blanka en voz baja y decente pero con una amplia sonrisa en la cara; el
vicarius
no podía verla, ni ella a él tampoco.
El
vicarius
tardó un rato en contestar y Cecilia Blanka lo tomó como una buena señal de que su medicina hacía efecto.
—Debes buscar la paz en tu conciencia, hija mía —contestó al final con voz forzada—. Debes conciliarte con tu suerte en la vida, tú, al igual que todo el mundo aquí en Gudhem, y te digo ahora que debes reflexionar sobre tus pensamientos pecaminosos, debes rezar veinte Pater Noster y cuarenta Ave María y debes abstenerte de toda palabra a otra persona durante un día mientras te arrepientes de tu pecado. ¿Lo has comprendido?
—Sí, padre, lo he comprendido —susurró Cecilia mientras se mordía el labio para no echarse a reír.
—Pues te perdono, en el nombre del Padre, del Hijo y de la Virgen María —susurró el
vicarius
, notablemente afectado.
Cecilia Blanka corrió por el claustro dando gritos de júbilo en su interior pero con la cabeza en humilde sumisión, hasta el otro lado, donde encontró a su amiga Cecilia Rosa escondida al lado de la fuente del
lavatorium
. Cecilia Blanka tenía la cara roja de emoción.
—La medicina hizo efecto, por Dios que creó que sirvió —susurró al entrar al
lavatorium
, mirando a su alrededor y luego abrazando a su amiga como si hubiesen sido mujeres libres en el otro mundo, un abrazo que les habría salido caro si alguien hubiese llegado a verlo.
—¿Y cómo puedes estar tan segura? —preguntó Cecilia Rosa, preocupada, mientras se apartaba de su amiga mirando a su alrededor, intranquila.
—Veinte Pater y cuarenta Ave por confesar tal odio, ¡si eso no es nada! ¡Y sólo un día de silencio! ¿No lo comprendes?, le entró miedo y ahora irá corriendo a revelárselo a la bruja Rikissa. ¡Ahora tú tienes que hacer lo mismo!
—No sé si me atrevo —objetó Cecilia Rosa, preocupada—. Yo no puedo amenazar con nada, tú puedes amenazar con convertirte en una reina vengativa mientras que yo… con mis veinte años de condena, ¿yo con qué puedo amenazar?
—¡Con los Folkung y con Birger Brosa! —susurró Cecilia Blanka, excitada—, Creo que algo ha sucedido ahí fuera o está a punto de suceder. ¡Amenaza con los Folkung!
Cecilia Rosa envidiaba la valentía de su amiga. Era una insolente aventura en la que se habían embarcado, algo que Cecilia Rosa jamás habría logrado por sí misma. Pero ahora ya se había dado el primer paso, Cecilia Blanka ya había corrido riesgos por las dos y ahora Cecilia Rosa debería hacer lo mismo.
—Confía en mí, yo también lo voy a hacer —susurró, se santiguó, se cubrió la cabeza con la capucha y se fue frotándose las manos como si acabase de lavarse en la fuente. Caminó por el claustro hacia el lugar de confesión sin arrastrar los pasos y hacía lo que ahora la amistad le exigía hacer, controlarse y reprimir el miedo ante el hecho increíble de burlarse de la confesión.
Lo que había funcionado del plan no estaba muy claro, pero pronto se vería.
El silencio continuaba rodeando a las dos Cecilias en Gudhem, nadie les hablaba pero tampoco nadie las miraba con el mismo odio que antes. Era como si las miradas de las otras fuesen ahora temerosas y furtivas. Y ninguna de las hermanas entre las doncellas las delataba nunca por romper contra la regla de silencio, algo que ahora empezaron a hacer de forma completamente abierta. Podían conversar sin avergonzarse, como la gente libre de fuera, aunque caminaban por el claustro de Gudhem.
Fue un breve período de felicidad inesperada, pero también de una nerviosa sensación de inseguridad. Era evidente que las otras sabían mucho más y hacían todo lo posible por mantener a sus dos enemigas en la ignorancia. Pero algo importante estaba sucediendo fuera de los muros, si no, el flagelo hubiese vuelto a golpear desde hacía tiempo.
Ahora las dos Cecilias encontraban también más felicidad en el trabajo común, pues nadie les impedía que trabajasen juntas en los telares, aunque había quedado claro que Cecilia Blanka no era para nada una principiante que necesitase ayuda. Ahora que el invierno quedaba lejos habían empezado a trabajar con hilo de lino, ayudadas por la hermana Leonore, que procedía de parajes más sureños y que era la hermana responsable tanto del jardín del convento de fuera de los muros como del jardín interior y de todos los rosales que crecían a lo largo de la hilera de columnas en el claustro. La hermana Leonore les enseñó a mezclar diferentes colores y a teñir el hilo de lino y empezaron a hacer pruebas de dibujos en los tejidos, que aunque no sirviesen para Gudhem, sí podrían venderse en el exterior.
Tenían cada vez más relación con la hermana Leonore, pues al no tener parientes en las tierras de Gota, tampoco tenía nada que ver con las luchas que tenían lugar allí. De ella aprendieron cómo debe cuidarse un jardín durante el verano, cómo cada planta debe ser cuidada como un niño y cómo demasiada agua a veces puede ser igual de perjudicial que demasiado poca.
La madre Rikissa dejó que se entretuviesen con la hermana Leonore y así se alcanzó cierto equilibrio en Gudhem, las enemigas habían sido separadas aunque todas viviesen bajo el mismo techo, rezasen las mismas oraciones y entonasen los mismos cánticos.
Sin embargo, Cecilia Rosa y Cecilia Blanka no podían salir nunca fuera de los muros, sólo al jardín justo al exterior del lado sur. La madre Rikissa era completamente intransigente en este punto. Y una vez, cuando dos hermanas y todas las familiares viajaron al mercado del solsticio de verano en Skara, Cecilia Rosa y Cecilia Blanka tuvieron que quedarse en Gudhem.
Refunfuñaron ante este hecho y volvieron a sentir un gran odio hacia la madre Rikissa, pero a la vez intuyeron que había algo que no comprendían, algo que tal vez las demás sabían pero nadie les explicaba a ellas.
Más tarde, ese verano, ocurrió algo que era tan temible como desconcertante. El obispo Bengt de Skara había llegado con muchas prisas a Gudhem y se había encerrado con la madre Rikissa en los aposentos de la abadesa. Si había sido sólo una coincidencia o si los dos acontecimientos tuvieron que ver el uno con el otro, nunca lo llegaron a saberlo las dos Cecilias.
Unas horas después de que el obispo Bengt hubo llegado a Gudhem, un grupo de jinetes armados se acercaron al convento. Tocaron alarma en la campana y cerraron los portones. Puesto que los jinetes venían del este, Cecilia Rosa y Cecilia Blanka subieron de prisa al
dormitorium
para poder ver por las ventanas de arriba. Estaban llenas de esperanza, casi gritaban de alegría en su interior. Pero al ver los colores de los jinetes, de sus guerreras y sus escudos de armas, sintieron como si la misma muerte les estrujase los corazones. Los jinetes, algunos manchados de sangre, otros tan mal heridos, de modo que montaban inclinados hacia adelante y otros tantos completamente ilesos pero con las miradas salvajes, pertenecían todos al enemigo.
Los jinetes se detuvieron delante de los portones cerrados a cal y canto, pero los comandantes empezaron a gritar algo acerca de que debían entregarles a las dos rameras de los Folkung. Cecilia Rosa y Cecilia Blanka, que ahora se asomaban por la ventana del
dormitorium
para poder oírlo todo, no sabían si debían ponerse de inmediato a rezar o seguir allí asomadas para poder oír cuanto se decía. Cecilia Rosa quería rezar por su vida; Cecilia Blanka insistía en querer oír lo que hablaban. Opinaba que era de suma importancia saber por qué el enemigo herido venía para intentar algo tan grave como el secuestro de unas mujeres de un monasterio. Y así fue, ambas permanecieron asomadas por la ventana, aguzando los oídos.
Después de un rato salió el obispo Bengt y el portón se cerró tras de sí. Hablaba en un tono bajo y serio a los jinetes enemigos, de modo que las dos Cecilias en la ventana del
dormitorium
sólo pudieron oír algunas pocas cosas de lo que se dijo. Algo acerca de que sería un pecado imperdonable romper con violencia la paz del convento y que él, el propio obispo, prefería caer antes que dejar que sucediese algo así. Luego hablaron tan bajo que nada podía oírse desde la ventana del dormitorio. Todo acabó con que todo el grupo de jinetes enemigos dieron media vuelta, lentamente y como reacios, y se fueron cabalgando hacia el sur.
Las dos Cecilias se abrazaron con fuerza cuando se desplomaron sobre el suelo, bajo la ventana. No sabían si rezar a la sagrada Virgen María dando las gracias por su salvación o si reír de felicidad. Cecilia Rosa empezó a rezar, Cecilia Blanka la dejó tranquila mientras por su parte procuró reflexionar con toda la lucidez posible. Al final se inclinó, abrazó de nuevo a Cecilia Rosa pero todavía con más fuerza y la besó en las dos mejillas como si ya hubiese abandonado el mundo severo.
—Cecilia, amada amiga mía, mi única amiga en este malvado lugar que con engaños llaman Gudhem —susurró, excitada—. Creo que hemos visto acercarse nuestra salvación.
—Pero si eran los guardias del enemigo —susurró Cecilia Rosa, insegura—. Venían para tomarnos prisioneras, pero tuvimos suerte al estar aquí el obispo, ¿qué puedes ver de bueno en eso? ¿Imagínate si vuelven cuando el obispo ya no esté aquí?
—No volverán, ¿no viste que estaban vencidos?
—Sí, la mayor parte de ellos estaban heridos…
—¡Exacto! ¿Y eso qué significa? ¿Quién crees que los ha vencido?
—¿Los nuestros?
A la vez que pronunció la simple respuesta a la simple pregunta, Cecilia Rosa sintió un dolor y una pena que no lograba comprender, pues debería alegrarse. Debería alegrarse si los Folkung y los Erik habían vencido, pero eso también significaba que la separarían de Cecilia Blanka. Y a ella todavía le quedaban muchos años.
Aquel día, una lúgubre sensación de miedo cayó sobre Gudhem. Ni una sola mujer de allí dentro, excepto la hermana Leonore, que junto con las dos Cecilias era quien menos sabía, se atrevía a mirarlas a los ojos.
La madre Rikissa se había retirado a sus aposentos y no volvió a salir hasta el día siguiente. El obispo Bengt se había marchado con muchas prisas y luego el trabajo, los cantos y las misas fluyeron sin control. En el canto de vísperas las dos Cecilias cantaron juntas como nunca hacían antes y no había ni rastro de desafinación en la que llamaban Blanka. Y la que llamaban Rosa cantaba más alto, más atrevida, casi mundanamente atrevida, y a veces con variaciones completamente nuevas en la voz. Nadie la corrigió, y allí no había ninguna madre Rikissa para fruncir el ceño ante ese canto de júbilo.
A la mañana siguiente llegaron jinetes de Skara a Gudhem con mucha prisa por entregar un mensaje a la madre Rikissa. Ésta recibió a los mensajeros en el
hospitium
y luego se encerraron en los aposentos de la abadesa sin ver a nadie más hasta prima, que iba seguida por la primera misa del día. Pero sucedió algo inesperado, que hubo comunión en esa misa, aunque la comunión de Pentecostés se había realizado hacía tiempo y todavía faltaba mucho para la comunión de Navidad.
La hostia había sido bendecida en la sacristía por algún
vicarius
desconocido o por otra persona de la catedral de la ciudad de Skara y fue repartida en el orden habitual, primero las hermanas, luego las
conversae
y finalmente las doncellas mundanales.
Entraron el vino bendecido, sonó la campana que anunciaba el milagro y luego el cáliz fue entregado, de una en una, por parte de la priora, que llevaba el cáliz en una mano y dando con la otra una
fístula
a cada una, una brizna de paja, con la que sorber el vino.
Cuando le tocó a Cecilia Rosa beber de la sangre de Dios, lo hizo con decoro y con un sincero sentimiento de agradecimiento en su interior, pues lo que ahora sucedía confirmaba sus grandes esperanzas. Pero al beber Cecilia Blanka se oyó un fuerte sorbido, tal vez porque era la última en beber y quedaba muy poco vino, tal vez porque quería volver a demostrar su desprecio, no ante Dios, pero sí ante Gudhem. Las dos Cecilias no comentaron jamás ese asunto ni cuál había sido la verdadera intención de Cecilia Blanka.
Todas estaban tan tensas al salir hacia la sala del capitel, que se movían rígidas como muñecas. Fuera esperaba la madre Rikissa, desvelada y ojerosa, casi un poco encogida en la silla donde solía estar sentada como una reina malvada.
La oración fue breve. Asimismo la lectura, que esta vez trataba de la clemencia y la misericordia, lo que hizo a Cecilia Blanka dirigir un guiño animado hacia su amiga que significaba que todo parecía ir tal y como esperaban. La clemencia y la misericordia no eran ciertamente los temas preferidos de la madre Rikissa para los ratos de lectura.
Luego hubo silencio y mucha tensión. La madre Rikissa empezó primero con una voz muy débil, que en nada se parecía a la habitual en ella, a leer los nombres de algunos hermanos y hermanas que ahora caminaban en los campos del paraíso. Durante un rato, Cecilia aguzó el oído por si el nombre de algún templario iba incluido en la lista, pero no fue así.
Luego volvió a haber silencio. La madre Rikissa se frotó las manos y casi parecía como si fuese a echarse a llorar, algo que ninguna de las Cecilias habría pensado de la malvada bruja. Tras permanecer un rato en silencio intentando serenarse, la madre Rikissa se armó de valor y desplegó un escrito de pergamino enrollado. Las manos le temblaban ligeramente.
—En el nombre del Padre, del Hijo, de la sagrada Virgen María —recitó sordamente—, recemos por todos aquellos, parientes y no parientes, que cayeron en los campos de sangre, como siempre se llamará a estos campos, a las afueras de Bjälbo.
Aquí hizo una pausa para serenarse de nuevo y cuando las dos Cecilias oyeron el nombre de Bjälbo se les encogieron los corazones. Bjälbo era el bastión fuerte de los Folkung, era la finca y el hogar de Birger Brosa y hasta allí había llegado la guerra.
—Entre los caídos, que fueron muchos… —prosiguió la madre Rikissa, aunque volvió a interrumpirse para recobrar fuerzas para continuar—. Entre los muchos caídos se encontraban los herederos por gracia de Dios, Boleslav y Kol y tantos de sus parientes que ni siquiera puedo enumerarlos aquí a todos. Ahora rezaremos por las almas de los muertos, llevaremos luto una semana en que nada más que agua y pan ingeriremos y ahora… sentiremos una gran pena…