El Caballero Templario (11 page)

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Authors: Jan Guillou

—Sí, señor.

—Bien. Entonces sólo tengo una cosa más que decirte. Te lavarás con agua, sumergirás todo tu cuerpo en agua, tendrás agua a tu alrededor y encima de ti y además en gran cantidad. Pero no puedes beber ni una sola gota. ¡Obedece!

Armand no pudo contestar, estaba demasiado sorprendido. Su señor ya había dado media vuelta, había dado un largo paso hacia la puerta de al lado y ya estaba entrando. Pero justo antes de desaparecer de la vista de Armand recordó algo, se detuvo, se volvió y sonrió.

—No te preocupes, Armand. Quienes cambian tu ropa nunca te verán desnudo, ni siquiera saben quién eres. Sólo obedecen.

Y así desapareció el templario de la vista de Armand tras cerrar la puerta con determinación.

Primero Armand se quedó completamente quieto. Sentía cómo el corazón le latía en el pecho ante las curiosas instrucciones que había recibido. Pero luego se recuperó y entró en la primera habitación sin dudar. Era tal como la había descrito su señor, allí no había nada más que un banco de madera y otra puerta. El suelo era de un blanco reluciente, las paredes estaban cubiertas con azulejos de un azul celestial sin dibujo, el techo era de cal blanca y se alzaba formando una pequeña cúpula con orificios para la luz en forma de estrellas.

Primero dejó a un lado el manto apestoso que había llevado sobre el brazo izquierdo al igual que su señor. Soltó la espada y luego se quitó el jubón mugriento y lleno de sangre. Hasta aquí no dudó. Tampoco era tan extraño quitarse la cota de malla y los calzones cubiertos de malla y con ello también los zapatos cubiertos de acero que iban enganchados a los calzones.

Pero luego, al quedarse sólo con la camisa interior húmeda y apestando sudor, dudó. Pero las órdenes eran órdenes, y se quitó también la camisa interior y el cinturón, volvió a dudar ante la doble faja de piel de cordero, pero cerró los ojos y desató las dos. Permaneció así un rato antes de atreverse a abrir los ojos, completamente desnudo. Era como un sueño y no sabía si era un sueño malo o bueno, sólo que debía continuar, que debía obedecer. Con varonil decisión, abrió con brusquedad la puerta que daba a la siguiente habitación, entró y la cerró rápidamente tras de sí mientras cerraba de nuevo los ojos.

Lo que luego vio, al obligarse a abrir los ojos, era como un asalto de belleza. La habitación tenía tres ventanas redondeadas en forma de arco cubiertas por celosías de madera por las que entraba la luz pero no salía. Se podían ver algunas de las torres y agujas de Jerusalén y además oír todos los sonidos de la ciudad; unas palomas pasaron revoloteando con sus alas, repiqueteando en la noche estival. Pero naturalmente nadie podía ver nada en la oscuridad tras esas varillas de madera colocadas en lo alto.

Las paredes de la habitación estaban decoradas en azul, verde, negro y blanco, formando dibujos sarracenos que recordaban las paredes de la iglesia con la cúpula de oro de allí fuera. Unas estrechas columnas soportaban la bóveda de la habitación y las columnas eran de mármol blanco moldeadas como si hubiesen sido retorcidas desde el suelo hasta el techo. El suelo estaba hecho de azulejos negros vidriados y oro puro, formando el dibujo de un tablero de ajedrez, dos palmos de ancho cada placa. En el lado izquierdo de la habitación había una gran cavidad llena de agua y unos escalones que bajaban a algo parecido a un pequeño estanque en el que bien cabrían dos caballos, y lo mismo en el lado derecho de la habitación. Sobre dos mesas con incrustaciones en nácar que perfilaban un texto árabe había una colección de cuencos de plata con aceites en diferentes colores claros y sobre ella ardían asimismo dos farolillos también de plata. Sobre un banco de madera de almendro con incrustaciones de madera africana negra y palo de rosa roja había grandes retazos de tela blanca.

Armand dudó. Susurrando, repetía para sí mismo la orden que había recibido y que debía obedecer. Se acercó inseguro a uno de los dos estanques y los escalones que llevaban hacia abajo y bajó hasta que el agua le cubrió las rodillas, pero se arrepintió en seguida. Estaba demasiado caliente; ahora también veía que había vapor sobre la superficie. Entonces pasó al otro estanque dejando tras de sí huellas mojadas sobre el dorado de la habitación y volvió a probarlo. Ahí el agua era fresca como la de un río y bajó hasta los muslos y permaneció así un rato, dudando de lo que debía hacer a continuación. Observó, cauteloso, su cuerpo. Las manos las tenía completamente morenas hasta un poco por encima de las muñecas, todo lo demás que podía ver era blanco como las plumas de las gaviotas que había en el río en casa de Gascogne. A lo largo de los brazos veía rayas de suciedad y sudor que se habían ido acumulando por aquí y por allá en pequeñas arrugas y recovecos. Pensó en que la Norma prohibía cualquier forma de gozo pero simultáneamente pensó en que debía obedecer, y por tanto, bajó todos los escalones y sin dudar más sumergió todo su cuerpo en el agua fresca mientras se deslizaba un poco por el estanque, flotando de la forma que ahora recordaba que se podía hacer. Recordó cómo se había bañado en el río bajo el fuerte en casa, en Gascogne, en aquel tiempo en que nada era más que juego y no había nubes en el cielo y la vida siempre se viviría en Gascogne y la guerra no existía. Buceó movido por un impulso, le entró agua en la nariz y se levantó resoplando en medio del estanque. Dio una brazada a modo de prueba pero se encontró de inmediato con un borde de azulejo decorado en azul. Volvió a sumergirse y se impulsó con los pies a través del agua para alcanzar el otro borde, pero sin pensar cerró los ojos y se dio un fuerte golpe con la cabeza contra los azulejos del otro lado. Gimió, no renegó, pues iba en contra de la Norma, y se levantó frotándose el cuero cabelludo dolorido. Al instante siguiente se sintió de repente feliz de una manera que no lograba comprender, alargó una mano ahuecada a la superficie del agua y se echó un puñado de agua a la boca. Comprendió inmediatamente lo que estaba haciendo y escupió, aterrorizado, lo prohibido. Intentó secar hasta la última gota enjugando con el dedo índice sobre la lengua; le estaba prohibido beber.

Investigó los diferentes aceites de la mesa situada entre los dos estanques, untó con cuidado todas las partes del cuerpo que podía tocarse sin pecar, y probó entre los diferentes colores de los cuencos hasta hallar lo que pensaba que tenía que utilizar para la cabeza, y finalmente estuvo embadurnado del todo. Entonces volvió a bajar en el estanque de agua fresca y se enjuagó, se sumergió por completo en el agua lavando también el pelo y la barba. Luego permaneció quieto un rato, flotando en el agua y observando fijamente los dibujos sarracenos que decoraban la cúpula del techo. Era como la antesala del paraíso, pensó.

Al cabo de un rato empezó a tener frío y probó con pasar al estanque más cálido, que ahora se había enfriado y había alcanzado una temperatura tan agradable que en el primer instante fue como si no se introdujera en ninguna parte. Se estremeció y el cuerpo le tembló como el de un perro o un gato. Luego permaneció quieto en aquella tibia nada y se descubrió lavándose también las partes impuras del cuerpo, que no estaba permitido tocar, y sin poder impedirlo pecó, y comprendió que lo primero en que debía pensar al volver a la fortaleza de Gaza sería en confesarse por eso, de lo que de todos modos había logrado abstenerse durante mucho tiempo.

Permaneció durante largo rato tumbado, soñando, y completamente quieto en el agua como si flotase en sus sueños. Estaba en la antesala del paraíso, pero a la vez muy lejos de allí, en casa, en su infancia en el río de Gascogne en aquel tiempo en que el mundo era bueno.

El impío y agudo sonido de los infieles que vociferaban su oración en el atardecer de la ciudad lo despertó como una alarma y, asustado y lleno de mala conciencia, salió tambaleándose del agua y cogió los suaves trozos blancos de tela para secarse; dedujo que aquél debía de ser el propósito de las telas blancas.

Cuando salió a la pequeña antecámara habían desaparecido todas sus ropas viejas, incluso las capas de fieltro que había llevado justo debajo de la cota de malla. En su lugar había un manto negro exactamente igual que el que había llevado al entrar en Jerusalén, y ropa nueva, que cada pieza resultó quedarle a la perfección. Era un seis en todo excepto en los pies, en los que llevaba sietes, pero también en eso habían pensado sus hermanos desconocidos.

Pronto pudo salir al pasillo, al exterior de las dos asombrosas habitaciones, con el manto sobre el brazo. Fuera lo estaba esperando su señor Arn, también él con ropas nuevas pero con el manto con la raya negra que mostraba su rango atado al cuello y con la barba peinada; su pelo corto era fácil de pulir sólo con la mano.

—Bueno, mi querido sargento —dijo Arn con la cara completamente inexpresiva—, ¿cómo te ha sentado el baño?

—Obedecí órdenes, hice todo cuanto dijiste, señor —contestó Armand, inseguro, con la cabeza agachada y con un repentino miedo ante la inexpresiva mirada de Arn, como si lo hubieran puesto a prueba y hubiese fracasado.

—¡Átate el manto y sígueme, mi querido sargento! —señaló Arn con una alegre risa, golpeó ligeramente la espalda de Armand y empezó a bajar de prisa por el pasillo. Armand se apresuró a seguirlo mientras trataba de poner el manto en su sitio sin comprender si había roto alguna regla o si se le había escapado alguna gracia.

Arn, que parecía encontrar el camino sin perderse entre aquellos infinitos pasillos y escaleras, pequeños patios entre fuentes y casas cerradas a cal y canto, que parecían viviendas particulares, condujo a su sargento hasta el Templum Salomonis. Entraron por una especie de puerta trasera y de repente aparecieron como desde ninguna parte por la larga y gran sala cubierta de alfombras sarracenas y en la que había un conjunto de pupitres y mesas dispuestas en largas hileras llenas de hombres vestidos de verde, vigilantes de la fe, hombres de marrón que al parecer eran trabajadores, pero también caballeros vestidos de blanco que escribían o leían o mantenían reuniones con todo tipo de hombres extranjeros en ropas seglares. Arn condujo a su sargento por delante de todos ellos hasta el fondo, donde unas verjas blancas separaban una gran rotonda con una alta cúpula. Era la sala eclesiástica en sí, la más sagrada de la Orden del Temple.

Al acercarse al gran altar mayor con la cruz al fondo del todo, bajo la cúpula, todavía caía agua de sus barbas sobre el mármol blanco y negro con los grandes dibujos estelares. Se arrodillaron ante el altar mayor, Armand obedecía a su señor en todo, y ahora le susurró que rezara diez Pater Noster y un agradecimiento personal a la Madre de Dios por haber regresado a casa sano y salvo tras la misión.

Mientras Armand estuvo ahí arrodillado, recitando la cantidad prescrita de oraciones, sintió de nuevo cómo la ardiente sed lo sacudía, hasta casi volverse loco por unos instantes, hasta casi perder la cuenta de las oraciones.

Nadie les prestó una especial atención, había oradores por todas partes en la redonda sala eclesiástica. Armand se preguntó por un instante por qué precisamente ellos estaban delante del altar mayor, donde no había nadie más, pero apartó la cuestión de su mente, pues de todos modos no comprendía qué estaban haciendo allí, y continuó cuidadosamente con el cómputo de sus oraciones.

—Ven, mi querido sargento —dijo Arn escuetamente al finalizar, después de haberse levantado y santiguado una última vez ante la señal de Dios. Y empezó el caminar laberíntico de nuevo: subir por una escalera secreta, atravesar largos pasillos, cruzando nuevos patios con fuentes y flores de suntuoso esplendor y otra vez por oscuros pasillos iluminados por solitarias antorchas de brea. Finalmente entraron en una gran sala calada en blanco y decorada únicamente con emblemas de la orden y escudos de caballeros en las paredes. Allí no había decoraciones sarracenas, sólo líneas blancas y estrictas, bóvedas altas y un pasillo abovedado soportado sobre columnas a lo largo de un lado de la sala, como en un convento, pensó Armand antes de descubrir al Maestre de Jerusalén.

El Maestre de Jerusalén, Amoldo de Torroja, se encontraba en medio de la sala con su manto blanco con las dos pequeñas rayas negras que señalaban su rango atado al cuello y la espada a un lado.

—Haz ahora como yo —le susurró Arn a su sargento.

Se acercaron al Maestre de Jerusalén, se detuvieron a una respetuosa distancia de seis pasos, tal como ordenaban las reglas, y se arrodillaron inmediatamente agachando las cabezas.

—Arn de Gothia y su sargento Armand de Gascogne han regresado de su misión, Maestre de Jerusalén —dijo Arn en voz alta pero con la mirada fija en el suelo ante él.

—Entonces te pregunto, señor comendador de Gaza, Arn de Gothia, ¿ha tenido éxito la misión?

—Sí, hermano caballero y Maestre de Jerusalén —contestó Arn de la misma forma rígida—. Buscábamos a seis impíos bandoleros y su botín procedente de fieles e infieles. Hallamos lo que buscábamos. Ya están los seis colgando de nuestros muros. Todos sus bienes pueden ser expuestos mañana ante la roca.

El Maestre de Jerusalén no respondió nada al principio, como si quisiera prolongar el silencio. Armand hizo entonces como su señor, y clavó su mirada en el suelo delante de él, sin moverse, sin atreverse tan siquiera a respirar en alto.

—¿Estáis limpios como ordenan nuestras normas de Jerusalén, habéis dado las gracias al Señor y a la Madre de Dios, nuestra particular protectora, en el Templum Salomonis? —preguntó el Maestre de Jerusalén tras una larga pausa.

—Sí, Maestre de Jerusalén. Por ello solicito reverentemente un cuenco de agua tras un largo día de trabajo, la única compensación que merecemos —contestó Arn rápida y sordamente.

—Señor comendador Arn de Gothia y sargento Armand de… de Gascogne, ¿verdad? Sí, asiera, de Gascogne. ¡Alzaos y abrazadme!

Armand hizo como su señor, se alzó rápidamente y cuando el Maestre de Jerusalén hubo abrazado a Arn, abrazó también, aunque sin besar como había hecho con Arn, al sargento Armand.

—¡Arn, ha ido realmente tan bien como cabía esperar! Sabía que lo lograrías, ¡lo sabía! —exclamó entonces el Maestre de Jerusalén de repente con un tono completamente diferente. La grave y resonante voz había desaparecido y ahora sonaba como si recibiese a unos buenos amigos en un banquete. En ese momento se acercaron dos templarios con un gran cuenco de plata cada uno con agua fresquísima, que entregaron con una reverencia a Arn, quien le entregó uno a Armand.

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