El Caballero Templario (7 page)

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Authors: Jan Guillou

Posteriormente comprendió que la señora Helena había mandado un mensaje a Arnäs y que una gran escolta había llegado para llevar al niño a lugar seguro. Birger Brosa, el más poderoso de los Folkung y tío de su amado Arn, había jurado que el niño —nunca había dicho otra cosa que niño de la criatura— sería acogido por el linaje y anunciado en concilio como auténtico Folkung tanto si hubiese nacido en adulterio como si no.

De todos los desafíos en la vida que Nuestra Señora interpuso en el camino de la joven Cecilia, el más duro de ellos, sin duda, fue que no volvería a ver a su hijo hasta que se hubiese convertido en hombre.

Madre Rikissa tenía un corazón duro como la piedra en todo lo referente a Cecilia. Poco después de dar a luz puso a Cecilia a trabajar de nuevo duramente junto con las
conversae
, aunque todavía tuviese fiebre, sudase y estuviese pálida y le doliesen los pechos.

Al acercarse la Navidad en este su primer año, fue de visita el obispo Bengt de Skara y cuando se cruzó con Cecilia, que se arrastraba por el claustro ajena a cuanto la rodeaba, empalideció por completo. Luego mantuvo una breve conversación con madre Rikissa que nadie pudo presenciar. Ese mismo día Cecilia fue ingresada en
infirmatorium
y durante la temporada que siguió recibió a diario
pitenses
, raciones extraordinarias de comida que las personas del exterior tenían derecho a donar a los habitantes del convento: huevos, pescado, pan blanco, mantequilla e incluso algún trozo de carne de cordero. Había rumores en Gudhem acerca de los
pitenses
que le llegaban a Cecilia. Algunas decían saber que venían del obispo Bengt, otras que venían de la señora Helena o del mismísimo Birger Brosa.

También la libraron del sufrimiento de ser vaciada de sangre y pronto recuperó el color de la cara y algo de carnes. Pero parecía que hubiese perdido la esperanza. Pasaba la mayor parte del tiempo murmurando a solas, hablando consigo misma.

Al llegar el invierno a Götaland Occidental con frío y hiel se terminó el trabajo de las hermanas legas y de Cecilia en el exterior. Fue un alivio, pero a la vez las noches se convirtieron en un suplicio todavía más largo.

En estos primeros años de Gudhem, las
conversae
todavía no tenían dormitorio propio, dormían en la planta superior encima de la sala capitular, junto con las familiares. Puesto que iba en contra de las normas tener ningún tipo de calefacción en
dormitorium
, era muy importante dónde se ubicaba la cama en la sala; cuanto más lejos de las dos ventanas, mejor. Naturalmente Cecilia fue relegada a la cama que estaba junto al muro, justo debajo de una ventana por donde el frío se colaba como agua congelada; las otras familiares dormían en la otra punta de la sala, junto a la pared interior. Entre Cecilia y sus hostiles hermanas mundanales dormían las ocho
conversae
, que nunca se atrevían a hablarle.

Las normas permitían tener un colchón de paja, una almohada y dos mantas de lana. Aun metiéndose en la cama completamente vestidas, las noches a veces eran tan frías que podía llegar a ser imposible dormir, al menos para quien todo el rato temblaba de frío.

En este momento más oscuro de Cecilia en Gudhem fue como si Nuestra Señora considerase que ya había sufrido suficiente sin recibir la más mínima respuesta a sus plegarias ni el más mínimo consuelo, y por eso envió Su consuelo, unas pocas palabras que en el mundo libre no habrían tenido demasiado significado pero que aquí, en el interior de los muros, calentó como un gran brasero.

Una de las otras doncellas que dormía junto a la puerta, tras la revelación de algún que otro secreto suyo, había sido considerada indigna de los mejores lugares del dormitorio y, por estricta orden de la madre Rikissa, se había visto obligada a desplazarse a la cama que estaba más cerca de la de Cecilia. Una noche, tras completas, se acercó con su ropa de cama en los brazos y se puso cabizbaja a esperar a que la hermana lega de la cama de al lado de la de Cecilia comprendiese que le tocaba largarse a la parte más cálida de la sala. Cuando la hermana lega tomó su ropa de cama y se fue, la nueva doncella hizo su cama lentamente y con cuidado mientras echaba miradas hacia la hermana que estaba en la oscuridad, junto a la puerta, vigilando el cambio. Al terminar se metió en la cama, se tumbó de lado y buscó la mirada de Cecilia. Luego rompió sin inmutarse la regla de silencio:

—No estás sola, Cecilia —susurró tan bajo que nadie más pudo oírlo.

—Gracias, alabada sea Nuestra Señora —le respondió Cecilia con señas en el idioma que se utilizaba en Gudhem cuando no estaba permitido pronunciar palabras; en ese momento no se atrevió a romper la prohibición de hablar. Pero fue como si ya no tuviese frío y sus pensamientos hubiesen entrado en un nuevo camino, algo diferente del solitario y desgraciado deseo en el que había estado dando tumbos durante tanto tiempo que a veces había temido por su juicio. Permaneció un rato mirando con curiosidad a los ojos de esa desconocida hermana que le había hablado de forma amistosa, incluso había hablado cuando estaba prohibido. Se sonrieron hasta que llegó la oscuridad y aquella noche Cecilia no tembló en absoluto por el frío y se durmió sin esfuerzo.

Cuando las despertaron para bajar a maitines, el canto de madrugada, dormía tan profundamente que la desconocida doncella de su lado tuvo que sacudirla ligeramente. Luego en la iglesia Cecilia se sumó por primera vez en el canto de los cánticos con tal fuerza que su clara voz se alzaba por encima de las demás; otros años el canto había sido su única alegría en Gudhem, otros años en que sabía que iba a salir de ahí después de unos pocos meses.

Y volvió a dormirse con facilidad tras los maitines, de modo que la desconocida tuvo que despertarla de nuevo cuando llegó el momento de laudes, el canto de la mañana. Fue como si tuviese mucho sueño que recuperar.

Tras prima y la primera misa del día y la primera reunión del día en la sala capitular, Cecilia se encontró con que su nueva vecina de cama tenía que sentarse al fondo del todo junto a la puerta, al igual que ella, y pensó de nuevo en las palabras de que ya no estaba sola, que ahora eran dos.

La madre Rikissa ocupó su lugar bajo la ventana central e hizo una seña a la priora para que empezase a leer el texto del día. Cecilia no prestó atención, pues esperaba con gran emoción lo que tal vez se le revelaría acerca de la desconocida hermana desgraciada que tenía a su lado.

Tras la lectura en voz alta se leyeron algunos nombres de hermanos y hermanas fallecidos de la orden cisterciense, por cuyas almas ahora se rezaría; por un instante Cecilia se quedó helada porque a veces sucedía que en la lista de nombres que se nombraban había alguno que otro nombre extranjero y nombres de templarios caídos, que contaban también como hermanos o hermanas. Pero hoy no hubo ningún nombre de ésos.

Otros años, a Cecilia siempre le había gustado la reunión de la mañana en la sala capitular. Era una bella sala en que dos blancas y esbeltas columnas de piedra soportaban seis bóvedas igual de grandes. Las paredes eran blancas y limpias y el suelo liso en piedra caliza gris. Un crucifijo que colgaba sobre la silla de la abadesa, pulida en madera negra, era el único adorno de toda la habitación. Era una habitación para buenos pensamientos aunque Cecilia debía reconocer que hasta el momento no había tenido buenos pensamientos durante su estancia allí.

Los castigos llegarían al final del encuentro matutino. La infracción más habitual por la que la madre Rikissa solía castigar era infringir la norma del silencio. Cecilia había sido castigada por eso seis o siete veces sin que nadie le hubiese hablado, cosa que nadie nunca hacía, y sin que ella hubiese hablado tampoco con nadie.

Ahora resultaba, dijo la madre Rikissa con algo que parecía más una sonrisa que una actitud severa, que era hora de castigar de nuevo a Cecilia. Las hermanas agacharon con suspiros las cabezas, mientras que las doncellas mundanales alzaron las suyas con curiosa y evidente alegría, mirando furtivamente hacia Cecilia.

Sin embargo, añadió la madre Rikissa cuando hubo esperado como si estuviese saboreando la sorpresa como un dulce, no era la Cecilia habitual la que iba a ser castigada, no Cecilia Algotsdotter, sino Cecilia Ulvsdotter. Y ahora que había dos Cecilias, al parecer malcriadas las dos, a partir de ahora Cecilia Algotsdotter sería llamada Cecilia Rosa y la rubia sería llamada Cecilia Blanka.

El castigo solía ser un día o dos a pan y agua, especialmente durante la temporada en que la madre Rikissa parecía querer martirizar a Cecilia hasta la muerte tras su embarazo. Sin embargo, ahora la madre Rikissa ordenó, más en tono sarcástico que misericordioso, que se llevara a Cecilia Blanka a
lapis culparium
, a la estaca del castigo situada al fondo de la sala. La prior y una de las hermanas se acercaron decididas a Cecilia Blanka y, tomándola por los dos brazos, la llevaron a la estaca de castigo y allí le quitaron el manto de lana, de modo que quedó vestida sólo con un camisón de lino. Luego le amarraron ambas manos estiradas por encima de la cabeza con dos esposas de hierro.

La madre Rikissa fue a buscar un flagelo y se colocó junto a la tensada Cecilia y miró, de nuevo con cara más de victoria que de misericordia, a su congregación. Esperó un rato mientras golpeaba a modo de prueba el flagelo contra su mano.

Luego hizo la señal de rezar tres Pater Noster y las congregadas agacharon obedientemente las cabezas y empezaron a recitar.

Al finalizar la oración llamó a Helena Sverkersdotter, una de las doncellas mundanales, y le entregó el flagelo pidiéndole que, en nombre del Padre, del Hijo y de la Virgen María, impartiese tres azotes.

Helena Sverkersdotter era una doncella corpulenta y torpe que pocas veces tenía la oportunidad de destacar sobre las demás. Ahora miraba excitada hacia sus hermanas, que movían la cabeza afirmativamente, animándola, y alguna le indicó que diese unos buenos azotes. Y así hizo. No golpeó como sería la costumbre, más como recordatorio para la conciencia y para el cambio que no para dañar al cuerpo; golpeó con todas sus fuerzas, y con el último azote aparecieron dos rayas de sangre en el camisón inmaculado de Cecilia Blanka.

Ésta gemía con los dientes apretados mientras recibía los azotes; no gritó ni lloró. De pronto se volvió, retorciéndose, pues era difícil en su tensa postura, de modo que pudo mirar a los ojos a la excitada Helena Sverkersdotter. Y dijo, seseando cual serpiente entre los dientes y con los ojos llenos de odio, algo tan espantoso que un murmullo de horror recorrió la sala:

—¡Un día, Helena Sverkersdotter, te arrepentirás de esos azotes más que de nada en toda tu vida, te lo juro por la sagrada Virgen María!

Eran unas palabras tremendas. No sólo porque era amenaza e ira en el interior de los muros, no sólo porque hubiese implicado a la Virgen María en su pecado, sino más que nada porque esas palabras demostraban que Cecilia Blanka no había aprendido la lección de su castigo y por tanto no obedecía a la madre Rikissa.

Lo que ahora todas esperaban era tres veces tres nuevos azotes como consecuencia inmediata de las irreverentes palabras de Cecilia Blanka. Sin embargo, la madre Rikissa se acercó y le quitó el flagelo a Helena Sverkersdotter, que ya estaba alzando el brazo para volver a empezar.

A Cecilia Rosa, sentada al fondo, junto a la puerta, le pareció ver cómo los ojos de la madre Rikissa ardían rojos como los de un dragón u otra criatura maligna y toda la congregación excepto Cecilia Rosa y Cecilia Blanka agacharon las cabezas como para rezar, aunque en realidad fue de puro miedo.

—Tres días en
carcer
—dijo finalmente la madre Rikissa, despacio, como si se hubiese calmado y hubiese reflexionado—, tres días en
carcer
a pan y agua y con soledad y silencio y oraciones, y con sólo una manta, ¡así buscarás tu perdón!

Nadie había sido condenada a
carcer
en todo el tiempo que Cecilia Rosa había pasado en Gudhem; era algo así como una leyenda.
Carcer
era un pequeño agujero en la tierra debajo del
cellarium
, el almacén de los cereales. Permanecer allí entre las ratas y en invierno debía de ser una dura tortura difícil de soportar.

Cecilia Rosa ya no pasó frío los días siguientes, pues estaba demasiado ocupada rezando por su desconocida amiga Cecilia Blanka. Rezó con el alma ardiente y los ojos lagrimosos y cumplió con sus obligaciones sin pensar, tejió sin pensar, cantó sin pensar y comió sin pensar. Puso toda su alma y todos sus pensamientos en las oraciones.

La noche del tercer día, tras completas, Cecilia Blanka volvió a la sala de dormir tras la prohibición de habla, conducida por dos hermanas sobre piernas inestables y con la cara muy pálida. La llevaron hasta la cama, la tumbaron con brusquedad y la cubrieron descuidadamente con las dos mantas.

Cecilia Rosa —que ahora la muchacha asumía sin dificultad como su nombre— buscó los ojos de su amiga en la oscuridad y al fin los halló. Pero la mirada de Cecilia Blanka era rígida y vacía. Tenía aspecto de estar congelada hasta los huesos.

Cecilia Rosa esperó un rato hasta que el
dormitorium
estuvo en silencio antes de hacer lo impensable. Tomó sus dos mantas y se trasladó lo más silenciosamente que pudo hasta la cama de su amiga, se metió en su interior, cubrió a ambas en las mantas y se arrimó cuanto pudo a ella. Fue como tumbarse en el hielo. Pero pronto, como si Nuestra Señora mantuviese su mano protectora sobre ellas incluso en este difícil momento, el calor volvió poco a poco a sus cuerpos.

Tras el canto de la madrugada, Cecilia Rosa no se atrevió a repetir su pecado, que en realidad no era tal. Pero le prestó una de sus mantas a su amiga y por su parte no pasó más frío aquella avanzada noche a pesar de tratarse de una de las últimas noches gélidas de invierno en que las estrellas brillaban límpidas y claras sobre el cielo negro.

Nunca se descubrió su crimen. O tal vez las hermanas legas, que eran las que dormían más cerca y las que podían estar más cerca de descubrir la pecaminosa acción de dormir juntas, no hallaron motivo para delatarlas. Pues para quien no tenía corazón de piedra, o para quien a diferencia de las demás doncellas mundanas no odiaban a las dos Cecilias, no era difícil comprender el sufrimiento que significaba pasar tres noches en
carcer
durante el más frío invierno.

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