Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
—Pues sí, la verdad es que sise puede —murmuró el emir Moussa—. El enemigo tiene muchas caras, conocidas y desconocidas. Pero en la palabra de ese hombre podemos confiar tanto como en la palabra de tu hermano.
Cabalgaron según las indicaciones del enemigo y pronto hallaron un pequeño riachuelo con agua limpia y fresca donde se detuvieron y dejaron beber a sus caballos. Luego prosiguieron a lo largo del riachuelo y, tal como les había dicho el templario, encontraron una zona llana donde el riachuelo se ensanchaba formando un pequeño lago donde crecían árboles bajos y arbustos y donde había un poco de pasto para los caballos. Desensillaron y recogieron su equipaje, ataron las patas delanteras a los caballos para que se mantuvieran cerca del agua y no fuesen a buscar pasto más allá donde, de todos modos, no había nada. Luego se lavaron con minuciosidad, tal como prescribían las reglas antes de la oración.
Al percibirse la primera luna creciente sobre el cielo azul de la noche veraniega rezaron sus oraciones por el luto de sus muertos y agradecieron a Dios que en su inmensa misericordia les hubiera enviado al peor de sus enemigos para su salvación.
Tras las oraciones hablaron un poco acerca de eso y Yussuf opinaba que de ese modo Dios les había mostrado casi con burla Su omnipotencia, había demostrado que nada Le era imposible, ni tan siquiera enviarles a un templario como salvación, precisamente a ellos, que al final vencerían a todos los templarios.
Aquello era algo que Yussuf se decía a sí mismo y a todos los demás. Los francos iban y volvían de la ciudad sagrada, a veces en multitud, como la langosta, y otras veces no tanto. Año tras año llegaban nuevos guerreros de los países francos, saqueaban y vencían o perdían y morían, y si vencían pronto se marchaban con sus pesados cargamentos.
Pero algunos francos no regresaban nunca a sus casas, y aquéllos eran los mejores, así como los peores. Eran los mejores porque no saqueaban por placer, porque se podía hablar con ellos y cerrar acuerdos comerciales o acuerdos de paz. Sin embargo, también eran los peores porque algunos de ellos eran terribles adversarios en la guerra. Y los peores de ellos eran las dos órdenes de monjes guerreros condenadamente creyentes: la Orden de los Templarios y la Orden de los Sanjuanistas. Quien quisiese limpiar el país de enemigos, quien quisiese recuperar Al Aksa y la mezquita de la Roca de la sagrada ciudad de Dios, al final debería vencer tanto a los templarios como a los sanjuanistas. Otra cosa sería inconcebible.
Pero precisamente estos condenados creyentes parecían imposibles de vencer. Luchaban sin temor, convencidos de que si morían en combate irían al paraíso. No se rendían nunca, pues sus normas prohibían que se comprase la libertad de un hermano prisionero. Un prisionero sanjuanista o templario era un prisionero sin valor al que podías liberar o matar; por tanto, siempre matar.
La regla decía que si quince fieles se enfrentaban a cinco templarios en una llanura, sobrevivirían todos o ninguno. Si los quince fieles atacasen a los cinco infieles, ni un solo fiel saldría con vida. Para estar seguro en un ataque así se debía ser cuatro veces más y además dispuesto a pagar un precio muy alto en vidas propias. Con francos normales era de otro modo, pues contra ellos se podía vencer, aun siendo menos hombres en el lado de los fieles.
Mientras Fahkr y el emir Moussa recolectaban leña para hacer una hoguera, Yussuf permaneció tumbado con los brazos detrás de la cabeza, mirando al cielo, donde se iban encendiendo cada vez más estrellas. Estuvo meditando acerca de estos sus peores enemigos. Pensó en lo que había visto justo antes de la puesta del sol. El hombre que se hacía llamar Al Ghouti había llevado un caballo digno de un rey, un caballo que parecía pensar lo mismo que su amo, que obedecía antes de tan siquiera haber recibido la señal de lo que debía hacer.
No era magia; Yussuf siempre rechazaba ese tipo de explicaciones. Sencillamente se trataba de que el hombre y el caballo habían luchado y practicado juntos durante muchos años y lo habían hecho con la mayor seriedad, para nada como un simple entretenimiento en los ratos que no había más que hacer. Entre los mamelucos egipcios había hombres semejantes y caballos semejantes, y naturalmente los mamelucos no hacían otra cosa que entrenar hasta tener el éxito suficiente como para recibir cargos y tierras, su libertad y oro en agradecimiento por muchos buenos años de servicio en guerra. Esto no era milagro ni magia, era el hombre y no sólo Dios que creaba hombres así. La pregunta era: ¿qué debía ser lo más importante para alcanzar ese objetivo?
La respuesta de Yussuf a esa pregunta era siempre la verdadera fe; que quien seguía por completo las palabras del Profeta, la paz lo acompañe, acerca de la
yihad
, la guerra santa, también se convertiría en un guerrero irresistible. Pero el problema era que difícilmente se podía decir que los más creyentes de los musulmanes se encontraban entre los mamelucos egipcios; por lo general, estos turcos eran más o menos supersticiosos, creían en espíritus y piedras sagradas y se entregaban sólo con los labios a la fe verdadera y sincera.
Y todavía peor era en tal caso que incluso los infieles pudiesen crear hombres como Al Ghouti. ¿Querría Dios demostrar con eso que es la persona con su propia y libre voluntad que decide la meta de su vida, en esta vida terrenal, y que sólo cuando el sagrado fuego separe el grano de la paja se comprobará quién es fiel y quién infiel?
Era una idea desalentadora; porque si la intención de Dios era que los fieles, si lograban unirse en
yihad
contra los infieles, serían recompensados con la victoria, ¿por qué había creado entonces enemigos a quienes no pudieran vencer? Probablemente para demostrar que los fieles realmente debían unirse contra el enemigo, que los fieles debían cesar en todas sus luchas internas porque unidos serían diez o cien veces más que los francos, que entonces estarían condenados a sucumbir incluso aunque fuesen todos ellos templarios.
Yussuf volvió a rescatar las imágenes que tenía en su memoria de Al Ghouti, el caballo, los jaeces negros y brillantes y casi completamente enteros, la armadura que no tenía ni un detalle puramente decorativo sino que todo estaba ahí para complacer a la mano. De aquello podía sacarse alguna que otra lección. Seguramente habían muerto muchos hombres en el campo de batalla por no haber resistido la tentación de colocarse sus dorados brocados nuevos y relucientes por encima de la armadura, dificultando por tanto sus movimientos en el momento decisivo, y muriendo más por vanidad que por otra cosa. Todo cuanto uno veía debía ser recordado y aprendido, ¿cómo si no iban a poder vencer al endiablado enemigo que ahora ocupaba la ciudad sagrada de Dios?
El fuego ya echaba chispas y Fahkr y el emir Moussa habían extendido una tela de muselina, habían sacado las provisiones y también las vasijas llenas de agua. El emir Moussa estaba de cuclillas y molía los granos de moca para cuando llegase el momento de preparar la negra bebida beduina. Al haber anochecido llegó ahora el frío, primero como una brisa refrescante que resbalaba por los lados de las montañas de Al Khalil, la ciudad de Abraham. Pero el fresco tras un día caluroso se convertiría pronto en frío.
El sentido que el viento tomaba hacia el oeste hizo que Yussuf pudiese notar el olor de los dos francos a la vez que los oyó en la oscuridad. Olían a esclavos y a campos de batalla y sin duda alguna acudían a la cena sin haberse lavado, como bárbaros que eran.
Cuando el templario apareció a la luz del fuego, los fieles vieron que llevaba el escudo blanco con la cruz roja delante de él, de un modo en que no debería ir un invitado y el emir Moussa dio unos pasos dudosos hacia su silla de montar, donde había dejado las armas junto con los jaeces. Pero Yussuf captó pronto su mirada preocupada y sacudió tranquilo la cabeza.
El templario se inclinó hacia sus tres anfitriones por orden y el sargento hizo torpemente lo mismo que su señor. Luego sorprendió a los tres fieles levantando el escudo blanco con la detestable cruz roja y colocándola lo más alto que podía en uno de los árboles bajos. Cuando luego se acercó soltándose la espada para sentarse del modo en que lo invitaba Yussuf con la mano, explicó que según su conocimiento no quedaban hombres malintencionados en la zona, pero que nunca se podía estar seguro. Y en ese caso, un escudo templario enfriaría bastante sus ánimos de lucha. Ofreció, además, de modo muy generoso dejar que su escudo permaneciese allí durante la noche y acercarse al amanecer cuando de todos modos sería hora para todos ellos de continuar el viaje.
Cuando el templario y su sargento se sentaron a la tela de muselina y empezaron a sacar cosas de su propio fardo —se veían dátiles, carne de cordero y alguna que otra impureza—, Yussuf ya no pudo contener más la risa que llevaba intentando ahogar desde hacía un buen rato. Los demás lo miraron sorprendidos, pues nadie había visto nada cómico. Los dos templarios fruncieron el ceño, pues debían sospechar que ellos mismos eran objeto de burla de Yussuf.
Por tanto, tuvo que explicarse y dijo que si había algo en este mundo que jamás se habría imaginado como protección para la noche, eso era un escudo con el símbolo del peor enemigo. Pero, por otro lado, eso demostraba lo que siempre había pensado, que Dios en Su omnipotencia no reparaba en bromear con Sus hijos. Todos pudieron sonreír ante esta idea.
En ese preciso momento, el templario se percató de una pieza de carne ahumada entre lo que había sacado el sargento y dijo algo brusco en franco, señalando con el puñal largo y afilado. El sargento retiró sonrojado la carne mientras el templario se disculpaba encogiéndose de hombros diciendo que lo que era carne impura para uno en este mundo era buena carne para el otro.
Los tres fieles comprendieron entonces que había habido una pieza de cerdo en medio de la comida, con lo que se habían echado a perder el resto de los alimentos. Sin embargo, Yussuf les recordó rápidamente y en susurros las palabras de Dios para los casos en que la persona se encuentra en apuros, en los que las reglas ya no son reglas del mismo modo como cuando uno se encuentra en su propia casa, y con eso se conformaron todos.
Yussuf bendijo la comida en nombre de Dios el Misericordioso y el Piadoso y el templario bendijo la comida en nombre del Señor Jesucristo y de la Madre de Dios y ninguno de los cinco hombres hizo ascos a la fe del otro.
Ahora empezaron a rogarse el uno al otro para que comiesen y al final el templario, animado por Yussuf, tomó un trozo de carne de cordero envuelto en pan y lo partió en dos trozos con su puñal gris, sin adornos y espantosamente afilado, y alargó un trozo a su sargento, que lo tomó y lo introdujo en su boca con cierta duda resignada.
Comieron en silencio durante un rato. Los fieles habían servido en su lado de la tela de muselina esta carne envuelta en pan y pistachos picados, preparados con azúcar hilado y miel. Los infieles tenían, tras desaparecer la carne impura, carne de cordero seca, dátiles y pan blanco en su lado.
—Hay algo que quisiera preguntarte, templario —dijo Yussuf al cabo de un rato. Hablaba en voz baja e intensa, como sabían que hacía quiénes lo conocían bien, cuando había pensado un buen rato y quería decir algo importante.
—Tú eres nuestro anfitrión, hemos aceptado tu invitación y con mucho gusto responderemos a tus preguntas, pero recuerda que nuestra fe es la verdadera y no la tuya —contestó el templario con cara de estar bromeando con la mismísima fe.
—Seguramente comprenderás lo que opino acerca de ese asunto, templario, pero ahora, a mi pregunta. Nos salvaste, a tus enemigos. Ya he reconocido que es así y te he dado las gracias, pero ahora quiero saber por qué.
—No salvamos a nuestros enemigos —respondió el templario, pensativo—. Llevamos mucho tiempo buscando a estos bandoleros, durante una semana los hemos estado siguiendo a distancia, esperando la ocasión más oportuna. Nuestra misión era matarlos, no salvaros a vosotros. Pero casualmente Dios mantenía su mano protectora sobre vosotros y ni tú ni yo sabemos por qué.
—¿Pero tú no eres el mismísimo Al Ghouti? —insistió Yussuf.
—Sí, es cierto —contestó el templario—. Yo soy el que los infieles en el idioma que ahora hablamos llaman Al Ghouti, pero mi nombre es Arn de Gothia y mi misión era librar al mundo de esos seis indignos y cumplí con mi misión. Eso es todo.
—¿Pero por qué alguien como tú?, ¿no eres además el emir de los templarios en vuestra fortaleza en Gaza? ¿Un hombre de rango? ¿Por qué un hombre así tiene que ocuparse de una tarea tan baja, además de peligrosa, como pasar las noches a la intemperie en esta zona tan inhóspita sólo para matar a unos bandoleros?
—Porque es para lo que se instituyó nuestra orden en un primer momento, mucho antes de que yo hubiese nacido siquiera —contestó el templario—. Al principio, cuando los nuestros habían liberado la Tumba de Dios, nuestros peregrinos no tenían ningún tipo de protección cuando iban en peregrinación por el río Jordán hasta aquel lugar en que Yahia, como lo llamáis vosotros, una vez bautizó a Jesucristo Nuestro Señor. Y en aquel tiempo todos los peregrinos cargaban con todas sus pertenencias, en lugar de dejarlas, como ahora, que se las guardásemos nosotros. Eran presa fácil para bandoleros. Así se creó nuestra orden para protegerlos. Todavía hoy sigue siendo una misión de honor proteger a peregrinos y matar a bandoleros. Por tanto, no es como tú piensas, que esto es una tarea baja que damos a cualquiera, es más bien lo contrario, el núcleo y el origen de nuestra orden, tal como dije, una misión de honor. Y Dios respondió a nuestras oraciones.
—Tienes razón —constató Yussuf con un suspiro—. Deberíamos proteger siempre a los peregrinos. ¿Cuán más fácil sería la vida aquí en Palestina si todos hiciésemos eso? Por cierto, ¿en qué país franco se encuentra Gothia?
—En realidad no es ningún país
franco
—repuso el templario con una mirada jocosa como si el viento se hubiese llevado toda su solemnidad—. Gothia está lejos, al norte del país de los francos, al final del todo del mundo. Gothia es un país en el que puedo caminar por encima del agua durante casi la mitad del año porque el intenso frío hace el agua dura. ¿Pero de qué país vienes tú? ¿Porque tu árabe no parece de La Meca?
—Nací en Baalbek, pero los tres somos kurdos —respondió Yussuf, sorprendido—. Éste es mi hermano Fahkr y éste es mi… amigo Moussa. ¿Cómo y por qué has aprendido el idioma de los fieles? Gente como tú no suele caer en largos cautiverios.