El Caballero Templario (10 page)

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Authors: Jan Guillou

Ahí calló la madre Rikissa y se quedó sentada con el papel suelto en la mano, como si no pudiese seguir leyendo. Ya se oía algún sollozo en la sala.

Y en ese momento Cecilia Blanka se levantó, tomando con atrevimiento a su amiga de la mano, pues estaban juntas al lado de la puerta. Sin dudas en la voz, pero también sin mostrar burla ni alegría, rompió ahora la obligación de silencio:

—Madre Rikissa, solicito que nos disculpe —dijo—. Pero Cecilia Algotsdotter y yo os dejamos ahora en la pena que nosotras dos no podemos compartir. Salimos al claustro para meditar a nuestro modo sobre lo sucedido.

Eran unas palabras increíbles, pero la madre Rikissa se limitó a hacer un leve gesto con la mano a modo de asentimiento. Cecilia Blanka dio entonces con su amiga un paso hacia adelante y se inclinó con cortesía de forma mundanal, alargando el brazo como si ya fuese reina y, todavía de la mano de su amiga, abandonó la sala.

Al salir al claustro se alejaron con pasos ligeros todo lo posible para que las apenadas no las oyesen. Allí se detuvieron, se abrazaron, se besaron del modo más descarado y luego giraron agarrándose la una a la otra por la cintura, como bailando por el claustro. No hacía falta decir nada, ya sabían todo cuanto necesitaban saber.

Si Boleslav y Kol estaban muertos, había terminado la lucha. Si los de Sverker se habían dirigido hacia el mismísimo Bjälbo, los Folkung debían de haber salido, a pesar de dudar primero, todos y cada uno y con todo lo que pudieron para vencer o morir. No habrían tenido otra elección si la batalla había tenido lugar en Bjälbo.

Si los dos pretendientes del trono del otro bando habían caído, eso significaba que pocos de sus hombres habían salido vivos de la batalla, pues los altos señores eran los últimos en caer en las guerras. Birger Brosa y Knut Eriksson debían de haber logrado una gran y decisiva victoria. Por eso los sverkerianos fugitivos habían ido a Gudhem, pensando que podrían comprarse el salvoconducto tomando como prisionera a la prometida de Knut Eriksson.

La guerra había terminado y su bando había vencido. En el primer momento de alegría cuando bailaban por el claustro rodeadas con sus brazos por la cintura, éste era el único pensamiento que las ocupaba.

No fue hasta más tarde cuando se dieron cuenta de que lo ocurrido en los campos de sangre a las afueras de Bjälbo también significaba que ahora les llegaría la separación. Pronto tocaría la hora de la libertad para Cecilia Blanka.

III

A
rmand de Gascogne, sargento en la orden de los templarios, era un hombre que no reconocería sentir miedo ni temor ante nada. No sólo porque iba en contra de la Norma, a un templario le estaba prohibido sentir miedo, sino también porque iba en contra de la idea que tenía de sí mismo y en contra de su deseo más fervoroso en la vida: ser admitido en la orden como un hermano caballero de pleno derecho.

Pero al ver los muros de Jerusalén, el centro del mundo, levantarse ante él a la luz del sol poniente, fue como si a pesar de todo sintiese temor, y como si tuviese frío y el vello de sus antebrazos se pusiese de punta. Sin embargo, el ardor volvió pronto a su rostro.

La cabalgada había sido muy dura, su señor Arn sólo les había concedido un breve descanso al mediodía y habían avanzado en silencio sin más interrupciones que las que de vez en cuando eran imprescindibles para bajar un rato del caballo y asegurar la incómoda carga en la montura. Los seis cadáveres habían quedado tiesos en extrañas posturas y a medida que el sol había ido subiendo y el calor aumentando, iban acumulando cada vez mayores nubes de moscas a su alrededor. Pero los cadáveres no eran lo más difícil de manejar; al contrario, podían doblarse para adaptarse mejor al resto de la carga. En cambio, el botín de la pequeña cueva de los bandoleros había sido considerable y difícil de transportar. Había de todo, desde armas turcas hasta cuencos de plata para la comunión de los cristianos, seda y brocados, joyas y detalles de armaduras francas, espuelas de plata y oro, piedras azules egipcias y piedras preciosas que Armand no reconocía en violeta y verde azulado, pequeños crucifijos de oro con cadenas de todo tipo, desde cuero hasta oro labrado; sólo con esto se podía contabilizar más de una veintena de almas fieles que ahora, en paz descansen, debían de hallarse en el paraíso, pues habían tropezado con la muerte mártir de camino o de vuelta del lugar en que Juan Bautista sumergió a Jesucristo Señor en el agua del Jordán.

Armand sentía la lengua hinchada, como si tuviese un grueso trozo de cuero en la boca, y seca como la tierra del desierto. No porque se hubiese terminado el agua; a cada paso que daba el caballo, Armand podía oír el sonido del agua en la bota de cuero sobre el lomo derecho. Pero era la Norma. Un templario se controlaba. Un templario debía ser capaz de soportar lo que otros no podían soportar. Y de ninguna manera un sargento podía beber sin el permiso de su señor, como no podía hablar sin serle dirigida la palabra ni detenerse sin una orden.

Armand sospechaba que el señor Arn atormentaba a su sargento, no sin un propósito, pues también se torturaba a sí mismo. Tenía algo que ver con la mañana. Aquella mañana había respondido con sinceridad tal y como exigía la Norma. La pregunta que le había hecho era si quería ser admitido como templario y llevar el manto blanco. Su señor Arn sólo había asentido pensativo ante la respuesta sin mostrar ningún tipo de sentimiento y desde entonces no habían intercambiado ni una palabra. Habían cabalgado durante once horas deteniéndose sólo un rato para descansar, y parando de vez en cuando al encontrar agua para los caballos, pero no para sí mismos, y todo esto lo habían realizado en uno de los días más calurosos del año. En la última hora, Armand había visto cómo los músculos de las patas traseras de los caballos temblaban con cada paso mientras iban avanzando; también para ellos éste había sido un día muy duro. Pero era como si la Norma también se refiriese a los caballos de la Orden del Temple. Nunca se abandonaba, se cumplían las órdenes, se soportaba lo que ningún otro era capaz de soportar.

Cuando por fin se aproximaron al portal del muro de la ciudad que llevaba por nombre el portal del León, fue como si por unos segundos se le nublase la vista a Armand, y tuvo que cogerse a la perilla de la silla de montar para no caerse del caballo. Pero luego se recuperó, aunque sólo fuera por la curiosidad de ver el alboroto que se había formado en torno al portal de la ciudad cuando él, su señor y su insólita carga se fueron acercando. O tal vez fuese porque pensó que pronto podría beber, en lo cual se equivocaba.

En el portal había guardias, que eran soldados del rey, pero también había un templario y su sargento. Al acercarse uno de los guardias reales al caballo de Arn de Gothia para tomarlo de la rienda e informarse de su asunto y su derecho a entrar en la ciudad, el templario que estaba a su espalda desenvainó de inmediato la espada y le impidió con ella el paso, a la vez que ordenaba a su sargento que escampase a los curiosos. Y así entraron Armand y su señor al centro del mundo sin tener que pronunciar ni una palabra, pues pertenecían al sagrado ejército de Dios y no obedecían a ninguna persona en la tierra excepto al mismísimo Santo Padre de Roma. Un templario no tenía deber de obedecer a ningún obispo, ni tan siquiera al patriarca de Jerusalén, ni ningún rey, ni incluso al rey de Jerusalén. Y aún menos a unos guardias reales.

El sargento del portal de la ciudad los condujo por estrechas calles de piedra hacia el lugar del templo mientras que, de vez en cuando, iba apartando a niños y a otros curiosos que querían agruparse en torno a su carga para escupir a los cadáveres si eran cristianos o, si eran infieles, ver si reconocían a alguien. La gente murmuraba un montón de idiomas extraños alrededor de la cabeza de Armand; reconocía el armenio, el annenio y el griego, pero había muchos otros que le eran desconocidos.

Al acercarse al templo, no se dirigieron camino arriba, sino hacia los establos que estaban debajo del Templum Salomonis. Allí había una alta bóveda precedida por unos altos portones de madera y también más guardias, todos ellos sargentos de la Orden de los Templarios.

El señor de Armand bajó lentamente de su caballo, entregó las riendas a uno de los sargentos que esperaban con cortesía y susurró algo antes de volverse hacia Armand y con voz ronca ordenó desmontar. Un templario vestido de blanco se acercó corriendo y se inclinó ante Arn de Gothia, que le devolvió la reverencia, y luego pudieron entrar bajo las largas hileras de columnas de los enormes establos. Se detuvieron algo más adelante, en un lugar donde había una mesa y utensilios para escribir y capellanes vestidos de verde que llevaban la contabilidad. Arn y su hermano caballero de blanco mantuvieron una breve conversación de la que Armand no oyó nada y luego los sargentos pudieron empezar a descargar y prepararse para mostrar objeto tras objeto ante los escribanos, mientras Arn señalaba a Armand que lo acompañase.

Atravesaron los infinitos establos. Armand había oído a alguien decir que allí cabían diez mil caballos, lo que le pareció exagerado, pero sin embargo lo que había dicho otra persona parecía completamente cierto, que los establos eran tan grandes que un tiro de flecha a lo largo y un tiro a lo ancho eran las medidas. Aquel lugar era muy bello y estaba muy limpio por todas partes, no había heces de caballo por los pasillos, ni una brizna de heno, solo la piedra limpia. Fila por fila había caballos que, o bien estaban sumergidos en sus propios sueños, o bien los estaban cepillando, herrados, abrevados y recibiendo forraje por un ejército de mozos de cuadra vestidos de marrón. Por aquí y por allá había también algún sargento vestido de negro trabajando con su caballo o algún hermano caballero vestido de blanco con el suyo. Cada vez que pasaban junto a un sargento se inclinaba Armand. Cada vez que pasaban junto a un templario se inclinaba Arn. Lo que Armand veía era un poder y una fuerza que nunca se podría haber imaginado. Sólo había estado una vez antes en Jerusalén, para visitar la iglesia del Santo Sepulcro con un grupo de reclutas; todos los reclutas debían visitar el Santo Sepulcro alguna vez. Pero nunca había estado dentro del propio cuartel de los templarios en Jerusalén y, a pesar de todos los rumores que había oído, aquello era infinitamente más grande y poderoso de lo que se podía haber imaginado. Sólo el valor en oro de todos esos hermosos y bien cuidados caballos de sangre árabe o franca o andaluza alcanzaría para costear un gran ejército.

Al llegar hasta el final de los establos había una estrecha escalera de caracol que llevaba arriba. Parecía como si el señor de Armand lo conociese como la palma de su mano; no necesitó preguntar a nadie por el camino y elegía la tercera o cuarta escalera sin dudar y así avanzaron en silencio hacia arriba por la oscuridad. Cuando de repente salieron a un gran patio, los ojos de Armand fueron cegados por la luz al reflejarse el sol poniente en una gran cúpula de oro y otra algo más pequeña de plata. Su señor se detuvo y señaló con el dedo pero sin decir nada. Armand se santiguó ante la sagrada visión y luego se sorprendió al ver, ahora que estaba cerca, que la cúpula dorada que sólo había visto desde la distancia estaba cubierta por placas rectangulares de algo que debía de ser oro macizo. Siempre había pensado que era teja vidriada en oro; todo el techo de una iglesia de oro puro era demasiado.

Su señor seguía sin decir nada, pero al cabo de un rato hizo un gesto indicando que continuasen y Armand lo siguió por un mundo apartado compuesto por jardines y fuentes entre una aglomeración de casas de todos los colores y todo tipo de estilos de construcción. Algunas parecían casas sarracenas, otras francas, algunas estrictamente caladas en blanco, otras pintadas de azul, verde y blanco y techo blanco de azulejos sarracenos con dibujos muy poco cristianos. Precisamente en una de las casas adosadas de ese tipo con cúpulas pequeñas y redondas aunque sólo caladas en blanco, entraron ahora, Armand dos pasos detrás de su señor.

Se detuvieron ante unas puertas de madera que parecían todas exactamente iguales, tres o cuatro puertas de color blanco con la cruz roja de la Orden de los Templarios en el exterior, aunque de tamaño no más grande que la palma de una mano. Entonces Arn se giró y miró inquisitivo y un poco divertido a su sargento antes de decir nada. Armand sentía la cabeza completamente vacía, no tenía la más mínima idea de lo que iba a suceder, sólo sabía que recibiría una orden con la que debía cumplir. Se estaba muriendo de sed.

—Ahora, mi buen sargento, harás lo que yo te diga, eso y nada más —dijo finalmente Arn—, Entrarás por esa puerta. Ahí encontrarás una habitación vacía excepto por un banco de madera. Ahí…

Arn dudó y carraspeó, tenía la boca demasiado seca como para hablar sin dificultad.

—Ahi te quitarás toda la ropa.
Toda
la ropa, el jubón, la cota de malla, los calzones, los zapatos… e incluso la faja externa de piel de cordero en torno a la parte impura del cuerpo y, es más, también la parte interna de la faja de cordero que no te quitas nunca. Y luego te quitarás finalmente la túnica interior que llevas bajo la cota de malla, y también el cinturón que lo rodea, de modo que estés completamente desnudo. ¿Has comprendido lo que te digo?

—Sí, señor, lo he comprendido —susurró Armand, sonrojado, y bajó la cabeza, teniendo luego que esforzarse para sacar más palabras de su boca seca—, Pero dices, señor, que debo quitarme toda la ropa… Pero si el Código dice…

—¡Ahora estás en Jerusalén, estás en la ciudad más sagrada, en el cuartel más sagrado de todo el mundo, y aquí son otras normas! —lo interrumpió Arn—, Bueno, cuando hayas hecho esto que ahora te digo, pasas por la puerta siguiente a la habitación siguiente. Ahí encontrarás agua en la que puedes sumergir todo el cuerpo, ahí encontrarás aceites que debes utilizar y encontrarás utensilios para el lavado. Debes lavarte, debes sumergir tu cuerpo completamente en el agua, también el pelo, y debes lavarte hasta quedar bien limpio. ¿Has comprendido todo lo que digo?

—Sí, señor, lo he comprendido. ¿Pero el Código?…

—Al fondo de la habitación te lavarás —prosiguió Arn, despreocupado, como si ya no tuviese problemas en forzar que las palabras saliesen por su boca seca— y te dedicarás a ello hasta que veas caer la oscuridad, sí, ahí dentro hay una ventana. Y cuando caiga el ocaso y oigas reivindicar al muecín, el cantor de oraciones de los infieles, que «Allah es el más grande» y todo lo que sea lo que gritan, volverás a salir a la habitación exterior. Allí encontrarás ropa nueva, aunque del mismo tipo que con la que llegaste. Con esa ropa debes vestirte. Yo esperaré fuera en el pasillo donde estamos ahora. ¿Lo has comprendido?

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