El Caballero Templario (12 page)

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Authors: Jan Guillou

Y Armand hizo de nuevo como Arn de Gothia, la bebió toda de golpe salpicando bruscamente de modo que el agua se deslizaba por el jubón y cuando, jadeante, separó el cuenco vacío de la boca se encontró para su asombro con que uno de los dos hermanos caballeros vestidos de blanco se disponía con una reverencia a recibirlo. Dudó, pues nunca habría imaginado ser servido por un caballero, pero el hombre vestido de blanco delante de él vio su consternación y lo comprendió y sólo movió la cabeza animando a Armand, que entonces entregó su cuenco con una reverencia.

El Maestre de Jerusalén había pasado el brazo por los hombros de Arn y caminaban charlando alegremente, casi como hombres seglares, hacia el fondo de la sala, donde unos sirvientes vestidos de verde estaban preparando la comida. Armand los siguió, inseguro, tras recibir una nueva señal de ánimo por parte de su servil hermano caballero.

Se sentaron tal como les ordenó el Maestre de Jerusalén, Arn y él mismo en la cabecera de la mesa, luego los dos hermanos caballeros y al final de todo el sargento Armand. En la mesa se sirvió carne fresca de cerdo, cordero ahumado, pan blanco y aceite de oliva, vino y verduras y grandes cuencos de plata empañados de agua fresca. Arn rezó sobre la comida en el idioma de la iglesia mientras los otros agachaban las cabezas, pero luego atacaron la comida con gran apetito y bebieron del vino sin dudar. Al principio no hablaba nadie excepto el Maestre de Jerusalén y Arn; parecían ocupados en recuerdos de los viejos tiempos y antiguos amigos, cosas de las que los demás comensales no podían saber mucho. Armand miraba de vez en cuando de reojo a los dos superiores, que al parecer se conocían muy bien y también eran muy buenos amigos, algo que no siempre era lo mismo dentro de la Orden de los Templarios. Armand se guardaba muy bien de no comer más, ni más rápido que su señor, controlaba todo el tiempo que no se adelantase ni en vino ni en pan ni carne, debía mostrar moderación aun cuando se trataba de una fiesta, no comer con gula como los hombres seglares.

Y tal como había sospechado Armand, la comida en sifué breve. De repente, el Maestre de Jerusalén limpió su puñal y lo guardó en el cinturón, con lo que todos los demás hicieron lo mismo y dejaron de comer. Los sirvientes vestidos de verde se acercaron inmediatamente y empezaron a quitar la mesa pero dejaron los cuencos de agua, las copas de cristal sirias y las garrafas de vino de cerámica.

Arn dio las gracias al Señor por las ofrendas de la mesa, mientras los otros agacharon las cabezas.

—¡Bueno! Seguramente ha sido un sueldo bien merecido por vuestro esfuerzo, hermanos —dijo el Maestre de Jerusalén mientras se limpiaba satisfecho la boca con el dorso de la mano—. Pero ahora queremos oír cómo te comportaste, mi querido joven sargento. Mi hermano y amigo Arn me ha dado muy buenas referencias, ¡pero ahora quiero oírte a ti!

El Maestre de Jerusalén observó a Armand con una mirada que parecía muy amable, pero Armand intuyó una trampa en la mirada, como si ahora fuesen a ponerle una más de las constantes pruebas. Pensó que lo más importante era no ufanarse.

—No hay mucho que decir, Maestre de Jerusalén —empezó, dudoso—. Seguí a mi señor Arn, obedecí sus órdenes y la Virgen nos mostró piedad y por ello vencimos —murmuró con la cabeza gacha.

—Y no sientes ningún orgullo por tu propia cuenta, te conformas humildemente con el camino que tu señor Arn te marca y recibes con agradecimiento la piedad que la Madre de Dios te muestra y etcétera, etcétera —continuó el Maestre de Jerusalén con un tono de voz con el que no era difícil captar la ironía.

—Sí, Maestre de Jerusalén, así es —respondió tímidamente con la mirada fija en el tablero de la mesa que tenía ante sí. Primero no se atrevió a levantar la mirada, pero luego pareció oír unas muestras de regocijo al otro lado de la mesa. Miró a Arn de reojo y vio que éste le dirigía una sonrisa amplia y casi descarada. Por su vida que no comprendía qué había dicho mal en sus respuestas y qué podía resultar además tan gracioso cuando se estaba hablando de asuntos serios.

—¡Bueeeno! —dijo el Maestre de Jerusalén—, Veo que tienes una sólida idea de cómo debe hablarle un sargento a los hermanos ordenados de alto rango. Pero déjame que entonces te lo pregunte así. ¿Es cierto, como mi querido hermano Arn me ha hecho saber, que quieres ser ordenado caballero en nuestro círculo?

—¡Sí, Maestre de Jerusalén! —respondió Armand con un ardor repentino que no pudo ocultar—. Daría mi vida por…

—¡Así, no! ¡Así, no! —rió el Maestre de Jerusalén, alzando la mano en señal de rechazo—. Como muerto no nos serás de mucho provecho. Además, no te preocupes por eso, la muerte ya llegará. Pero una cosa debes aprender. Si quieres ser uno de los nuestros, uno de los hermanos, debes aprender a no mentirle nunca a un hermano. Ahora reflexiona. ¿No crees que mi amado hermano Arn y yo hemos sido igual de jóvenes que tú? ¿No crees que fuimos sargentos como tú? ¿No crees que comprendemos tus sueños, que fueron nuestros sueños? ¿No crees que sabemos el orgullo que sientes por lo que has realizado, que por lo que tengo entendido, fue digno de un hermano? Pero un hermano no debe nunca mentirle a otro hermano y eso no debes olvidarlo nunca. Si te avergüenzas por los pensamientos indignos, si te avergüenzas por ufanarte por tus acciones, no es malo que te avergüences, pero siempre es peor mentirle a un hermano que sentir vanidad, o lo que tú crees que es vanidad. Puedes confesarte por tu vanidad, pero tu fidelidad a la verdad ante hermanos no puedes abandonarla nunca. Es así de sencillo.

Armand permaneció sentado con la cabeza gacha, con la mirada clavada en el tablero y sintiendo cómo le ardían las mejillas. Lo habían regañado, aunque las palabras y el tono de voz del Maestre de Jerusalén habían sido amables y fraternales. Pero de todos modos había recibido una regañina, a pesar de haberse comportado muy bien.

—Bueno, pues volvemos a empezar —dijo el Maestre de Jerusalén con un pequeño suspiro de cansancio que no sonaba del todo sincero—, ¿Qué pasó y qué hiciste en la batalla, mi querido joven sargento?

—Maestre de Jerusalén… —empezó Armand mientras sentía que la cabeza se convertía en aire, por el que los pensamientos huían como pájaros—, habíamos rastreado y seguido a los bandoleros durante una semana, habíamos estudiado su táctica, comprendimos que sería difícil atraparlos en huida, que debíamos… hallar una ocasión para encontrarnos con ellos frente a frente.

—¿Sí? —lo animaba el Maestre de Jerusalén con amabilidad cuando pareció que Armand perdió el hilo de sus pensamientos—. ¿Y al final llegó esa buena ocasión?

—Sí, Maestre de Jerusalén, finalmente llegó una buena ocasión —prosiguió Armand con un coraje renovado después de haberse convencido de que sólo se trataba de hacer un informe de batalla habitual. Los descubrimos persiguiendo a tres sarracenos para nosotros desconocidos, por un wadi que formaba una trampa, como un callejón sin salida; precisamente lo que habíamos deseado al verlos empezar la persecución desde la distancia, porque esa táctica la habían utilizado antes. Nos apostamos en lo alto de la cima. Atacamos cuando consideramos que la posición era la adecuada, por supuesto primero mi señor Arn y yo detrás, a un lado, como dicen las normas. El resto fue fácil. Mi señor Arn me indicó con la lanza que primero haría un ataque en falso contra el bandolero de la izquierda de los dos que venían en cabeza y naturalmente eso abrió una buena brecha para mí desde atrás, sólo era cuestión de apuntar y golpear con la lanza.

—¿Sentiste miedo en ese instante? —preguntó el Maestre de Jerusalén con voz melosa, sospechosamente melosa.

—¡Maestre de Jerusalén! —contestó Armand en voz alta pero luego dudó—. Debo… debo reconocer que sentí miedo.

Levantó la mirada para ver cómo los demás reaccionaban ante eso. Pero ni el Maestre de Jerusalén ni Arn ni los otros dos altos hermanos caballeros expresaron lo que pensaban u opinaban de un sargento que mostraba temor en la batalla.

—Sentí miedo pero también decisión. ¡Era la ocasión que llevábamos esperando durante tanto tiempo y ahora se trataba de no fallar! Eso fue lo que sentí —añadió tan rápido que las palabras se tropezaron las unas con las otras y sintió como si al final cayese en su propia indecisión y barullo de pensamientos.

Acto seguido, Arn golpeó con cuidado su copa siria contra la mesa y luego hizo lo mismo el Maestre de Jerusalén y también los dos hermanos caballeros, y se echaron todos a reír de buena gana y para nada con mala intención.

—Ya ves, mi querido y joven sargento —dijo el Maestre de Jerusalén mientras sacudía la cabeza y como si sonriese en su interior—, ¿ves lo que hay que soportar como hermano de nuestra orden? ¡Reconocer el miedo! ¡Eh! Pero déjame que ahora te diga algo. Aquel de nosotros que no sienta cierto miedo en el momento decisivo,
cierto
miedo, es un idiota. Y no nos sirve de nada tener idiotas entre nuestros hermanos. Bueno, ¿cuándo podrá ser admitido como hermano de nuestra orden?

—Pronto —contestó Arn, hacia quien iba dirigida la pregunta—. En realidad, muy pronto tendremos las primeras conversaciones tal como prescribe la Norma en cuanto volvamos a Gaza. Pero…

—¡Excelente! —interrumpió el Maestre de Jerusalén—, ¡Entonces quiero ir yo mismo a presenciar la ordenación y ser quien te dé el segundo beso de bienvenida después de Arn!

El Maestre de Jerusalén alzó su copa hacia Armand y los otros templarios siguieron de inmediato su ejemplo. Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho y esforzándose para que no le temblase la mano, Armand alzó la suya e hizo reverencias por orden a cada uno de sus cuatro superiores antes de beber. Sentía una gran felicidad en su interior.

—Pero ahora la situación es algo crítica y es posible que sea difícil tener tiempo para los tres días que se requieren para la ceremonia de ordenación, al menos por un período inmediato —dijo Arn justo cuando la conversación había tomado un sentido más alegre y despreocupado. Nadie contestó pero todos se acomodaron de forma inconsciente para oír la explicación de Arn—, Entre los tres sarracenos que por casualidad salvamos de una difícil situación se encontraba Yussuf ibn Ayyub Salah al—Din, nada menos que él —empezó Arn arisco y rápido, sin esperar luego a que se tranquilizasen los bruscos movimientos en torno a la mesa antes de continuar—, Al llegar la noche compartimos pan y conversamos, y de esas conversaciones he comprendido que se nos avecina pronto la guerra —dijo Arn, impasible.

—Has compartido la comida y has conversado con Saladino —constató el Maestre de Jerusalén severamente—, ¿Has comido con el peor enemigo de toda la cristiandad y lo dejaste escapar con vida?

—Sí, así es —respondió Arn—, Y hay mucho que decir acerca de este hecho, pero lo más sencillo es que escapó con vida. En primer lugar estamos en tregua, y en segundo lugar, le di mi palabra.

—¿Le diste tu palabra a Saladino? —preguntó el Maestre de Jerusalén, sorprendido pero con los ojos entrecerrados.

—Sí, es cierto. Le di mi palabra antes de comprender quién era. Pero ahora hay cosas más importantes de que hablar —contestó Arn con el mismo lenguaje rápido con el que se habla en el campo de batalla.

El Maestre de Jerusalén permaneció en silencio durante un rato mientras se frotaba la barbilla con el puño. Luego señaló de repente a Armand, que ahora estaba mirando a su señor Arn con ojos aterrorizados, abiertos como platos, como si acabase de comprender lo que había pasado y también con quién había compartido pan.

—¡Mi buen sargento, ahora debes dejarnos! —ordenó el Maestre de Jerusalén—. Aquí el hermano Richard Longsword te acompañará un rato por nuestros barrios y por la parte de la ciudad que es nuestra. Luego te acompañará hasta el acuartelamiento nocturno de los sargentos. ¡Que Dios te acompañe! Espero tener pronto el placer de darte el beso de bienvenida.

Uno de los dos templarios se alzó de inmediato y mostró a Armand con la mano la dirección por la que debían salir. Armand se levantó, se inclinó dudoso ante los templarios, ahora muy taciturnos, sentados a la mesa, pero sólo recibió un gesto de despedida por parte del Maestre de Jerusalén y comprendió que debía irse en seguida.

Al cerrarse el portón de madera ferreteado tras Armand y su alto seguidor se hizo un pesado silencio en la habitación.

—¿Quién empieza, tú o yo? —dijo Arn en un tono de voz como si ahora hablase con un amigo muy cercano.

—Yo empiezo —respondió el Maestre de Jerusalén—, Ya conoces al hermano Guy, acaba de convertirse en maestro de armas aquí en Jeru— salén. Ambos tenéis el mismo rango y los tres tenemos graves problemas que nos incumben a todos. ¿Y si empezáramos con la cuestión de compartir pan con nuestro enemigo?

—Sí, de acuerdo —dijo Arn, presto—, ¿Tú qué habrías hecho? Estamos en tregua, es cierto que pende de un hilo como todos sabemos, como Saladino también sabía. Eran los bandoleros los que iban a ser castigados, no unos viajeros pacíficos de una fe o de la otra. Yo le di la palabra de un templario. Y él me dio su palabra. Un rato más tarde comprendí a quién le había prometido el salvoconducto. Así pues, ¿tú qué habrías hecho?

—Si le hubiese dado mi palabra, no podría haber actuado de un modo distinto que tú —constató el Maestre de Jerusalén—. Trabajaste aquí en la casa bajo las órdenes de Odo de Saint Amand, ¿no es así?

—Sí, es cierto, fue cuando Philip de Milly era el Gran Maestre.

—Mmm… He oído que Odo y tu os hicisteis muy buenos amigos…

—Es cierto. Y todavía lo somos.

—Pero ahora él es el Gran Maestre, eso es bueno. Eso solucionará este problema de cenar con el peor enemigo de la cristiandad. Si no, eso podría exaltar a algunos hermanos, como bien sabes.

—Sí. ¿Y qué opinas tú de la cuestión?

—Estoy contigo. Mantuviste tu palabra como templario. Y si te he comprendido bien, te enteraste de unas cuantas cosas, ¿verdad?

—Sí. La guerra se nos avecina como muy pronto en dos semanas, como muy tarde en dos meses. Eso es lo que creo saber.

—Cuéntanoslo. ¿Qué sabemos? ¿Y qué podemos creer?

—Lo que Saladino sabía era mucho, como que Felipe de Flandes y una gran parte del ejército mundanal y los sanjuanistas están subiendo por Siria, probablemente hacia Hama o Homs, probablemente no hacia Damasco ni hacia Saladino mismo. Pero con ese conocimiento Saladino viaja con grandes prisas y sin escolta hacia el sur, creo que hacia Al Arish, aunque él mismo dijo que iba de camino a El Cairo. No hace este viaje para huir del ejército cristiano del norte, por tanto, tiene la intención de atacarnos desde el sur ahora que sabe que la mitad de nuestras fuerzas están muy lejos, al norte. Ésa es mi conclusión.

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