El Caballero Templario (16 page)

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Authors: Jan Guillou

Al cabo de poco tiempo Cecilia Rosa descubrió que la pequeña Ulvhilde se movía sigilosamente a su alrededor, no de forma hostil, como si quisiese espiar, sino con timidez como si tuviese algo que decir. Dado que las dos Cecilias se habían repartido su tiempo como profesoras, de modo que Rosa se encargaba del canto y Blanca del tejer y hacían juntas todas las clases de lenguaje de signos, Cecilia Rosa pronto halló una ocasión para terminar el canto un poco antes que de costumbre. Luego pidió con franqueza a Ulvhilde que se sentara un rato y dijera aquello que era evidente que quería explicar. Las otras salieron en silencio y cerraron la puerta de la sala capitular con tanta discreción que Cecilia Rosa tuvo la sensación de que las demás ya sabían de qué se trataba.

—Bueno, Ulvhilde, ahora que estamos solas —empezó casi con la autoridad de una abadesa, pero en seguida se sintió avergonzada y se detuvo—. Quiero decir… tengo la sensación de que hay algo de lo que quieres hablar en privado. ¿Tengo razón?

—Sí, querida Cecilia Rosa, tienes toda la razón —respondió Ulvhilde con aspecto de intentar mantener alejado el llanto.

—Querida amiga, ¿de qué se trata? —preguntó Cecilia Rosa, insegura.

Pero la respuesta tardó. Permanecieron así durante un rato sin que ninguna de ellas se atreviese a ser la primera en romper el silencio, pues Cecilia Rosa había empezado a sospechar algo malo.

—Pues es que mi padre era Emund Ulvbane, en paz descanse su alma —susurró Ulvhilde al final con la mirada clavada en el suelo de piedra caliza.

—No conozco a ningún Emund Ulvbane —repuso Cecilia Rosa, cobarde, pero se arrepintió de inmediato.

—Seguro que sí, Cecilia Rosa, tu prometido Arn Magnusson lo conocía y todo el mundo de Götaland Occidental y Götaland Oriental conoce aquel acontecimiento. Mi padre perdió una mano en esa lucha.

—Sí, claro que conozco la lucha en el concilio de Axevalla —reconoció Cecilia Rosa, avergonzada—. Todo el mundo lo conoce, tal como tú misma has dicho. Pero yo no estaba allí y no tuve nada que ver en el asunto. Arn todavía no era mi prometido. Y tú tampoco estabas allí. ¿Qué quieres decir con esto? ¿Crees que ese hecho podría interponerse entre nosotras como una muralla?

—Es mucho peor que eso —continuó Ulvhilde, que ya no podía contener las lágrimas—, Knut Eriksson mató a mi padre en Forsvik a pesar de haber prometido que él nos seguiría a mí, a mi madre y a mis hermanos. Y en los campos de sangre…

En este punto, Ulvhilde ya no tuvo fuerzas para seguir y se dobló hacia adelante como si el dolor se apoderase de su vientre. Cecilia Rosa se sintió primero completamente perpleja pero abrazó de todos modos a la pequeña Ulvhilde, se arrodilló a su lado y le acarició las mejillas con torpeza.

—Vamos, vamos —dijo, consolándola—. Lo que has empezado a explicar tiene que salir de todos modos y es mejor quitarse lo malo de encima. Dime ahora lo que sucedió en los campos de sangre, porque lo ignoro por completo.

Ulvhilde luchó un rato consigo misma para tomar aire entre sollozos antes de poder decir de forma intermitente el resto de lo malo que tenía que salir.

—En los Campos de Sangre… murieron mis dos hermanos… asesinados por unos Folkung… y luego fueron a nuestra finca, donde nuestra madre… donde estaba todavía. ¡Y quemaron la casa con ella y la servidumbre y los animales dentro!

Fue como si la tremenda pena de Ulvhilde se extendiese como el hielo por sus miembros hasta que Cecilia Rosa también lo sintió en su interior. Se abrazaron sin poder decir nada. Cecilia Rosa empezó a mecerla de un lado a otro, como a un niño, aunque no hubiese sueño posible de conciliar. Pero algo más quedaba por decir.

—Ulvhilde, querida pequeña —susurró Cecilia Rosa con voz ronca—. Piensa en que yo podría haber sido tú y que ninguna de las dos tenemos la más mínima culpa en eso. Si puedo consolarte, lo intentaré. Si me quieres como amiga y apoyo lo intentaré también. No es fácil vivir en Gudhem, y debes saber que amigos es lo que necesitamos más que nada aquí dentro.

La agonfa de la señora Helena Stenkilsdotter fue larga. Tardó diez días en morir y pasó la mayor parte del tiempo con la cabeza completamente despejada. Eso complicó la situación todavía más para la madre Rikissa, que tuvo que enviar mensajeros a todas partes.

No se podía enterrar a la señora Helena como a cualquiera de las jubiladas de Gudhem, pues pertenecía a un linaje real y había estado casada tanto en el linaje de Sverker como en el de Erik. En otro momento y con las heridas tras la guerra mejor curadas, un gran cortejo habría acudido para rendirle homenaje en su último viaje. Pero tal como estaban ahora las cosas con los recuerdos de los Campos de Sangre a las afueras de Bjälbo demasiado recientes, sólo acudió un grupo reducido aunque muy sereno. Además, los invitados habían llegado casi todos varios días antes de su fallecimiento y se vieron obligados a esperar en el
hospitium
y también en otras casas a las afueras de la clausura, a un lado los Folkung y los Erik, y al otro los Sverker.

Cecilia Blanka y Cecilia Rosa fueron las únicas de las familiares que pudieron salir al exterior de los muros para cantar ante el sepulcro en el cementerio. El motivo no era su pertenencia de linaje, sino que sus voces eran las más bellas de Gudhem.

El obispo Bengt había acudido desde Skara para las honras fúnebres y ahí estaba rodeado por un vacío, con su capa obispal azul claro con bordados dorados, como agarrándose a su bastón. A un lado tenía a los Sverker y los vástagos Stenkils, con mantos rojos, negros y verdes. Al otro lado estaban los Erik, en dorado y azul celestial, y los Folkung, en el mismo color azul pero con plateado. A la salida del cementerio formaron todos dos hileras con los escudos sujetos a las lanzas hundidas en la tierra, el león de los Folkung, las tres coronas de los Erik, el grifo negro de los Sverker y la cabeza de lobo de los Stenkils. Algunos de los escudos todavía guardaban claras marcas de filos de espadas y puntas de lanza, al igual que los mantos de algunos de los huéspedes llevaban rastros de sangre y batalla. La paz era demasiado reciente como para que la lluvia hubiese tenido tiempo de borrar las huellas de la guerra.

Las dos Cecilias se esforzaron al máximo en sus cánticos y sin tener la más mínima intención de ser traviesas y armar confusión en las voces. Lo poco que habían conocido a la señora Helena antes de que muriese había sido más que suficiente como para quererla y guardarle un gran respeto.

Cuando terminó el canto y la señora Helena estuvo enterrada bajo la tierra negra, las dos Cecilias y todas las hermanas debían regresar cuanto antes detrás de los muros. Se iba a beber la cerveza de sepulcro en el
hospitium
, pero eso era algo que sólo concernía al obispo Bengt, a la madre Rikissa y a los invitados mundanales, que ahora se veían obligados a estar todavía más juntos de lo que habían estado en el cementerio, donde había quedado demostrado que no había ningún interés en confraternizar.

Cuando el obispo Bengt y su deán empezaron a caminar, como si quisiesen dirigir la procesión hacia el
hospitium
y la cerveza de sepulcro que los esperaba, la hostilidad y el desprecio que se tenían los invitados mundanales era más que evidente. Los Erik empezaron a caminar, de modo que llegaron los primeros. Pero al descubrirlo los Sverker, éstos se dieron prisa para ir al menos delante de los Folkung. Así avanzó bajo grave silencio el colorido cortejo hacia la parte más septentrional de Gudhem, donde se encontraban las estancias de los huéspedes.

Las dos Cecilias se habían quedado un poco más atrás para observar el esplendor de las ropas y el espectáculo. Al descubrirlo, la madre Rikissa se dirigió hacia ellas a paso ligero y bufó algo insolente acerca de la grosería de que unas doncellas cristianas se quedaran allí mirando, boquiabiertas, y que entrasen de inmediato tras los muros.

Pero entonces Cecilia Blanka le respondió con suavidad, tan suave que ella misma se sorprendió, que había visto algo que podría ser bueno tanto para la paz como para Gudhem, que muchos de los mantos de los invitados necesitaban ser limpiados de los rastros de la guerra y que eso era algo que podían hacer en Gudhem. Primero la madre Rikissa pareció enojarse, pero justo cuando abrió la boca para pronunciar unas duras palabras, fue como si una idea cruzase por su mente y se volvió y miró hacia el malhumorado grupo de invitados que se alejaba.

—Vaya, veo que incluso una gallina ciega puede encontrar el grano —dijo, pensativa y para nada desagradable. Pero ahuyentó a las dos Cecilias como si estuviese espantando gansos.

La madre Rikissa tenía dos preocupaciones que ocultaba a todo el mundo de Gudhem. Una tenía que ver con un gran acontecimiento que se avecinaba, inevitable como una nueva estación del año, y que al menos para Cecilia Blanka implicaría el mayor cambio. La otra se refería a los negocios de Gudhem y era bastante más difícil de resolver.

Gudhem ya era un convento rico, hacía menos de una generación que la iglesia había sido bendecida como iglesia de convento y las primeras hermanas se habían instalado. Pero la riqueza por sí misma no daba que alimentar a todas las bocas, pues su riqueza era la propiedad de tierras y esta propiedad debía ser convertida en comida y bebida, ropa y trabajos de construcción. Y lo que la tierra producía llegaba hasta Gudhem desde todas partes en forma de cereales, pacas de lana, pescado salado, pescado seco, harina, cerveza y fruta. Algunos de estos productos debían guardarse para el consumo de Gudhem y una parte mayor debía ser transportada a los diferentes mercados, sobre todo al de Skara, para ser vendido y convertirlo en plata, y la mayor parte de esta plata se utilizaba para pagar a todos aquellos forasteros de países lejanos que trabajaban en las diferentes construcciones del convento. Demasiadas veces sucedía que la venta de los productos se retrasaba y se agotaba la plata del arca del convento. Ésta era una constante fuente de preocupación para la madre Rikissa y por mucho que había intentado aprender los diversos aspectos de la contabilidad, el
yconomus
, un canónigo de Skara que el obispo Bengt consideraba inútil para el trabajo eclesiástico pero con buena cabeza para los negocios, siempre tenía respuestas para todas sus desconfiadas preguntas. Si las cosechas eran buenas, era difícil encontrar salida en el mercado para demasiado cereal a la vez. Si las cosechas eran malas, había que esperar con la venta hasta que los precios subiesen. Además, se trataba de no venderlo todo de golpe, de distribuir la venta a lo largo de todo el año. De modo que al final del otoño, cuando llegaban la mayor parte de los arriendos que correspondían a Gudhem, todos los almacenes se llenaban hasta rebosar, y hacia el final de cada verano, todos estos espacios estaban vacíos. El
yconomus
sostenía que era como debía ser.

La madre Rikissa había intentado hablar sobre este problema con el padre Henri, que era abad en Varnhem y su superior como tal, pues Gudhem era un convento subordinado a Varnhem. Pero el padre Henri no pudo darle demasiados buenos consejos. Había, pues, grandes diferencias entre un monasterio habitado por hombres y uno con sólo mujeres, había explicado con semblante preocupado. En Varnhem obtenían ingresos en plata a través de muchos trabajos propios, tenían una veintena de canteras donde fabricaban ruedas de molino, tenían forjas que fabricaban de todo, desde herramientas de agricultura hasta espadas para los nobles y toda la construcción se hacía con trabajo propio, sin gastar nada de plata a cambio. El padre Henri había dicho que lo que Gudhem necesitaba era un trabajo propio que pudiese dar plata de forma directa. Era fácil decirlo, pero otra cosa muy distinta era hacerlo.

Por tanto, cuando la madre Rikissa oyó a Cecilia Blanka hablar de los lúgubres mantos de los invitados, tuvo una idea, que siempre recordaría como idea propia. En Gudhem hilaban y tejían la lana, cosechaban el lino, separaban las fibras de la brizna, lo secaban, partían los tallos, los limpiaban de las partes leñosas, lo peinaban para separar las fibras cortas, hilaban y tejían, toda la elaboración desde la planta hasta la tela. Y la hermana Leonore, que se encargaba de los jardines de Gudhem, tenía conocimientos de cómo teñir telas de varias maneras que, a excepción del negro, nunca habían sido de uso, pues dentro de Gudhem no había ninguna necesidad de utilizar colores mundanalmente vistosos.

Tal como el pensamiento precede al acto, como el rubor de la aurora precede al día, la madre Rikissa puso ahora la nueva tarea en marcha. Al regresar de la cerveza de sepulcro en el
hospitium
, que había sido tan corta como era de esperar entre vencedores y derrotados, traía dos mantos desgastados y mal remendados, uno rojo y uno azul. Había sido muy estricta en este sentido, debía llevarse un manto de cada bando.

Todo el trabajo nuevo que ahora se iba a hacer llegó como una luz a Gudhem, algo que también había deseado la madre Rikissa. Porque, aparte del problema de las monedas de plata, estaba librando una carrera con el tiempo en algo que no había confesado a nadie más: tenía que lograr que las doncellas cesasen en su hostilidad.

Las doncellas tendrían una gran responsabilidad por el nuevo trabajo, algo muy conveniente para la intención oculta de la madre Rikissa. A principios del otoño, las hermanas legas tenían demasiado que hacer con el pesado trabajo de la cosecha. Además, éstas procedían todas de familias en las que no se vestían nunca con los colores del linaje para ir a la iglesia, ni a cervezas de matrimonio, ni a visitas al mercado. Las hermanas legas, las
conversae
, a las que la madre Rikissa trataba con un desprecio que pocas veces lograba ocultar, eran mujeres de familias pobres, de aquellas en las que no se tenía suficientes recursos para casarlas y, por tanto, eran enviadas a un convento para ganarse su propia comida en lugar de quedarse en casa de un pobre padre campesino costando más de lo que podían aportar. Las hermanas legas no habían rozado siquiera un manto ni de los Folkung ni de los Sverker. Por tanto, éste era un trabajo del que debían encargarse por completo las hermanas ordenadas y las invitadas eventuales de las familiares, las dos Cecilias y las hijas de los Sverker.

Sin embargo, pronto se descubrió que no era un trabajo nada fácil el que había llegado a Gudhem. Había que hacer pruebas en todo y muchas de ellas salieron fallidas antes de que finalmente saliese algo bien. Pero fue como si todas estas dificultades del principio animaran todavía más a las doncellas. Corrían a cada trabajo de un modo casi indecoroso, y cuando la madre Rikissa pasaba por delante del taller de tejer las oía a todas charlar animadamente en un tono que desde luego no era el apropiado en una casa dedicada a la Madre de Dios. Pero la madre Rikissa tenía paciencia, ahora bien podían reír. Ante el gran acontecimiento habría sido poco inteligente por su parte tratar con dureza a las doncellas.

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