Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
El siguiente preparativo de mayor importancia consistía en ensanchar los fosos que rodeaban Gaza y reforzar el muro de la ciudad. La primera defensa estaría ahí fuera y, si ésa se venía abajo, las personas y los animales huirían a la fortaleza en sí. Los doscientos ochenta sargentos y todos los civiles contratados, incluso los escribanos y los aduaneros, trabajaban día y noche en estos trabajos de construcción, y el comendador en persona supervisaba el trabajo sin cesar.
Saladino tardaba sin que lograsen comprender la razón. Según los espías beduinos que Arn había enviado hasta Sinaí, el ejército de Saladino se había reunido en Al Arish, a un día de marcha de Gaza. Posiblemente la tardanza tendría que ver con la guerra que se libraba arriba en Siria, pues los sarracenos tenían una capacidad increíble de obtener conocimientos de una parte de la región desde la otra sin que se supiese muy bien cómo lo hacían. Los beduinos de Gaza decían que las tropas sarracenas utilizaban a pájaros como mensajeros, pero eso era difícil de creer. Los cristianos empleaban señales de humo de fortaleza en fortaleza, pero Gaza estaba demasiado al sur y aislada para emplear ese sistema.
Los beduinos que volvieron a Arn para informar estimaban el ejército de Saladino en unos diez mil hombres, de los que la mayoría eran jinetes mamelucos. Eran noticias terribles, ya que un ejército como ése era imposible de vencer en el campo de batalla. Por otra parte, Arn sospechaba que los espías posiblemente exageraban, pues recibían misiones nuevas y más pagos si volvían con noticias malas que si las noticias eran buenas.
Al pasar un mes sin que Saladino atacase se hizo una cierta calma en Gaza. Ya se había preparado casi todo lo que se podía hacer, incluso se había empezado a entregar grano y animales a los campesinos, que ahora hacían largas y ruidosas colas en los graneros de la ciudad, los que por supuesto debían vaciarse antes que los almacenes al interior de la fortaleza. Había peleas e irritación en las colas, pues los mismos campesinos no sabían leer lo que ponía en los pagarés de los sirvientes escribanos, y al tener nombres muy parecidos se habían producido confusiones y errores de escritura por doquier.
El joven comendador estaba siempre presente en esas colas, escuchaba las quejas e intentaba resolver las confusiones y las discordias. A todos les quedó claro que realmente era cierto cuando había dicho que no se trataba de una confiscación, sino de salvar el grano de saqueo e incendios. Su intención era que cada familia en cada pueblo tuviese exactamente lo necesario para alimentarse una semana antes de tener que volver a Gaza a buscar más. Con ello también serían capaces de llevar consigo todo lo comestible en caso de tener que huir, de modo que sólo le dejaban pueblos vacíos al enemigo.
El maestro pañero hermano Bertrand era de la opinión que todo este trabajo de escritura y parlamento con los campesinos representaba una parte muy grande del tiempo de trabajo. Pero su superior no cedía ni un milímetro; era imposible romper la promesa de un templario.
En esta fase más tranquila de trabajo que de cualquier modo tuvo lugar tras el primer mes de ajetreados preparativos, por fin Arn se tomó un tiempo para dedicárselo a su sargento Armand de Gascogne, que se había encontrado transformado en albañil más que en
sargento en preparación
, en lo que se había convertido en el mismo instante en que el Maestre de Jerusalén había pronunciado su bendición. Cuando ahora fue llamado en los muros por el mismísimo maestro de armas y además fue ordenado a presentarse limpio y con ropas nuevas ante el comendador tras la cena, volvió a encendérsele la esperanza. No le habían olvidado, sus posibilidades de ser admitido como hermano de pleno derecho no habían muerto con la guerra que se avecinaba.
El
parlatorium
del comendador se encontraba en la parte occidental del muro, muy alto y con dos ventanas en arco que daban hacia el mar. Al presentarse Armand a la hora concertada encontró a su señor cansado y con los ojos rojos pero, aun así, muy apacible y con el ánimo tranquilo. La hermosa habitación por la que el sol poniente entraba ahora en ángulo estaba frugalmente amueblada, sin decoraciones en las paredes, una gran mesa en el centro con mapas y documentos y una hilera de sillas a lo largo de una de las paredes laterales. Entre las dos ventanas que daban al mar había una puerta que conducía a un balcón. El manto blanco del comendador estaba tirado sobre una de las sillas, pero al entrar Armand en la habitación y colocarse en posición rígida en el centro de la sala, Arn fue a recoger su manto y se lo ató al cuello. Sólo entonces saludó a Armand con una leve inclinación.
—Has cavado y cavado, ¿supongo que debes de sentirte más como un topo que como un sargento en preparación? —dijo Arn en tono de broma, lo cual inmediatamente puso a Armand en alerta, pues los hermanos superiores siempre acostumbraban a ocultar trampas en sus palabras, incluso las más amables.
—Sí, hemos cavado mucho, pero había que hacerlo —respondió Armand, cauteloso.
Arn le dirigió una mirada larga e inquisitiva, sin mostrar lo que opinaba acerca de la respuesta. Pronto se puso más serio y señaló una de las sillas como una orden y Armand fue de inmediato a sentarse en el lugar señalado mientras su señor se dirigía hacia la abarrotada mesa, apartaba unos documentos y se sentaba con una pierna colgando y apoyado sobre su mano derecha.
—Hagamos primero lo que es debido —dijo secamente—. Te he llamado para repasar unas preguntas a las que debes responder con la verdad. Si este examen sale bien, no hay ningún motivo para que no te admitamos en nuestra orden. Si sale mal, nunca podrás ser uno de los nuestros. ¿Te has preparado para este momento con las oraciones que prescribe la Norma?
—Sí, señor —respondió Armand, tragando nerviosamente.
—¿Estás casado o has sido prometido a alguna mujer, hay alguna mujer que te pueda reclamar?
—No, señor, fui el tercer hijo y…
—Comprendo. Sólo tienes que responder sí o no. Bueno, pasemos a la siguiente pregunta. ¿Naciste de cama pura de padres que habían sido unidos ante Dios?
—Sí, señor.
—¿Tu padre, tu tío o tu abuelo es caballero?
—Mi padre es barón en Gascogne.
—Excelente. ¿Estás endeudado con algún hombre mundanal o algún hermano o sargento de nuestra orden?
—No, señor. ¿Cómo se puede estar endeudado con algún hermano o?…
—¡Gracias! —interrumpió Arn, alzando su mano en señal de advertencia—. ¡Responde sólo a mis preguntas, no razones, no cuestiones!
—Disculpa, señor.
—¿Eres sano de cuerpo entero y con salud? Sí, ya sé la respuesta, pero según la Norma debo hacer la pregunta.
—Sí, señor.
—¿Has pagado oro o plata para entrar en nuestra orden, hay alguien que a cambio de una recompensa ha prometido convertirte en uno de nosotros? Ésta es una pregunta seria, se trata del crimen de simonía y si algo así es descubierto con el tiempo se te retirará el manto blanco. La Norma dice que es mejor que lo sepamos ahora que más tarde. ¿Y bien?
—No, señor.
—¿Estás dispuesto a vivir en castidad, pobreza y obediencia?
—Sí, señor.
—¿Estás dispuesto a jurar ante Dios y nuestra sagrada Virgen María que harás todo lo posible en toda ocasión para cumplir con las costumbres y tradiciones de los templarios?
—Sí, señor.
—¿Estás dispuesto a jurar ante Dios y nuestra sagrada Virgen María que nunca abandonarás nuestra orden, ni en momentos de debilidad ni en momentos de fuerza, que no nos traicionarás y que nunca nos abandonarás salvo permiso expreso de nuestro Gran Maestre?
—Sí, señor.
Arn no parecía tener más preguntas; permaneció sentado, en silencio y pensativo durante un rato como si ya estuviese muy lejos, ocupado con otros pensamientos. Pero de repente su rostro se iluminó, se levantó con vigor de su postura, medio sentado sobre la mesa y se acercó a Armand, lo tomó entre sus brazos y lo besó en las dos mejillas.
—Esto es lo que la Norma prescribe desde el párrafo 669 y en adelante, ahora conoces este capítulo que te acabo de revelar y tienes mi permiso para ir a leer esto de nuevo donde el capellán. ¡Ven, salgamos al balcón!
El atolondrado Armand naturalmente hizo como se le había ordenado, siguió a su señor al balcón y, tras dudar un instante, se colocó como él, con las dos manos apoyadas sobre la barandilla de piedra y mirando hacia el puerto.
—Eso ha sido una preparación —explicó Arn, un poco cansado—. Recibirás las mismas preguntas de nuevo en el acto de admisión en sí, pero entonces será más como una formalidad, pues ya conocemos tus respuestas. Este momento era el decisivo, ahora puedo decir con toda seguridad que serás admitido como caballero en cuanto tengamos tiempo para ocuparnos del asunto. A continuación llevarás una cinta blanca en la parte superior de tu brazo derecho.
Armand tuvo una breve sensación de vértigo en su interior, por lo que no fue capaz de responder nada en absoluto ante la buena noticia.
—Por supuesto hay una guerra que deberemos ganar primero —añadió Arn, pensativo—. Y como sabes, no parece que vaya a ser fácil. Pero si morimos, de todos modos el tema ya estará resuelto. Si sobrevivimos, serás uno de nosotros. Amoldo de Torroja y yo mismo dirigiremos la ceremonia de admisión. Así es. ¿Te sientes feliz?
—Sí, señor.
—Yo mismo no me sentí demasiado feliz cuando estuve en tu situación. Tenía que ver con la primera pregunta.
Arn había añadido la increíble confesión como algo de pasada y Armand no sabía ni tan siquiera si debía responder ante algo así. Permanecieron un rato mirando el puerto, donde se trabajaba duramente descargando los dos barcos mercantes que habían entrado ese mismo día.
—He decidido convertirte en nuestro confaloniero para los próximos tiempos —dijo Arn de repente como si hubiese vuelto de sus recuerdos en torno a la primera cuestión—. No necesito explicarte que se trata de una misión de honor llevar la bandera del templo y de la fortaleza en una guerra, eso ya lo sabes.
—Pero no debe ser caballero… ¿puede encargarse esa misión a un sargento? —tartamudeó Armand, abrumado por la noticia que acababa de recibir.
—Sí, normalmente un caballero, pero tú habrías sido caballero si no llega a cruzarse esta guerra en nuestro camino. Y aquí soy yo quien toma las decisiones y nadie más. Nuestro confaloniero no se ha recuperado de algunas heridas difíciles, lo visité en las salas de enfermería y ya he hablado con él acerca de esto. Ahora déjame oír tu opinión acerca de la guerra; por cierto, mejor entremos.
Entraron y se sentaron cada uno en una silla cerca de las grandes ventanas, y Armand intentó dar su punto de vista. Creía sobre todo en un asedio largo que sería difícil de soportar pero completamente posible de ganar. En lo que menos creía era en la posibilidad de salir a caballo, ochenta caballeros y doscientos ochenta sargentos, para enfrentarse a un ejército de jinetes mamelucos en el campo de batalla. Apenas cuatrocientos hombres frente a tal vez siete u ocho mil jinetes; sería algo muy valiente pero a la vez muy estúpido.
Arn asintió con la cabeza pero añadió, casi como si hablase para sí mismo, que si ese ejército pasaba de largo y avanzaba hacia la mismísima Jerusalén, ya no habría que preguntarse qué era sabio, estúpido o valiente. Entonces sólo habría un camino. Por tanto, era mejor esperar un largo y sanguinolento asedio. Porque independientemente de cómo acabase una batalla así, se habría salvado Jerusalén. Para un templario no existía una misión más grande que ésa.
Pero si Saladino avanzaba derecho hacia Jerusalén, sólo les quedarían dos opciones: la muerte o la salvación por un milagro del Señor. Por tanto, era mejor rezar por un asedio largo, a pesar de todos los horrores que eso conllevaba.
Dos días más tarde, Armand de Gascogne cabalgó por primera vez como confaloniero en un escuadrón de jinetes encabezado por el comendador en persona. Se dirigían hacia el sur a lo largo del mar, hacia Al Arish, quince caballeros y un sargento en formación cerrada.
Según los espías beduinos, el ejército de Saladino se había puesto en movimiento pero se había dividido, de modo que una parte se dirigía ahora a lo largo de la costa en dirección norte y la otra parte hacia el interior, realizando un movimiento circular sobre el Sinaí. No era fácil comprender cuál podía ser el propósito de una maniobra así, pero había que comprobar la información.
Al principio mantuvieron contacto con la orilla costera del oeste y una amplia vista sobre la playa en dirección sureste. Pero dado que existía el riesgo de que de esa forma fueran a parar tras las líneas del enemigo sin darse cuenta, pronto Arn ordenó un cambio de rumbo, de modo que se dirigían hacia el este y hacia la parte interior y más montañosa de la costa, por donde discurría el camino de las caravanas durante las épocas del año que las tormentas hacían que la parte de la costa fuese intransitable.
Al alcanzar el camino de las caravanas volvieron a cambiar de rumbo, de modo que se mantuvieron en las cimas y con una clara visibilidad sobre un largo trozo del camino. Al pasar un recodo en el que la visión era ocultada por una enorme roca saliente, entraron de repente en contacto con el enemigo. Ambas partes se llevaron la misma sorpresa. A lo largo del camino venía un ejército a caballo que cabalgaba en filas de a cuatro hasta donde la vista podía alcanzar.
Arn alzó la mano derecha y dio la orden de reagrupamiento en posición de ataque, de modo que los dieciséis jinetes se colocaron en línea enfrentándose al enemigo. Lo obedecieron en seguida pero también recibió alguna que otra mirada preocupada. Allí abajo había al menos dos mil jinetes egipcios a la vista. Llevaban estandartes amarillos, y sus uniformes amarillos brillaban como oro a la luz del sol. Por tanto, eran mamelucos, un ejército compuesto únicamente por mamelucos, los mejores jinetes y soldados de los sarracenos.
Cuando los templarios de arriba reorganizaron la formación en posición de ataque, pronto resonaron por el valle las órdenes y el sonido de los cascos de los caballos mientras los egipcios se preparaban rápidamente para enfrentarse al ataque. Los arqueros montados fueron llamados a la primera fila.
Arn permaneció en silencio sobre el caballo, y observó al poderoso enemigo. No tenía ninguna intención de ordenar un ataque, pues eso llevaría a la pérdida de quince caballeros y un sargento sin que se lograse sacar demasiado provecho de un sacrificio así. Pero tampoco quería huir.