Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Y los mamelucos de abajo parecían dudar también. Desde su baja posición sólo podía ver a dieciséis enemigos que podrían vencer con toda facilidad, pero puesto que el enemigo permanecía tranquilo contemplando a sus adversarios, no podrían ser sólo dieciséis, aunque se veía desde lejos que se trataba de los más horribles de los jinetes infieles con la cruz roja. Los mamelucos, que también habrían visto el estandarte de comandante de Armand, debían de pensar que se trataba de una trampa, que los dieciséis eran los únicos que se mostraban pero que ese estandarte de comandante revelaba una formación considerablemente mayor, tal vez quinientos o seiscientos jinetes parecidos que ahora se preparaban por si el cebo de los dieciséis fuese a funcionar.
Hallarse en una posición baja ante un ejército de caballeros francos en ataque era la peor de todas las situaciones posibles para los sarracenos, tanto si eran turcos como mamelucos. Pronto resonaron entre las paredes de las montañas nuevas órdenes de los oficiales de abajo, y el ejército egipcio inició la retirada a la vez que se enviaba un abanico de exploradores ligeramente armados hacia las laderas de las montañas para localizar la cabecera del enemigo.
Entonces Arn ordenó dar media vuelta, de nuevo formación cerrada y retirada al paso. Poco a poco desaparecieron los dieciséis caballeros de la vista de los enemigos confusos.
Y en cuanto el escuadrón estuvo completamente fuera de la vista, Arn ordenó cabalgar en dirección al camino más corto hacia Gaza.
Al acercarse a la ciudad vieron que todos los caminos estaban abarrotados de refugiados buscando la protección y huyendo del saqueo. En la lejanía del este se veían varias columnas negras de humo. En poco tiempo Gaza estaría llena de refugiados.
Por fin había llegado la guerra.
P
or fin había terminado la guerra. Cecilia Rosa y Cecilia Blanka, sin embargo, tuvieron que aprender que una guerra que termina no significa necesariamente paz y armonía. Una guerra no concluye de golpe, una guerra no acaba cuando los últimos hombres caen en el campo de batalla. Y el fin de una guerra no implica siempre paz y felicidad, ni siquiera para el bando vencedor.
Una noche del segundo mes tras la batalla en los campos de sangre, a las afueras de Bjälbo, cuando la primera tormenta otoñal batía en las ventanas y los techos de tablillas de Gudhem, llegó un grupo de jinetes a buscar con grandes prisas a cinco de las hijas de los Sverker que se habían encontrado entre las familiares. Se rumoreaba que iban a huir a refugiarse entre parientes en Dinamarca. Algún tiempo más tarde llegaron tres doncellas nuevas del bando vencido en busca de la paz monástica de Gudhem, lejos del alcance de los Folkung y Erik vencedores.
De ese modo llegaron también las nuevas de lo que sucedía fuera. Con la llegada de la última hija de los Sverker, todo el mundo en Gudhem pudo saber que el rey Knut Eriksson, como se lo llamaba ahora, había entrado cabalgando a la mismísima Linköping con su canciller Birger Brosa para recibir la sumisión de Linköping y confirmar la paz que ahora reinaba bajo sus condiciones.
Para las dos Cecilias eso fue motivo de gran alegría. El prometido de Cecilia Blanka ya era rey de verdad. Y para Cecilia Rosa también, pues el tío de su amado Arn era canciller. Ahora todo el poder del reino estaba en sus manos, al menos todo el poder mundanal. Sin embargo, una gran nube oscurecía ese cielo despejado, ya que no habían oído nada acerca de que el rey Knut tuviera intención de sacar a su prometida Cecilia Ulvsdotter de Gudhem.
En el mundo de los hombres no había nada seguro. Para un hombre, un compromiso podía romperse cuando perdía una guerra, al igual que podía romperse cuando vencía. Todo era posible en la lucha de los hombres por el poder. Podía suceder que los linajes vencedores ahora quisiesen unirse más mediante cervezas de compromiso, pero también se les podía ocurrir unirse en matrimonio con la parte derrotada para así sellar la paz. Lo único seguro era que las doncellas más afectadas por ese tipo de decisiones bien podían ser las últimas en enterarse.
Esta inseguridad corroía a Cecilia Blanka, pero también implicaba lo bueno de que no sacaba provecho de antemano de su victoria. No dirigió palabras duras hacia las desgraciadas hermanas que pertenecían al bando derrotado y Cecilia Rosa actuó del mismo modo. No se jactaron, no fueron triunfantes ni se burlaron de nadie.
La postura de las dos Cecilias tuvo un efecto bueno y curativo sobre los sentimientos en el interior del convento y la madre Rikissa, que a veces era lista, al menos más de lo que creían las dos Cecilias, vio la posibilidad de adelantarse a los deseos de las jóvenes. Entre otras cosas modificó algo las normas acerca de las conversaciones en el
claustrum lectionis
, en los bancos de la parte norte del claustro. Anteriormente, sólo se habían celebrado allí los ratos de lectura y recitales de los pocos escritos que había en Gudhem, o las conversaciones constructivas acerca de pecados y castigos cuando había que instruir a las doncellas mundanales. Pero ahora la madre Rikissa invitó varias veces a lo largo del verano a la señora Helena Stenkilsdotter a dar unas charlas sobre la lucha por el poder, algo de lo que sabía mucho, y sobre cómo las mujeres debían actuar con relación a ese tipo de cuestiones, algo de lo que sabía todavía más.
La señora Helena no sólo era de linaje real y adinerado. Había vivido bajo el mandato de cinco o seis reyes, había tenido tres maridos y había sufrido muchas guerras. Lo que ella no supiese de la suerte de las mujeres no valía la pena saberlo.
Primero les explicó que las mujeres debían aprender a estar unidas hasta el final. La mujer que eligiese enemigos y amigos en función de la oscilante suerte de guerra de los hombres acababa finalmente sola en la vida teniendo tan sólo enemigos. La que elegía triunfar sobre una hermana cuyo linaje acababa de vivir una derrota era una estúpida, pues bien podía ser la próxima vez al revés. Si dulce era pertenecer al bando vencedor de una guerra, igual de amargo era pertenecer al bando derrotado. Pero si una mujer vivía el tiempo suficiente, como había hecho la señora Helena, y como por Dios esperaba que les fuese permitido también a las doncellas que ahora la escuchaban, acabaría viviendo la dulce victoria y el negro sentimiento de la derrota muchas veces a lo largo de su vida.
Y si las mujeres hubieran tenido suficiente sentido común como para estar más unidas en este mundo, ¿cuántas guerras innecesarias se podrían haber evitado? Y si las mujeres se odiaban sin tener motivos propios y razonables para hacerlo, ¿cuánta muerte inútil podía conllevar eso?
La señora Helena había hablado de ese modo la primera y la segunda vez, dando vueltas sobre las mismas cosas. Pero la tercera vez fue tan brusca y clara que hizo empalidecer a su joven público, e hizo que reflexionasen tanto que acabaron todas mareadas.
—Porque dejemos volar libremente el pensamiento como si cualquier cosa pudiera suceder, lo que por otra parte suele ocurrir —dijo esta tercera vez—. Imaginemos que tú, Cecilia Blanka Ulvsdotter, te conviertes en la reina de Knut. E imaginemos que tú, Helena Sverkerdotter, en un futuro próximo bebes la cerveza de matrimonio con alguno de los parientes daneses del bendito difunto rey Sverker. Imaginemos que esto es lo que sucede. Bien, ¿quién de vosotras dos quiere guerra? ¿Quién quiere paz? ¿Qué significado tendría que os odiaseis por unos breves años de juventud en Gudhem y qué significaría si en lugar de eso fuerais amigas desde entonces? Sí, yo os lo diré, significaría la diferencia entre la vida y la muerte para muchos de vuestros parientes, puede significar la diferencia entre la guerra y la paz.
Hizo una breve pausa y cambió jadeante de postura en el asiento mientras miraba con los ojos entrecerrados a las jóvenes oyentes que estaban sentadas con las espaldas rectas sin demostrar lo más mínimo si la comprendían, ni si estaban de acuerdo o no. Ni tan siquiera Cecilia Blanka demostró lo que pensaba, aunque pensó que lo mínimo que se merecería Helena Sverkerdotter eran tres veces los golpes de flagelo que ella misma había repartido.
—Parecéis zopencas —continuó la señora Helena después de un rato—. Pensáis que lo que digo es sólo el Evangelio, lo de siempre. Hay que mostrar paz, la ira y el odio son graves pecados, hay que perdonar a los enemigos al igual que ellos deberían perdonarnos, poner la otra mejilla y todo lo bueno que aquí en Gudhem se intenta inculcar en vuestras pequeñas cabezas vacías. Pero no es así de sencillo, mis queridas amigas y hermanas. Porque pensáis que no tenéis ningún poder propio, que todo el poder está en la punta de la lanza, pero en eso os equivocáis por completo. Por eso corréis como un rebaño de borregos por el patio, ora aquí, ora allá, ahora éste es tu enemigo, ahora el otro. Ningún hombre con sentido común, y que la Virgen María os tenga bajo su mano protectora, de modo que todas tengáis maridos así, ningún hombre con sentido común puede negarse a escuchar a su esposa y madre de sus hijos y soberana sobre finca y llaves. Cuando se es joven como vosotras, una piensa que sólo es cuestión de tonterías, que un poco de llanto o caricias, unos estirones de la barba por parte de una pequeña hija, puede hacer que incluso el padre más malhumorado y gruñón os regale ese potro de alazán. Pero todo esto sirve tanto para lo grande como para lo pequeño. No salgáis al mundo como pequeñas tontainas, debéis salir con vuestra propia y fuerte voluntad, tal como dice la Escritura, y hacer algo bueno y no algo malo con esa libre voluntad. Vosotras decidís al igual que los hombres sobre la vida y la muerte, la paz y la guerra y sería un grave pecado si os deshicieseis de tal responsabilidad en la vida.
La señora Helena indicó con un gesto que estaba cansada y, dado que tenía muy mala vista con sus ojos llorosos, dos hermanas se acercaron para llevarla a su casa a las afueras de los muros. Pero allí quedaron una manada de doncellas con los pensamientos al rojo vivo sin decir nada, sin mirarse las unas a las otras.
En ese ambiente de conciliación que había surgido en Gudhem, en gran parte gracias a las muchas palabras sabias que la señora Helena había dirigido a las jóvenes, como llega la calma tras la tormenta, la madre Rikissa actuó rápidamente y con sabiduría.
Cuatro doncellas de Linköping habían llegado a Gudhem y sólo tres de ellas con alguna experiencia en un convento. Todas llevaban luto por parientes perdidos y todas tenían miedo, y noche tras noche se dormían llorando. Se apoyaban las unas en las otras como pequeños patitos que habían perdido a su madre pato, una fácil presa para todo lucio acechando entre los juncos y todo zorro malintencionado moviéndose sigilosamente por la orilla.
Pero de su mal se podía sacar algo bueno, tal como se puede hacer una virtud de la necesidad, pensaba la madre Rikissa. Y decidió dos cosas. En primer lugar se alzaría el voto de silencio en Gudhem durante un tiempo indefinido, ya que ninguna de las nuevas pequeñas dominaba el lenguaje de los signos. En segundo lugar, dado que las hermanas tenían otras cosas más importantes en las que ocuparse, Cecilia Blanka y Cecilia Rosa tendrían una especial responsabilidad sobre las nuevas para enseñarles a hablar con señas, para enseñarles las normas, a cantar y a tejer.
Cecilia Blanka y Cecilia Rosa se sorprendieron al ser llamadas por la madre Rikissa a la sala capitular para recibir estas instrucciones. Y se llenaron de dobles sentimientos. Por una parte, era un tipo de libertad que nunca habían imaginado que podrían llegar a tener en Gudhem, decidir sobre su propio trabajo y además poder hablar libremente sin correr riesgos. Por otra parte, se las juntaba con cuatro hermanas de los Sverker. Cecilia Blanka quería tener poco que ver con ellas, aunque hubiese empezado a sentirse insegura acerca de si en realidad las odiaba a todas por tener los padres y madres que tenían. Cecilia Rosa le pidió que considerara cómo se habría sentido ella si la batalla en los campos de sangre a las afueras de Bjälbo hubiese terminado de otro modo. Además, tenían que obedecer de cualquier modo.
Las seis se sintieron desconcertadas al encontrarse por primera vez en el claustro tras el descanso de la tarde. Cecilia Rosa opinaba que cantar era lo más sencillo si no se sabía qué decir. Y puesto que sabía en todo momento en qué punto del Salterio se encontraban, también sabía qué canciones llegarían tres horas más tarde al tocar nona. Y así empezaron sus clases, en las que Cecilia Rosa cantaba primero cada canción las suficientes veces hasta que parecía que la habían captado, al menos de forma provisional. Luego, al cantar nona en la iglesia, se notaba que las nuevas realmente seguían el cántico.
Al salir al claustro tras el canto hacía un frío otoñal y mucho viento. Cecilia Blanka se fue entonces a los aposentos de la abadesa y volvió pronto y muy satisfecha y explicó que tenían permiso para utilizar la sala capitular.
Estuvieron allí durante una hora más o menos practicando los signos más sencillos del idioma silencioso de Gudhem, palabras como «sí» y «no», «bendecida» y «gracias», «que la Virgen María te proteja», «ven aquí», «ve allá», «cuidado, que la hermana te puede oír»…
Las inexpertas maestras notaron pronto que éste era un arte que había que enseñar en pequeñas dosis y que no se podía pasar demasiado rato haciéndolo. Tras la mitad de la jornada de trabajo, antes de sexta, cruzaron el claustro y fueron a las casas de tejer, donde unas malhumoradas y reacias
conversae
les hicieron sitio y allí las Cecilias empezaron a hablar a la vez para explicar acerca del arte de tejer, de modo que se echaron a reír; pronto bromearon hablando las seis a la vez, y por primera vez pudieron reírse todas juntas.
Resultó que una de las nuevas, la más joven y pequeña, una doncella de pelo negro que se llamaba Ulvhilde Edmundsdotter, ya era muy hábil en el arte de tejer. No le había dicho nada a nadie hasta el momento, o tal vez nadie la había oído hablar desde que llegó a Gudhem, pero ahora empezó a explicar con entusiasmo que había una forma de mezclar lino y lana, de modo que se obtenía una tela que tenía a la vez algo de calor y algo de flexibilidad; era perfecta para los mantos tanto de los hombres como de las mujeres. Pues todas pertenecían a familias en las que había una gran demanda de mantos tanto con fines eclesiásticos como mundanales.
La conversación se interrumpió en este punto por primera vez, pues todavía se sentían desconcertadas las unas en compañía de las otras, dos de ellas de los linajes de los mantos azules y cuatro de los linajes de los mantos rojos y negros. Pero una semilla había sido plantada durante esa conversación.