Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
El invierno era época de hilar y tejer en Gudhem. Para las hermanas legas era un trabajo monótono, pues simplemente se trataba de producir toda la tela posible para que Gudhem pudiese venderla o donarla.
Pero para las doncellas mundanas era más bien cuestión de que aprendiesen y tuviesen algo con que entretener sus manos.
Ora et labora
, «rezar y trabajar», era la regla más importante en Gudhem después de la obediencia, al igual que en otros conventos. Por eso, al menos debía parecer que las doncellas trabajaban también durante la época en que el frío las mantenía en el interior.
Si alguna de las jóvenes entre las familiares no conocía el trabajo, debía empezar quedándose al lado de alguien con más experiencia hasta que pudiese manejar un telar o una hiladora de forma aceptable.
Cecilia Blanka se había mostrado del todo ignorante en este trabajo, mientras que Cecilia Rosa lo dominaba casi igual de bien que una hermana lega. Dicho problema sólo podía ser resuelto de un modo, puesto que ninguna de las seis jóvenes que pertenecían a la casa de Sverker, o deseaba hacerlo, podía sentarse junto a la joven más despreciada y más odiada de Gudhem, la prometida del asesino real Knut Eriksson; ése era el secreto que habían descubierto. Y así fue cómo colocaron a las dos Cecilias juntas en el mismo telar.
Cecilia Rosa pronto descubrió que su amiga Blanka manejaba muy bien el arte del telar, a veces se lo mostraba a escondidas, como una señal secreta entre ambas. El hecho de aparentar desconocer algo que sabía era sólo un truco para hacer que las dos pudiesen estar cerca la una de la otra. Ahora no había prohibición alguna que les impidiese conversar entre ellas, pues durante el trabajo necesitaban emplear el lenguaje de signos constantemente, y ni la hermana vigilante más perspicaz podía ver en todo momento de qué estaban hablando. Cuando la hermana vigilante les daba la espalda podían susurrarse palabras de prisa sin ser descubiertas.
Pronto Cecilia Blanka le hubo explicado lo que sabía acerca del odio que las demás sentían hacia ellas y las esperanzas que albergaba para el futuro.
Ahí fuera, en el mundo de los hombres, las cosas ya no eran tan sencillas como antes, cuando simplemente bastaba con cortarle la cabeza a un rey si uno mismo quería serlo. Pero sin duda su prometido Knut Erikson lograría resolverlo con el tiempo y con la ayuda de Dios y de su difunto padre Erik
el Santo.
Por eso Knut lo había dispuesto todo de modo que en seguida, después del compromiso, su prometida Cecilia Blanka fuese enviada a un convento, donde hallaría refugio mientras los hombres ajustaban las cuentas. Ni siquiera en un convento enemigo correría riesgo su vida, aunque tampoco pasaría una temporada muy agradable. Por desgracia, todos los conventos de monjas del país estaban ligados de un modo u otro al linaje de Sverker; aquello era algo que habría que cambiar en el futuro. Sin embargo, así estaban las cosas, el futuro pintaba inseguro. Sería un futuro negro para ambas si el bando de Sverker vencía, tal vez no saldrían nunca, nunca tendrían hijos ni criados que administrar, nunca podrían caminar libremente sobre tierras propias, ni cabalgar ni cantar canciones mundanas.
Tanto mayor sería, por tanto, la alegría si vencía su bando, si su prometido Knut realmente lograba ser nombrado rey y se hacía la paz en el reino. Entonces toda la negrura de ahora se convertiría en un blanco resplandeciente. Cecilia Blanka se convertiría en esposa legal de su prometido Knut y así se convertiría en reina. Ésta era la amenaza que pretendía ignorar la madre Rikissa, las hermanas y las necias de entre las familiares, y la peor de todas, la tal Helena Sverkersdotter, a la vez que vivían a la sombra de esa amenaza día y noche.
Cecilia Blanka opinaba que ellas dos debían rezar todos los días por eso, por que los Folkung y los Erik ganasen. Sus vidas y su felicidad dependían más de esa victoria que de ninguna otra cosa.
Pero no podían estar del todo seguras. Cuando se sellaba la paz pasaban cosas extrañas y muchas veces los hombres pensaban que podían alcanzar la paz más con matrimonios que con espadas. Así que si los sverkerianos ganaban, bien se les podía ocurrir organizar la cerveza de compromiso con una que otra de las mujeres del enemigo; con un poco de mala suerte, las Cecilias podrían ser recogidas un día y casadas cada una con un viejo en Linköping, un destino desgraciado pero no tan malo como marchitarse y sufrir bajo el flagelo de Rikissa.
Cecilia Rosa, que era unos años más joven que su nueva y única amiga, tenía a veces dificultades en seguir la drástica manera de pensar de Blanka. Más de una vez objetó que, por su parte, no deseaba otra cosa que su amado volviese tal como había jurado. A Blanka, por su parte, le costaba comprender palabras tan sensibleras; quizás el amor fuera hermoso para soñar, pero soñando no escaparían del cautiverio en Gudhem. De Gudhem las recogían para celebrar la cerveza de compromiso y luego una descubriría si era con un viejo baboso de Linköping o con un hermoso joven. Nada en el mundo podía ser peor que tener que arrodillarse ante la madre Rikissa todos los días.
Cecilia Rosa opinaba que nada podía ser peor que romper un juramento de amor, pero Cecilia Blanka no lograba comprenderla en eso.
Eran muy distintas. La pelirroja Rosa era pacífica tanto de habla como de pensamientos y muy soñadora. La rubia Blanka, en cambio, era apasionada en el habla y tenía muchos pensamientos duros de venganza el día que se convirtiese en la reina del rey Knut. A menudo repetía lo que había jurado, hacer que la necia Helena se arrepintiese de sus azotes con el flagelo más que de nada en la vida. Tal vez las dos no se hubiesen hecho tan buenas amigas si se hubieran conocido fuera, en el mundo libre, siendo las dos señoras de dos caseríos vecinos. Pero tal como la vida las había conducido a Gudhem, entre mujeres malignas, cobardes y hostiles, su amistad fue soldada como en una ardiente fragua y duraría para siempre.
Ambas querían rebelarse pero ninguna quería ir a parar al
carcer
, con las ratas, en aquel frío agujero en la tierra. Querían romper todas las reglas posibles, pero era fastidioso ser descubiertas y castigadas, pues lo que más escocía del castigo era el regocijo de las demás doncellas.
Con no poco ingenio, con el tiempo inventaron cada vez más formas de fastidiar. Cecilia Rosa tenía una voz más segura y más bella que nadie en Gudhem y ahora lo demostraba siempre que tenía la ocasión. Cecilia Blanka no era para nada una mala cantante pero siempre que podía estropeaba el canto, especialmente en los cansados laudes y prima, cantando fuerte, bien desafinando un poco, bien cantando demasiado de prisa o despacio. Era complicado cantar mal de ese modo, pero Cecilia Blanka era cada vez más hábil y nunca podrían castigarla por eso. De ese modo se turnaban, a veces Cecilia Rosa cantaba de modo que las otras casi se perdían por timidez ante la belleza de su voz. A veces, cuando Cecilia Rosa no estaba en forma o estaba demasiado cansada, Cecilia Blanka cantaba de modo que todo salía mal. Entonces la corregían y ella prometía, cabizbaja, que intentaría mejorar y aprender a cantar igual de bien que las demás.
Las dos amigas adquirieron con el tiempo gran habilidad en lograr, de un modo u otro, fastidiar los siete u ocho ratos de canto del día.
Cecilia Rosa actuaba de débil y sumisa y siempre respondía en voz baja y la cabeza gacha cuando la madre Rikissa o la priora le dirigían la palabra. Cecilia Blanka hacía al revés, contestaba con la cabeza bien alta y un tono de voz demasiado alto, aunque su lenguaje siempre era tal que no daba lugar a reproches.
Todos los días, a las doce, se comía
prandium
después de la sexta. Se servía pan y dos tipos de
pulmentaria
que, por lo general, era sopa con lentejas o judías en la que se mojaba el pan. Todo el mundo—debía comer en silencio mientras la lectora leía palabras consideradas especialmente memorables para las jóvenes. Puesto que estaba permitido comer durante la lectura, solía suceder con curiosa frecuencia que Cecilia Blanka sorbía con ruido un trozo de pan untado en la sopa justo cuando la lectura del texto alcanzaba un momento decisivo. Casi siempre a algunas de las doncellas de Sverker se les escapaban las risas, a veces para llamar la atención de la madre Rikissa hacia la descortesía que Cecilia Blanka manifestaba, de modo que la madre Rikissa era más severa en su reprimenda hacia quienes habían reído que hacia la que había sorbido.
Después del
prandium
, todas las mujeres debían ir en procesión del
refectorium
hasta la iglesia para la acción de gracias mientras cantaban
Kyrie eleison
. La idea era que debían avanzar con gran dignidad. Sin embargo, Cecilia Blanka solía encontrar motivos para carraspear escandalosamente, marchar como un hombre o fingir que tropezaba, lo cual creaba conmoción en la fila. A su lado iba entonces Cecilia Rosa, pues siempre debían ir las últimas, cantando con la mirada perdida y la cara soñadora del modo más celestial.
Hablar sin cesar acerca de sus pequeñas travesuras e inventar nuevas se convirtió en un juego para ambas. Pero como siempre hablaban entre ellas, incluso cuando estaba prohibido, no bastaba con ser astutas, vigilar a su alrededor y hablar prácticamente sólo con signos. Ocurría cada vez más a menudo que alguna de las demás doncellas las veía hablar también cuando estaba prohibido y las delataba durante la reunión en la sala capitular. Entonces la madre Rikissa las castigaba, pero no con tanta severidad como era de esperar, y ya no permitía que ninguna de las doncellas mundanales se encargase del flagelo. Ella misma flagelaba, ora Cecilia Blanka, ora Cecilia Rosa, la última siempre soportando los azotes con la cabeza gacha y la cara inexpresiva, mientras que la primera siempre intentaba hacer alguna trastada en medio del castigo, como un chillido inesperado o incluso lo más desconsiderado, tirarse un pedo alto y sonoro o luego pedir perdón con una risa mal disimulada. Llegó a convertirse prácticamente en una obsesión para ambas intentar encontrar nuevas maneras de demostrarse a sí mismas y a las compañeras hostiles que no lograrían doblegarlas. Lo curioso era que cuantas más travesuras, menos dureza recibían por parte de la madre Rikissa y eso era algo que al principio no lograban comprender.
Ambas coincidían en que la madre Rikissa era una persona malvada que no creía para nada en el temor a Dios con el que quería atemorizar a los demás. Era fea como una bruja, con grandes dientes que sobresalían y manos grandes y uno podía imaginarse que debería haber tenido una posición muy poderosa dentro del linaje de Sverker para lograr ser casada con ese aspecto. Difícilmente habría logrado el poder a través de la cama conyugal, y con mucha más facilidad convirtiéndose en abadesa.
Dado que tanto Cecilia Rosa como Cecilia Blanka eran mujeres en la edad más dulce, con las cinturas delgadas y con los ojos llenos de vida, pensaban, seguras como estaban de sí mismas y listas como eran, que esto era lo que más irritaba a la madre Rikissa.
Al llegar el verano pasaron las misas de la Ascensión de Cristo, y la madre Rikissa cambió de nuevo. Ahora hallaba constantes motivos para castigar a las dos odiadas Cecilias, y cuando pan y agua no parecía tener efecto contra lo que ella llamaba la malicia, recurría casi a diario al flagelo en el
lapis culparum
y obligaba a las doncellas de la casa Sverker a flagelarlas, aunque nunca más se lo ordenó a Helena Sverkersdotter. Nadie azotaba con tanta fuerza como Helena aquella vez en que Cecilia Blanka la maldijo, pero los constantes golpes hacían que sus espaldas le dolieran cada vez más.
Fue a Cecilia Blanka a quien finalmente se le ocurrió un remedio para librarse del sufrimiento. Sin embargo, su idea estaba condicionada por que el corazón de la madre Rikissa fuese realmente tan negro y traicionero como parecía al mirar a aquella maldita bruja. El plan era que la madre Rikissa faltase a la regla del inviolable secreto de confesión, que forzaría a cada uno de los confesores que iban a Gudhem a compartir la información confesada.
El confesor que acudía más a menudo al convento era un joven
vicarius
de la catedral de Skara. También las doncellas mundanales debían confesarse ante él, pero nunca podían verlo, puesto que él estaba sentado dentro de la iglesia y quien iba a confesarse estaba fuera, en el claustro, sentada junto a una ventana tapada por barrotes de madera y una tela.
Cecilia Blanka se presentó una templada mañana de principios de verano a esa confesión con una sensación de fiebre o vértigo, pues sabía que lo que iba a hacer era un grave pecado, iba a burlarse de la sagrada confesión. Pero, por otro lado, se consolaba; si tuviese éxito en esta artimaña de guerra, se demostraría que en realidad eran la madre Rikissa y el
vicarius
quienes se burlaban de la confesión.
—Perdóneme, padre, pues he pecado —susurró tan rápido que las palabras le salían a trompicones y luego respiró profundamente ante lo que iba a hacer.
—Mi niña, mi querida hija —contestó el
vicarius
con un suspiro al otro lado de la rejilla—. Gudhem no debe de ser un lugar que invite a severos pecados, ¿no es cierto?, pero veámoslo.
—Tengo malos pensamientos acerca de mis hermanas —prosiguió Cecilia Blanka con decisión, pues ahora había dado el salto al pecado—, tengo pensamientos vengativos y no consigo perdonarlas.
—¿Qué es lo que no puedes perdonar y a quiénes no puedes perdonar? —preguntó el
vicarius
con cuidado.
—Las hijas de la casa Sverker y su bando. Van con chismorreos, manejan el flagelo cuando a mí y a mi amiga se nos castiga sin cesar como consecuencia de sus chismorreos. Y pienso, perdóneme, padre, pero debo decir la verdad, pienso que si llego a ser reina nunca podré perdonarlas ni a ellas ni a la madre Rikissa. Pienso que me vengaré mucho y con dureza, pienso que las fincas de sus parientes arderán y que Gudhem será abandonado y no permanecerá ni una piedra encima de otra en este lugar.
—¿Quién es tu amiga? —preguntó el
vicarius
con un ligero temblor en la voz.
—Cecilia Algotsdotter, padre.
—¿La que estaba comprometida en el linaje de los Folkung con alguien que se llamaba Arn Magnusson?
—Sí, ella misma, la que Birger Brosa tiene en tanta estima. Es mi amiga y todo el mundo aquí la tortura del mismo modo que a mí y por eso me asaltan estos indignos y pecaminosos pensamientos de venganza.