El Caballero Templario (23 page)

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Authors: Jan Guillou

—Entonces no tenemos más que decirnos —confirmó Saladino con una mirada triste—. Quiero que vayas con la paz de Dios y reces tus oraciones hoy. Mañana ya no es día de paz.

—Yo también te dejo en la paz de Dios —dijo Arn, poniéndose en pie e inclinándose en una profunda reverencia ante Saladino antes de dar media vuelta y salir de la tienda.

De camino de vuelta al portón de la ciudad se cruzó con el hermano de Saladino, Fahkr, que detuvo su caballo y preguntó cómo estaba la situación. Arn respondió que había rechazado la propuesta de Saladino que, había que reconocerlo, había sido menos dura de lo esperado.

Fahkr sacudió la cabeza y murmuró que eso era exactamente lo que le había dicho a su hermano, que incluso la oferta más generosa sería recibida con una clara negativa.

—Ahora te digo adiós, Al Ghouti, y debes saber que yo, al igual que mi hermano, sentimos pena por lo que ahora debe suceder —se despidió Fahkr.

—Yo siento lo mismo, Fahkr —dijo Arn—, Uno de nosotros morirá, parece que será así. Pero sólo Dios sabe en este momento quién de nosotros será.

Se hicieron una reverencia en silencio, pues nada más quedaba por decir, y cabalgaron en sentidos opuestos, lentamente y pensativos los dos.

Cuando Arn se acercaba al portón de Gaza tuvo la esperanza de que Saladino se hubiese sentido tan humillado delante de sus propios emires al ver que su generosidad era recibida con un desdeñoso rechazo que ahora se viese forzado a remediar el insulto y realmente tomar Gaza y con ello perder la oportunidad de seguir hacia Jerusalén. Sin embargo, era cierto lo que Saladino había dicho: que eso conduciría a la muerte de todos los hombres que llevaban armas en el interior de los muros de Gaza, y a todos los infieles que trabajaban para los cristianos, y eso lo incluía también a él. Era una certeza mezclada con algo de tristeza, pues con frecuencia había pensado que regresaría a casa algún día, y eso parecía ahora imposible. Moriría en Gaza. Pero la alegría era mayor que la tristeza, pues moriría para salvar el Santo Sepulcro y la sagrada Jerusalén. Durante muchos años podría haber muerto en cualquier pequeño combate contra un enemigo menos importante sin que hubiese hecho la más mínima diferencia en Tierra Santa. Pero ahora Dios les había concedido a él y a sus hermanos la gracia de morir por Jerusalén. Era un motivo verdaderamente bueno por el que morir, una gracia que le era concedida a pocos templarios.

Haría lo que Saladino le había dicho que hiciera, dedicar la tarde y la noche a la acción de gracias y a la oración. Todos sus caballeros comulgarían en preparación para el día siguiente.

Aquella mañana, el ejército de Saladino partió y, columna tras columna, empezaron a marchar hacia el norte, siguiendo la costa en dirección hacia Ascalón. No dejaron tan siquiera una pequeña fuerza de asedio tras de sí.

La gente de Gaza estaba sobre los muros de la ciudad, viendo cómo se alejaba el enemigo y dando las gracias a sus dioses, que pocas veces era el verdadero Dios, y formando largas filas pasaron haciendo reverencias hacia Arn, que estaba en lo alto de la torre del portón de la ciudad, lleno de sentimientos ambiguos, y le agradecieron su salvación. Había corrido un rumor por la ciudad que decía que el señor del castillo había logrado asustar a Saladino de algún modo, con trucos de magia o con venganza por parte de los malvados amigos de los templarios, los asesinos. Cuando este rumor llegó a oídos de Arn, éste soltó un bufido de desdén pero, sin embargo, no se esforzó demasiado en desmentirlo.

Su decepción era mayor que su alivio. El ejército de Saladino era, ahora que estaba al completo, suficientemente grande para tomar Ascalón, que era una ciudad mucho más importante que Gaza, y que perdería muchas más vidas cristianas que ésta. En el peor de los casos, el ejército de Saladino era tan grande como para dirigirse sin sufrir amenaza alguna hacia Jerusalén.

Por tanto, Arn se sentía más fracasado que satisfecho. Tampoco podía tomar ninguna buena decisión por lo que se refería a la caballería de Gaza. Primero habría que saber lo que pasaba al norte, tal vez esperar las órdenes que pronto llegarían por mar. Con buen viento no se tardaba más de unas horas en viajar de Ascalón a Gaza.

A la espera de poder tomar esas grandes decisiones, Arn se lanzó a considerar otras de menor importancia. Todos los refugiados que se habían protegido tras los muros de Gaza tendrían que volver cuanto antes a sus pueblos para empezar a reconstruir la mayor parte de lo que había sido quemado antes de que llegasen las lluvias invernales. También debía proporcionárseles animales y harina, de modo que pudiesen volver a retomar sus vidas cotidianas. Durante un día y medio se dedicó principalmente a esto junto con su maestro pañero y los escribanos de éste.

Pero al segundo día llegó un mensajero navegando al puerto, por lo que Arn decidió convocar de inmediato a todos los hermanos de rango elevado en el
parlatorium.

El joven rey leproso de Jerusalén, Balduino IV, había salido de Jerusalén con la fuerza que había logrado reunir, quinientos jinetes, no más, hacia Ascalón para enfrentarse al enemigo en el campo de batalla. No era una medida muy sensata, pues el llano paisaje que rodeaba Ascalón era demasiado favorable a los guerreros mamelucos. Habría sido mejor concentrar la defensa en torno a los muros de Jerusalén.

Cuando los cristianos descubrieron la superioridad de la fuerza a la que se enfrentaban, tuvieron el tiempo justo para refugiarse tras los muros de Ascalón, y allí estaban ahora encerrados. Saladino había dejado una fuerza de asedio para mantenerlos en su sitio. En la llanura que rodeaba la ciudad, los mamelucos no tendrían grandes problemas para derrotar a una caballería pesada que, además, era más pequeña que la suya propia.

No había gran cosa sobre lo que reflexionar, porque entre los hombres del ejército real tras los muros de Ascalón estaba el Gran Maestre de los templarios, Odo de Saint Amand, y de él provenía ahora una orden directa y por escrito acerca de lo que había que hacer.

Arn debía apresurarse en partir hacia Ascalón con todos los caballeros y al menos cien sargentos. Debían ir todos fuertemente armados y sin infantes para proteger a los caballos y debían atacar la fuerza de asedio una hora antes de la puesta del sol al día siguiente. Al producirse el ataque de Arn, el ejército encerrado en Ascalón respondería a la ofensiva, de modo que la fuerza de asedio sería atrapada entre dos escudos. Ése era todo el plan. Sin embargo, eran órdenes del Gran Maestre y, por tanto, no había discusión posible.

De todos modos, Arn tomó una decisión según su propio criterio: se llevó a sus experimentados jinetes beduinos como espías. Iba a partir hacia una tierra desconocida dominada por la mayor cantidad de jinetes del enemigo y lo único que les serviría de protección serían los buenos conocimientos acerca de por dónde sería prudente cabalgar y por dónde sería insensato. Los beduinos, con sus rápidos camellos y caballos, podían obtener ese tipo de información; nadie que viera a los beduinos en la distancia podía afirmar con total seguridad en qué bando luchaban, y pocas veces valía la pena intentar alcanzarlos para saberlo. Arn se aseguró que los beduinos de Gaza obtuvieran una buena retribución en forma de plata antes de que llegase el momento de partir, pero probablemente más importante que eso fue decirles que esta vez habría mucho que saquear. Era cierto, al margen de cómo acabasen las cosas, porque esta vez los templarios cabalgaban sin miramientos, sin soldados de a pie que pudiesen proteger a los caballos contra los rápidos ataques de los arqueros turcos, esta vez cabalgaban para vencer o morir. No había más alternativas. Iban muy escasos de tiempo y estaban en demasiada inferioridad numérica como para andarse con miramientos.

Los beduinos se desplegaron ahora en forma de abanico delante de la columna de los templarios de Gaza, y el primero de ellos volvió rodeado por una nube de polvo y a toda velocidad incluso antes de haber llegado a medio camino de Ascalón. Explicó, jadeante, que en el pueblo más cercano había visto cuatro caballos mamelucos atados frente a unas cabañas de barro. El pueblo parecía abandonado y era difícil decir qué estarían haciendo los jinetes dentro de unas viviendas tan miserables, pero los caballos estaban allí y por todo el pueblo yacían cabras y ovejas muertas por las flechas.

En un primer momento, Arn no quiso perder el tiempo con enemigos de poca monta, pero entonces se le acercó Guido de Faramont, su maestro de armas, y le indicó que podría tratarse de exploradores de la fuerza de asedio egipcia, y que tal vez esos exploradores estuviesen descuidando su encargo en ese momento. Si los cogían por sorpresa, no podrían explicar nada acerca del peligro que se aproximaba desde el sur.

Arn se rindió de inmediato ante este argumento, agradeció a su maestro de armas que no hubiera dudado en expresar su opinión y procedió a dividir sus tropas en cuatro columnas, que pronto se dirigirían hacia el pueblo desde cada uno de los puntos cardinales. Al acercarse lo suficiente como para poder ver el grupo de cabañas de adobe, pudieron observar a unas cuantas ovejas y cabras muertas, tal como había explicado el beduino. Finalmente, las cuatro hileras de caballeros se unieron formando un círculo en torno al pueblo, en apariencia vacío. Luego se acercaron al paso en silencio, y poco después pudieron oír lo que estaba sucediendo, pues dos o tres voces de mujer proferían unos lamentos desgarradores. Había cuatro caballos egipcios con valiosas monturas, que agitaban sus cabezas para espantar las moscas, delante de la cabaña donde estaba teniendo lugar la infamia.

Arn señaló a un escuadrón de caballeros, que desmontaron, sacaron sus espadas en silencio y entraron. Se oyó el jaleo de una pequeña lucha y luego los cuatros egipcios fueron lanzados afuera, sobre el polvo, y les ataron los brazos a la espalda. Llevaban la vestimenta en desorden, y gritaban algo acerca de que serían recompensados con un rescate si se les permitía vivir.

Arn bajó de su caballo y se acercó a la entrada de la cabaña, de donde salían sus caballeros con las caras pálidas. Entró y vio más o menos lo que esperaba encontrar. Eran tres mujeres. Sangraban ligeramente, pero ninguna de ellas parecía haber sido herida de muerte. Se cubrían con las ropas que les habían arrancado los egipcios.

—¿Cómo se llama este pueblo y a quién pertenecéis, mujeres? —preguntó Arn sin obtener primero ninguna respuesta razonable, pues sólo una de las mujeres parecía hablar un árabe comprensible.

Después de un rato de torpe conversación, Arn comprendió que tanto las mujeres como los animales procedían de un pueblo que en realidad pertenecía a Gaza, pero las tres mujeres habían alejado a los animales de allí para no tener que entregarlos; habían llevado sus ovejas a pastar lejos de un saqueador para ir a parar a manos de otro todavía peor.

Dado que su propio honor y el de sus familias había sido mancillado, sólo había un modo de repararlo, razonó Arn. Cuando se tranquilizaron un poco comprendieron que él no pretendía hacer lo mismo que los egipcios. Por tanto, dejaría a los cuatro vándalos atados para que las mujeres ofendidas hicieran con ellos lo que mejor les pareciera por su honor y venganza. También podían quedarse con los caballos y las monturas como un regalo de Gaza. Sin embargo, les pidió que no dejasen ir a los egipcios vivos, pues entonces se vería obligado a ordenar que los decapitasen. Las palestinas aseguraron que no dejarían con vida a ninguno de los violadores y con eso Arn quedó satisfecho. Salió, volvió a montar y ordenó nueva formación y marcha continuada hacia Ascalón. Iban a atacar una hora antes de la puesta del sol independientemente de si podían prepararse adecuadamente o no, pues era una orden del mismísimo Gran Maestre.

Cuando se hubieron alejado un trecho oyeron desesperados gritos de los egipcios prisioneros, sobre quienes ahora se abalanzaban sus víctimas vengativas. Nadie se volvió en la silla, nadie dijo nada.

Al acercarse a Ascalón, parecía que seguían sin haber sido descubiertos. O bien habían tenido la inmensa suerte de cruzar la barrera de exploradores del enemigo justo donde esos cuatro, ahora desdichados violadores, eran los responsables, o bien la Madre de Dios los había guiado de su mano.

Más tarde llegaron nuevos espías beduinos a caballo y empezaron a hablar todos a la vez acerca de cómo el enemigo se había alineado delante de Ascalón. Arn desmontó y alisó un espacio de arena con el calzado de acero, sacó su puñal y empezó a dibujar Ascalón y sus muros sobre la arena. Pronto consiguió centrar la conversación y se enteró de cómo estaba distribuida la fuerza mameluca.

Había dos alternativas posibles. Teniendo en cuenta el modo en que el bosque llegaba hasta Ascalón, llegarían más cerca del enemigo si atacaban en línea recta desde el este. Con un poco de suerte, podrían plantarse a dos tiros largos de distancia antes de tener que atacar a plena velocidad y fuerza. El lado negativo era que entonces tendrían de frente el sol poniente.

La otra posibilidad era dar un amplio giro hacia el nordeste y luego hacia el oeste y hacia el sur. De ese modo vendrían desde el norte y se evitarían tener el sol de frente. Pero a cambio aumentaba el riesgo de ser descubiertos. Arn decidió que esperarían donde estaban ahora y dedicarían la hora que quedaba antes del ataque a la oración en lugar de moverse y arriesgarse a ser descubiertos. Habría que soportar la desventaja de tener el sol de cara durante el ataque. El enemigo era diez veces superior, todo dependía del factor sorpresa, de la velocidad y de la contundencia del primer ataque.

Tras el rato de oración cabalgaron lenta y silenciosamente a través de un bosque cada vez más ralo que se extendía en forma de lengua hacia Ascalón. Arn se detuvo cuando él mismo ya no podía proseguir sin ser visto. El maestro de armas se le acercó con cuidado al paso y permanecieron en silencio un rato observando el campamento del enemigo, que se extendía a lo largo de todo el muro oriental de Ascalón. La mayoría de los caballos estaban en grandes apriscos fuera, a los flancos, y más apartados de los muros que el resto de la fuerza de asedio, lo cual era un factor determinante. No hacía falta tiempo ni cavilaciones para saber cómo iba a llevarse a cabo la ofensiva. Arn mandó venir a sus ocho mandos de escuadrón y les dio unas breves órdenes. Cuando todos hubieron regresado a sus puestos, rezaron una última vez juntos a la Máxima Protectora de los templarios mientras se desplegaba Su estandarte y la llevaban a la cabeza de la formación, al lado de Arn, y la alzaban junto con el banderín negro y blanco de los templarios.

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