Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Después de laudes, en el Templum Salomonis, Arn de Gothia llevó a sus invitados a dar el paseo habitual que todos los visitantes de Jerusalén deseaban. Les explicó de pasada que era mejor dar esa vuelta por la mañana temprano, antes de que hubiese demasiada aglomeración de peregrinos.
Volvieron por toda la zona templaría pasando por delante del Templum Domini con la cúpula de oro que Arn dijo que podían dejar para más tarde, pues precisamente ese día estaba cerrada para los peregrinos, ya que era día de limpieza y reparaciones. Salieron por el pórtico Dorado y subieron al monte Gólgota, que todavía estaba vacío de comercio y visitantes. Y los tres oraron largamente y con intensidad en el lugar donde el Señor había fallecido sobre Su cruz por los pecados del hombre.
Luego Arn llevó a sus visitantes a través del portón de San Esteban, de modo que llegaron directos a la Vía Dolorosa. Recorrieron con devoción el último camino de sufrimiento del Señor atravesando la ciudad que iba despertando hasta la iglesia del Santo Sepulcro, que todavía estaba cerrada y era vigilada por cuatro sargentos de la orden de los templarios. Los sargentos abrieron de inmediato y dejaron paso al Maestre de Jerusalén y a sus invitados religiosos.
Desde fuera habían visto la belleza de la iglesia, con sus bóvedas estilizadas del tipo con el que el padre Louis, y también Arn y el hermano Pietro se habían criado en sus monasterios. Pero por dentro la iglesia estaba sucia y desordenada, debido a que la compartían muchas orientaciones religiosas distintas.
Había una parte estridente con oro y una multitud de colores e imágenes ultrajantes que el padre Louis reconoció como el estilo hereje de la iglesia bizantina; había también otros estilos que no llegó a identificar. Arn explicó, como de pasada, que ése era el acuerdo que se tenía en Jerusalén, que todo tipo de cristianos tuvieran acceso al Santo Sepulcro.
Al bajar por la escalera de piedra a la cripta oscura y húmeda de Santa Helena se sintieron todos tan llenos de solemnidad que tuvieron escalofríos, incluso Arn parecía tan afectado como sus visitantes. Cayeron de rodillas ante la losa y rezaron en silencio cada uno por su parte sin querer ser ninguno de ellos el que primero se detuviese. Aquí estaba el alma de la cristiandad, éste era el lugar que había costado toda esa sangre durante tantos años, el Santo Sepulcro.
El padre Louis se sentía tan emocionado de ésta su primera visita al Santo Sepulcro que luego no lograba recordar muy bien cuánto tiempo habían permanecido allí abajo ni lo que en realidad había experimentado y qué visiones había tenido. Sin embargo, al parecer estuvieron allí un buen rato porque cuando salieron a la luz cegadora fueron recibidos por las quejas de un grupo malhumorado de personas a las que los cuatro sargentos no habían permitido entrar. El murmullo se desvaneció en cuanto vieron que era el mismísimo Maestre de Jerusalén que salía con dos clérigos.
De vuelta por la ciudad, Arn escogió otro camino diferente, más mundanal, el que iba desde el portón de Jaffa a través de los bazares hasta el cuartel de los templarios. Unos olores extraños y fuertes de especias, carne cruda, aves de corral de todo tipo, cuero quemado, telas y metal irritaban las narices desacostumbradas de los visitantes. El padre Louis pensó primero que toda aquella gente extraña que hablaban idiomas incomprensibles eran infieles, pero Arn le explicó que casi todos eran cristianos, aunque procedentes de comunidades que habían existido en Outremer mucho antes de que llegaran los cruzados: eran sirios, coptos, armenios, maronitas y muchos otros de los que el padre Louis apenas había oído hablar. Arn explicó que existía una cruel historia que implicaba a todos esos cristianos. Porque cuando llegaron los primeros cruzados tampoco habían comprendido, al igual que el padre Louis y el hermano Pietro, que esas personas eran una especie de hermanos de fe. Puesto que por la apariencia no se los podía distinguir de turcos y sarracenos, fueron asesinados por los celotas cristianos en casi la misma extensión que los infieles. Sin embargo, hacía tiempo que esos malos tiempos habían pasado.
Cuando al final visitaron el Templum Domini vacío dentro del barrio templario, rezaron en la roca donde Abraham iba a sacrificar a Isaac y donde Jesucristo siendo niño fue consagrado a Dios.
Después de la oración, Arn llevó a sus invitados por la bellísima nave de la iglesia, pues incluso el padre Louis debía reconocer que era hermosa a pesar de toda la decoración extraña y ostentosa. Arn leía sin dificultad los textos de los infieles grabados en piedra o en oro y plata a lo largo de las paredes. Al preguntar el padre Louis por qué estos textos impíos no habían sido destruidos, Arn respondió con aparente despreocupación que para la mayoría de las personas no representaban un texto, pues los cristianos habitualmente no sabían leer el idioma del Corán y que por eso habían visto los textos como simples e insignificantes decoraciones. Y para quien pudiera leerlos, añadió, la mayor parte de su contenido coincidía a la perfección con la verdadera fe, pues en mucho los infieles alababan a Dios del mismo modo que los cristianos.
Primero el padre Louis se sintió enojado al oír cómo Arn describía con tanta frivolidad lo que era herejía, pero apretó con prudencia los dientes y pensó que debía de haber una gran diferencia entre los cristianos que llevaban mucho tiempo en Tierra Santa y quienes, como él mismo, llegaban por vez primera.
Ya había llegado la hora de cantar tercia y tuvieron que apresurarse para no llegar tarde al Templum Salomonis. Después del canto subieron a los aposentos privados del Maestre de Jerusalén, donde lo esperaban un gran grupo de visitantes que, a juzgar por sus muy diversas ropas, podían ser de todo, desde caballeros en Tierra Santa hasta artesanos y comerciantes infieles. Arn de Gothia se excusó alegando que tenía un asunto de trabajo que no podía esperar, pero que volvería a ver a sus invitados cistercienses después de cantar sexta.
Por tanto, se encontraron unas horas más tarde y Arn llevó a sus invitados afuera, a la galería abovedada que parecía el claustro de un monasterio cisterciense, donde hizo servir una bebida fresca hecha a base de algo que él llamaba limones. Por su parte, seguía bebiendo sólo agua.
Ahora el padre Louis tuvo la oportunidad de preguntar directamente si Arn estaba haciendo penitencia, a lo que recibió sólo una cauta afirmación. Sin embargo, Arn comprendió que tal vez debería explicarse un poco más y contó que se trataba de algo que habría preferido confesarle a su más cercano y querido padre confesor, que se llamaba Henri y era abad en un lejano monasterio godooccidental en Varnhem. Al padre Louis se le iluminó el rostro y explicó que él conocía bien a ese abad, pues se habían visto en varias ocasiones en Cíteaux en reuniones capitulares, y que el padre Henri había tenido muchas cosas interesantes que contar acerca de la conversión de los salvajes godos al cristianismo. Tenían un amigo en común y eso era algo que no podrían haber imaginado. ¡Qué pequeño era el mundo!
Para Arn fue como recibir un saludo desde casa y permaneció un rato pensativo perdido en recuerdos de Varnhem y de la Vitae Schola en Dinamarca y los pecados que había tenido que confesar al padre Henri, de los que, por difícil que fuera comprenderlo, el peor había sido que amase a su prometida Cecilia.
Al padre Louis no le costó lograr que Arn le explicase lo que le había sucedido desde que conoció a su padre confesor hasta que ahora, muchos años más tarde, estaba aquí en Jerusalén como templario. Tampoco el padre Louis, un habitual sanador de almas, tuvo problemas en ver el subyacente tono de tristeza que había en la historia de Arn. Se ofreció entonces a ocupar el puesto de su viejo padre confesor, pues a pesar de todo, él era lo más cercano al padre Henri que Arn podía esperar estando en Tierra Santa. Tras dudar un poco, Arn asintió y el hermano Pietro fue a buscar la estola, y luego los dejó solos en la galería abovedada.
—¿Y bien, hijo mío? —preguntó el padre Louis tras bendecir a Arn para la confesión.
—Perdonadme, padre, pues he pecado —empezó a decir Arn con un profundo suspiro como para tomar carrerilla en su sufrimiento—. He pecado gravemente contra nuestra Norma y eso es como si vos, padre, hubierais pecado contra las normas del monasterio. Además, he mantenido mi pecado en secreto y con ello lo he empeorado, y lo más grave es que encuentro una justificación para mi comportamiento.
—Entonces más vale que me digas de qué se trata para que lo pueda comprender y aconsejarte o perdonarte —contestó el padre Louis.
—He matado a un cristiano y además sucedió en un arrebato de cólera, eso es una cosa —empezó Arn, dudando un poco—. Lo segundo es que entonces se me habría retirado el manto y en el mejor de los casos se me habría puesto a limpiar letrinas durante dos años; en el peor de los casos, se me habría forzado a abandonar nuestra orden. Pero guardando mi pecado en secreto ascendí en grados en nuestra orden, de modo que ahora ocupo uno de nuestros cargos más altos del que por tanto no soy merecedor.
—¿Ha sido tu afán por el poder el que te ha llevado a cometer ese pecado? —preguntó el padre Louis, preocupado. Veía ante sí un caso de penitencia muy complicado.
—No, padre, puedo deciros con toda sinceridad que no es así —respondió Arn sin dudar—. Como podéis comprender, hombres como yo, en cierta medida, y desde luego hombres como Amoldo de Torroja, tenemos un gran poder dentro de nuestra orden. Por eso es también importante qué tipo de hombres ocupan estos cargos, pues de ello puede depender toda la presencia de la cristiandad en Tierra Santa. Amoldo de Torroja es mejor Gran Maestre y yo soy mejor Maestre de Jerusalén que muchos otros hombres. Pero no es porque seamos más puros en nuestra fe que otros ni porque seamos mejores líderes espirituales ni mejores dirigiendo a muchos caballeros en los ataques, sino porque pertenecemos a los templarios que buscamos la paz antes que la guerra. Sin embargo, quienes buscan la guerra nos conducen hacia nuestra perdición.
—¿Así que defiendes tu pecado con la idea de que protege a Tierra Santa? —preguntó el padre Louis con una ironía apenas perceptible y que a Arn se le escapó por completo.
—Sí, padre, así es cuando intento ver hasta lo más profundo de mi conciencia —contestó.
—Dime, hijo mío… —prosiguió el padre Louis, vacilante—, ¿cuántos hombres has matado durante tu tiempo de caballero?
—Es imposible decirlo, padre. Diría que no menos de quinientos, ni más de mil quinientos. Pero no siempre sé lo que ocurre cuando acierto con una lanza o una flecha, yo mismo he sido herido ocho veces con tanta severidad por flechas que tal vez ocho sarracenos piensan que me han matado.
—Entre esos hombres que has matado, ¿ha habido más de un cristiano?
—Sí, seguro. De la misma manera que hay sarracenos luchando de nuestro lado, hay cristianos en el otro bando. Pero eso no cuenta, la Norma no prohibe que disparemos a nuestros enemigos con flechas o les golpeemos con espadas o cabalguemos contra ellos con lanzas, y no podemos pararnos en cada momento a preguntar la fe de nuestro enemigo antes de alzar nuestras armas contra él.
—¿Entonces qué tenía precisamente el cristiano que mataste que haga que su muerte sea más pecaminosa que la de otros cristianos a los que has matado? —preguntó el padre Louis con una evidente confusión.
—Una de nuestras normas de honor más importantes dice lo siguiente —explicó Arn con un deje de pena en su voz—: «Cuando alces tu espada, no pienses a quién vas a matar; piensa a quién vas a salvar.» He intentado vivir siguiendo esa norma y ésa era la que tenía en mi cabeza cuando tres locos recién llegados pretendían atacar y matar a mujeres, niños y ancianos indefensos que eran protegidos de la ciudad de Gaza. Entonces yo era señor de Gaza.
—¿Tenías derecho a defender a tus protegidos incluso ante cristianos? —preguntó el padre Louis con alivio.
—Sí, seguro. E intenté salvar a dos de ellos. Que murieran de todos modos no fue pecado mío, son cosas que fácilmente suceden cuando uno se enfrenta armas en ristre. Pero con el tercero fue peor. Primero le perdoné la vida, tal y como quería y debía hacer. Él me lo pagó matando a mi caballo delante de mí. Lo maté de inmediato en un arrebato de cólera.
—Vaya, eso estuvo mal —suspiró el padre Louis, que veía cómo se desvanecía su esperanza de alcanzar una solución sencilla—, ¿Mataste a un hombre cristiano por un caballo?
—Sí, padre, ése es mi pecado.
—Eso está mal, realmente mal —asintió el padre Louis con tristeza—, Pero dime una cosa que tal vez no logre comprender. ¿Tienen los caballos alguna especial importancia para vosotros los caballeros?
—Un caballo puede ser un amigo más querido para un caballero de lo que son sus otros amigos caballeros —contestó Arn, afligido—. Tal vez a vuestros oídos eso parezca una locura o al menos blasfemia, padre, pero sólo puedo hablaros con toda sinceridad, tal y como son las cosas. Mi vida depende de mi caballo y de nuestra amistad. Con un caballo peor del que mataron ante mis ojos seguramente habría caído hacía mucho tiempo. Ese caballo me había salvado la vida más veces de las que puedo contar y éramos amigos desde que él y yo éramos jóvenes. Vivimos una larga vida guerrera juntos.
El padre Louis se sintió extrañamente conmocionado por esta infantil explicación de amor por un animal. Pero por su breve estancia en el centro del mundo ya había comprendido que allí había muchas cosas que eran diferentes, que tal vez en casa habrían sido pecado pero que no lo eran allí y al revés. Por eso no quería precipitarse y le pidió a Arn que lo dejase pensarlo hasta el día siguiente. Durante ese tiempo, Arn debía buscar de nuevo a Dios en su corazón y pedirle perdón por su pecado. Con eso se separaron para que Arn, con pasos notablemente pesados, fuese a encargarse de tareas que ya no podían esperar más.
El padre Louis se quedó en la galería reflexionando, no sin cierto placer, sobre los interesantes problemas que se le habían planteado. Al padre Louis le gustaban los huesos duros de roer.
A pesar de ser cristianos, los hombres de los que Arn de Gothia hablaba habían estado dispuestos a asesinar a mujeres y niños; al padre Louis no le había quedado claro que las mujeres y los niños eran beduinos, ya que Arn no se lo había explicado porque para él no tenía la misma importancia que para un recién llegado.
No era de imaginar que Dios desease proteger a unos vándalos, siguió razonando el padre Louis. Por tanto, no era de extrañar que Dios interpusiese a un templario en el camino de los vándalos. Sin duda alguna, dos de ellos habían recibido el castigo que se merecían. Hasta aquí sin problemas.