Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
—¿Tú crees que a la larga vencerá la verdad? —preguntó el padre Louis con un inesperado destello de picardía en los ojos en medio de toda esa seriedad.
—Sí, eso es lo que creo —contestó Arn—. Podemos conservar Tierra Santa con la espada, pero no para siempre. Sólo cuando no necesitemos las espadas habremos vencido de verdad. Todos los pueblos parecen sentir la misma gran animadversión a ser convertidos a la fuerza. El comercio, el diálogo, las oraciones, unos buenos predicadores y la paz suelen tener un efecto mejor.
—¿De modo que para vencer la herejía debemos permitirla? —reflexionó el padre Louis—. Si esas palabras hubieran salido de la boca de un monje estilita en Borgoña, posiblemente habría considerado su planteamiento infantil, pues él no tendría conocimiento del poder de la espada. Pero si vosotros dos, precisamente vosotros dos, que sabéis más de la espada que ningún otro cristiano, pensáis eso… Por cierto, ¿es ésa también tu idea, Gran Maestre?
—Sí. Tal vez yo habría intentado explicarlo con más palabras que mi amigo Arn —respondió Arnoldo de Torroja—, pero en síntesis habría dicho lo mismo.
—Hay una cosa más que debéis saber, ya que estamos hablando de este asunto —dijo Arn con cuidado al ver que su Gran Maestre no pensaba añadir nada más—. Hace una semana recibí una visita del rabino superior de Bagdad. Sí, allí es donde los judíos tienen su mayor congregación en todo Outremer, y el rabino me pidió que les permitiera rezar en el muro occidental. Creen que es un resto del templo del rey David o algo así. Tal vez sepáis que los judíos no han rezado aquí en Jerusalén durante los últimos ochenta y siete años…
—No, no lo sabía. ¿Viven muchos judíos en la ciudad?
—Sí, unos cuantos, son buenos artesanos del metal. ¿Pero sabéis, padre, lo que pasó con los judíos cuando nuestros hermanos cristianos liberaron la ciudad?
—No, pero por tu pregunta comprendo que no pudo ser nada bueno.
—Habéis comprendido bien. Todos los judíos se refugiaron en la sinagoga cuando nuestros liberadores entraron en la ciudad. Fueron quemados junto con la sinagoga. Todos fueron quemados ahí dentro, hombres, mujeres, niños…
—No puedes reparar ese daño, permitiendo que otra fe herética campe a sus anchas en torno al Santo Sepulcro —repuso el padre Louis, reflexivo—. ¿Cuál fue tu respuesta a ese rabino supremo?
—Le di mi palabra de que mientras yo sea Maestre de Jerusalén los judíos podrán rezar cuanto quieran junto al muro occidental —respondió Arn rápidamente.
El padre Louis comprendió de inmediato por el silencio del Gran Maestre que éste ni siquiera había contrariado la atrevida y arbitraria decisión de Arn de Gothia en cuanto a la cuestión de los judíos. Claro que era coherente, pensó también el padre Louis. Plantearse qué herejía era peor, si la judía o la sarracena, tenía una importancia secundaria. Pero esta cuestión no sería fácil de explicar en la Santa Sede.
—Si mi alto patrón encontrara errónea tu generosa promesa a los judíos, ¿qué harías entonces? —preguntó el padre Louis, severo y con énfasis.
—Nosotros los templarios obedecemos al Santo Padre y únicamente a él. ¡Lo que él decida lo obedeceremos in absolutum! —contestó Arnoldo de Torroja con ímpetu.
—Nuestro reverendísimo patriarca ya se ha quejado de las oraciones de los sarracenos —añadió Arn con una media sonrisa—. Dice que el muecín molesta su sueño nocturno. Sin embargo, precisamente en su caso, una afirmación de ese tipo parece una exageración considerable.
El padre Louis fue incapaz de contener la risa ante esta referencia a las costumbres nocturnas de archipecador, tal vez fuera ésa la intención de Arn. Y con esa broma se cortó el ambiente cargado de seriedad, posiblemente también de acuerdo con la intención de Arn.
—Debo reconocer que comprendo vuestro agradecimiento por obedecer sólo al Santo Padre y no a cierto patriarca —rió ahogadamente el padre Louis con satisfacción—, Pero dime, querido Arn, ¿esperas poder convertir también a los judíos dentro de ochocientos años?
—Creo que los judíos serán un hueso todavía más duro de roer —respondió Arn con el nuevo ligero tono de conversación que sus risas habían desatado—, pero aún hay más. Los judíos son fuertes en Bagdad, la ciudad del califa. En realidad, el califa es el superior de Saladino y tiene muchos consejeros judíos…
—¿El califa?…
—Sí, el califa. Se dice que sucede al profeta Mahoma, la paz lo acompa… ¡ejem! Se dice que es el sucesor del Profeta, por eso está por encima de todos los seguidores de Mahoma. Sin embargo, su apoyo a Saladino ha sido poco entusiasta. Lo que no necesitamos es un fuerte partidario de la yihad, de la guerra santa, también en Bagdad.
—Es bueno dejar rezar a los judíos en el muro occidental para dividir a los sarracenos, ¿es eso lo que quieres decir? —preguntó el padre Louis, frunciendo el ceño. De repente había comprendido que sabía muy poco acerca de algunas cuestiones que para los templarios resultaban evidentes.
—Sí —contestó Arn—. Pero eso no es todo. Nuestras propias cruzadas sagradas, nuestra guerra santa, comenzaron porque a nuestros peregrinos no les estaba permitido acceder a los Santos Lugares. ¿Y si ahora tanto los judíos del califa como los infieles sarracenos pudieran rezar en nuestra ciudad? ¡Pensadlo, padre! Realmente os pido que no os precipitéis y digáis algo de lo que tal vez luego podáis arrepentiros, recordad lo que nuestro más mayor erudito tanto vuestro como mío, san Bernardo, decía de los judíos: «Quien pega a un judío ha pegado al Hijo de Dios.» Lo que quiero decir es sencillo. Queremos conservar esta ciudad por toda la eternidad. ¿Qué podría ser entonces mejor que convertir la yihad de nuestro enemigo, su guerra santa, en algo impío?
—Y tú, Arnoldo, ¿eres de la misma opinión? —preguntó el padre Louis con cuidado.
—Sí, pero es algo que requiere mucha reflexión —contestó Arnoldo de Torroja sin dudar—. Si me disculpáis, padre, creo que hace falta llevar mucho tiempo viviendo en Outremer para poder comprenderlo del todo. Por mi parte, llevo aquí luchando trece años, mi amigo Arn lleva bastante más. Los dos sabemos que hombres como Saladino y quienes lo sucedan pueden poner ante nosotros más guerreros de los que a la larga tengamos tiempo de matar. Así ha sido desde que Saladino unificó en contra nuestra a casi todos nuestros enemigos. Antes, cuando luchaban más entre sí que contra nosotros, la cosa era diferente. Pero, padre, examinad con detalle vuestro corazón y preguntéis si preferís que gente como Arn y como yo y todos los que son como nosotros y todos nuestros hermanos acabemos muriendo porque la espada ha sido nuestra única arma? ¿O queréis que nosotros los fieles permanezcamos por toda la eternidad en el Santo Sepulcro, donde vos mismo habéis podido rezar?
—Gran Maestre, ¡lo que dices roza la blasfemia! —exclamó el padre Louis, estupefacto—. ¿No iba Dios a protegernos a nosotros, que hemos sacrificado tanto por liberar Su tumba? ¿No iba Dios a estar de nuestro lado en la guerra santa en el mismo momento en que lleváramos con nosotros la Santa Cruz a la batalla? ¿Cómo puedes hablar de estas cosas como si estuvieran fuera de la fe, como si fueran pequeñas cuestiones prácticas en una disputa entre príncipes?
—Porque las cosas también son así, padre. Mirad a vuestro alrededor. Estamos en completa minoría en hombres con espada, caballo o arco. Es un hecho, no una blasfemia. El enemigo tiene en Saladino a un gran líder. ¿Qué tenemos nosotros? ¿A Agnes de Courtenay o a su amante, el asesino e impostor Heraclius? ¿O al inútil comandante Guy de Lusignan? Ésa es la verdad del mundo terrenal. Desde luego, la verdad del mundo espiritual es más amarga aún, pues los cristianos son dirigidos por un grupo de archipecadores, traidores, prostitutas y practicantes de todo tipo de pecados impronunciables. No puedo adivinar la voluntad de Dios al igual que vos o cualquier otro hombre. Pero si en este preciso momento Dios no se enfureciese por todos nuestros graves pecados, entonces sime sorprendería mucho. Para decirlo en pocas palabras, padre, corremos el riesgo de perder Tierra Santa porque nuestros pecados nos queman como el fuego eterno. Ésa es la verdad.
En el año de gracia de 1184, tres años antes del castigo enfurecido de Dios a los cristianos de Tierra Santa, el Gran Maestre de la orden de los sanjuanistas, Roger des Moulins, y el Gran Maestre de la orden de los templarios, Arnoldo de Torroja, iniciaron un largo viaje junto al patriarca de Jerusalén, Heraclius, para intentar convencer tanto al emperador de Alemania como al rey de Francia y al rey de Inglaterra de que emprendieran nuevas cruzadas y enviaran nuevos ejércitos para defender Tierra Santa contra Saladino.
La posteridad desconoce si Arnoldo de Torroja entonces advirtió a su alto hermano de la orden de los sanjuanistas del escorpión, Heraclius, que ambos llevaban como compañía de viaje.
Sin embargo, se sabe que su largo viaje les reportó algo de dinero, especialmente por parte del rey de Inglaterra, que pensó que de algún modo podría remediar el asesinato del obispo Thomas Becket mediante la donación de una gran cantidad a cambio de la indulgencia. Pero el dinero estaba lejos de ser la mayor necesidad, en concreto para la orden de los templarios, que era más rica que el rey de Inglaterra y el rey de Francia juntos. Lo que se habría necesitado era comprensión en los países de origen de que esta vez la situación era de veras difícil, que Saladino no era como sus antecesores. Lo que ante todo se habría necesitado eran refuerzos.
Pero era como si en los países natales se hubieran acostumbrado desde hacía tiempo a que Tierra Santa fuera propiedad del mundo cristiano. Tomar la cruz y salir a liberar un país que desde hacía tiempo era libre no parecía la misión más importante para un cristiano.
Y para quienes, como la mayoría de los cruzados del último siglo, querían viajar a Tierra Santa para saquear y enriquecerse, era bien conocido que pocos se salían con la suya. En los tiempos que corrían, Tierra Santa era propiedad de unos barones locales que tenían poca comprensión por las necesidades de enriquecerse de los cruzados recién llegados a costa de sus hermanos cristianos.
Así que la embajada de Tierra Santa logró reunir una cierta cantidad de dinero. Pero no logró un emperador alemán a la cabeza de un nuevo y gran ejército que podría haber equilibrado la balanza contra Saladino. Con menor motivo acudiría un rey inglés o francés, pues ambos luchaban por las mismas tierras y consideraban que sería un error marcharse fuera a cumplir una misión sagrada dejando su propio país de la mano de Dios.
Con toda la razón y comprensiblemente, Arnoldo de Torroja desconfió mucho del impostor, asesino y patriarca de Jerusalén durante ese largo viaje, en especial cuando los dos sabían de qué pie cojeaba el otro. Arnoldo de Torroja pertenecía a quienes eran acusados de cobardes por sus adversarios en la corte, pues muchas veces había reconocido de forma abierta que sería mejor negociar y entenderse con Saladino que librar una guerra eterna.
Heraclius se contaba a sí mismo como parte del bando valiente y de principios firmes, entre amigos como Agnes de Courtenay, su hermano el conde Joscelyn de Courtenay y hasta cierto punto también el perdedor de la corona, Guy de Lusignan y su ambiciosa esposa Sibylla.
Pero por muy desconfiado que fuese Arnoldo de Torroja al viajar en compañía de un asesino envenenador, acabó muriendo igualmente envenenado en aquel viaje. Fue enterrado en Roma.
En aquel momento sólo tres hombres en el mundo entero pudieron sospechar, o incluso más que sospechar, lo que había sucedido. El primero de ellos era el nuevo papa, Lucio III, que con toda seguridad había recibido suficiente información de los archivos papales por parte de manos serviciales. El segundo era el Maestre de Jerusalén, Arn de Gothia, que en ausencia de un nuevo Gran Maestre llegó por un tiempo a ser el mando más alto de la orden de los templarios. El tercero era el padre Louis.
Heraclius no sólo había asesinado a un arzobispo, sino también a un Gran Maestre del Sagrado Ejército de Dios.
Pero las novedades buenas y malas como ésta viajaban despacio en aquellos tiempos, en particular durante el otoño, cuando el tráfico marítimo solía limitarse al mínimo. Arn recibió la información acerca del asesinato de su Gran Maestre directamente del padre Louis cuando uno de sus cistercienses en constante viaje llegó de Roma tras una travesía muy complicada.
Ambos se sintieron desolados por la noticia. Arn afirmó desesperado a gritos que ahora o nunca había que excomulgar al asesino. Entonces el padre Louis señaló apenado que tal vez ahora fuese todavía más complicado. Si Lucio III excomulgaba a Heraclius por el asesinato anterior, del que estaban seguros, también delataría a su antecesor Alejandro III por la equivocación cometida. No era de esperar que el nuevo Santo Padre optara por ese camino.
«¡Cuántos asesinatos hacen falta para optar por un camino así!» —se preguntó Arn, desesperado, sin obtener respuesta. ¡Así que un asesino, un fornicador, un impostor y una desgracia para Tierra Santa disfrutaría de cada vez mayor protección cuantos más crímenes detestables cometiese!
Tampoco a esa pregunta obtuvo respuesta alguna. Sin embargo, por un tiempo rezaron mucho juntos, pues ambos compartían un pesado secreto.
Pero también tenían ambos mucho trabajo con el que olvidar sus penas. Con la ayuda de Arn, el padre Louis había logrado colarse en la corte de Jerusalén, por donde podía rondar aparentando ingenuidad aunque tuviera los oídos bien abiertos.
Como Arn era la autoridad suprema entre los templarios, había recibido la doble misión de encargarse tanto de los asuntos de Jerusalén como de los negocios de toda la orden. Aunque esa última misión consistiera sobre todo en firmar documentos y avalarlos con sellos, todo este trabajo le requería tanto tiempo como dedicación.
Al llegar el siguiente invierno, el rey Balduino IV hizo llamar a todo el Alto Consejo de Outremer para pronunciar su última voluntad, lo cual significaba que todo barón de importancia de Tierra Santa, del condado de Trípoli, del principado de Antioquia y el único soberano cristiano de Oultrejourdain, Reinaldo de Châtillon, debían viajar a Jerusalén. Reunirlos a todos tomaba su tiempo y durante esta espera Arn se vio más o menos convertido en posadero. La orden de los templarios tenía la mayor cantidad de habitaciones para invitados y las salas más grandes de Jerusalén, por lo que por ejemplo se finalizaba toda nueva coronación con un gran banquete precisamente en casa de los templarios. El palacio real no habría dado jamás abasto.