Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Ulvhilde dejó que esas palabras la consolaran un poco, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y con valentía se sirvió un poco más de hidromiel, aunque ya hubiese tomado más que suficiente.
Cecilia Blanka regresó con largos pasos y con un golpe dejó caer una bolsa de piel encima de la mesa. Todo aquel que hubiese oído el ruido que la bolsa había hecho al caer podría adivinar lo que contenía.
—Más o menos dos puñados —dijo Cecilia Blanka riéndose—. Sean cuales sean los astutos planes que tenéis, ¡puñeteras, si no lo conseguís!
Primero las otras dos se sorprendieron ante la descarada forma de hablar de su reina; luego, las tres estallaron en carcajadas.
Escondieron la bolsa de piel con las cien monedas de plata en una grieta del muro que daba a los jardines y describieron minuciosamente el lugar a la hermana Leonore. Pieza por pieza, fueron cosiendo las ropas y dejaron que la hermana Leonore se encargase de esconderlas donde ella quisiese, fuera de Gudhem.
Y cuando el verano ya tocaba su fin, el hermano Lucien tuvo nuevos encargos que hacer en Gudhem, pues decía que había cosas importantes que cuidar en la cosecha, y ante todo en la forma de tratar las hierbas cosechadas, ya que la hermana Leonore no acababa de tenerlo del todo claro.
Consigo traía esta vez un pequeño libro que él mismo había fabricado y donde se podía leer casi todo lo que él sabía. Y ese libro lo recibió Cecilia Rosa con un saludo de un hermano de Dios que nunca le había hablado acerca del secreto pero que aun así quería darle las gracias. No era fácil leerlo todo en el librito, pero la hermana Leonore fue entre donante y receptor unas cuantas veces hasta que casi todo estuvo aclarado.
Una noche, cuando el verano había alcanzado la temporada de cosecha, cuando la luna se sonrojaba al atardecer y la negra tierra desprendía un húmedo olor a madurez y ya se le notaba claramente a la hermana Leonore su bendita condición, Cecilia Rosa y Ulvhilde la acompañaron hasta la puerta trasera que conducía a los jardines. Las tres sabían muy bien dónde estaban escondidas las llaves.
Abrieron la pequeña puerta de madera con mucho cuidado, pues estaba algo agrietada y chirriaba un poco. Fuera esperaba el hermano Lucien a la luz de la luna, vestido con sus nuevas ropas seglares. En los brazos tenía un paquete con las ropas que la hermana Leonore llevaría en su camino hasta el sur del reino franco, si es que lograba llegar tan lejos antes de que le llegara el momento de dar a luz.
Las tres mujeres se abrazaron con urgencia. Se bendijeron pero ninguna de ellas lloró. La hermana Leonore desapareció a la luz de la luna y Cecilia Rosa cerró poco a poco y con cuidado la pequeña puerta de madera y Ulvhilde la cerró con llave en silencio. Volvieron al
vestiarium
y prosiguieron su trabajo como si nada hubiera pasado, como si la hermana Leonore sólo las hubiese abandonado un poco antes esa noche aunque hubiese tanto que coser.
Pero la hermana Leonore las había dejado para siempre. Y tras ella quedaron muchas quejas y palabras duras, pero ante todo un gran vacío, sobre todo para Cecilia Rosa, que tanto temía y deseaba quedarse pronto sola por segunda vez en Gudhem.
E
l otoño y el invierno en Tierra Santa eran temporadas de descanso y curación. Era como si la misma tierra, al igual que muchos de sus habitantes guerreros, se recuperase de las heridas durante ese tiempo en el que los ejércitos enemigos no podían avanzar. Los caminos a los alrededores de Jerusalén se llenaban de barro, en el que los carros muy cargados se atascaban y los montes pelados que rodeaban la ciudad santa solían estar cubiertos de nieve húmeda y pesada que junto con el duro viento, convertiría cualquier asedio en más insoportable para los asediadores que para los asediados.
En Gaza la lluvia era suave y los días solían ser soleados y templados como los veranos nórdicos. Allí nunca se había visto la nieve.
El otoño y el invierno que siguieron a la milagrosa victoria en Mont Gisard fueron ocupados al principio por dos cometidos mayores que cualquier tarea diaria para el comendador Arn de Gothia. En primer lugar tenía un centenar de prisioneros mamelucos en malas condiciones, y en segundo lugar tenía casi treinta caballeros y sargentos heridos en el ala norte del castillo.
Dos de los prisioneros eran del tipo de hombres que no podían ser encerrados con los demás en uno de los graneros de Gaza. Uno era el hermano menor de Saladino, Fahkr, y el otro, el emir Moussa. Arn mandó que los alojasen en sus propios aposentos y todos los días cenaba con ellos en lugar de hacerlo con sus caballeros, abajo en el
refectorium
, situado en el patio del castillo. Era consciente de que eso despertaba algo de recelo entre sus hermanos cercanos, pero no les había explicado lo importante que era Fahkr.
En todo Outremer y en los países de los alrededores, todo el mundo actuaba del mismo modo en lo concerniente a los prisioneros, con independencia de si éstos eran seguidores del Profeta, cristianos o cualquier otra cosa. Los prisioneros importantes como Fahkr y el emir Moussa eran intercambiados o entregados a cambio de una recompensa. A los prisioneros que no podían ser canjeados se les solía cortar la cabeza.
Los prisioneros de Gaza eran todos mamelucos, salvo alguna excepción. Lo más sencillo en ese caso habría sido averiguar quiénes de ellos habían llegado tan lejos en su servicio como para haber recibido su libertad y ser compensados con propiedades, y quiénes de ellos seguían siendo esclavos al inicio de la peregrinación que acabaría con la muerte o, en el mejor de los casos, siendo dueño de alguna región en uno de los muchos países de Saladino.
A quienes aún eran esclavos habría que cortarles la cabeza de inmediato. Como prisioneros valían tan poco como los templarios, pues nunca serían canjeados. Y además era poco conveniente mantener a demasiados prisioneros juntos, pues entonces se contagiaban enfermedades los unos a los otros. Matarlos sería lo más saludable y además lo más razonable en términos económicos.
El príncipe Fahkr ibn Ayyub al Fahdi, que ése era su nombre completo, reportaría él solo una recompensa más grande de lo que jamás anteriormente se había podido pedir por ningún sarraceno, pues era el hermano de Saladino. También el emir Moussa debía de valer una buena suma.
Pero ante la sorpresa de Fahkr y Moussa, Arn tenía una propuesta completamente diferente. Quería proponer a Saladino un mismo precio por cada uno de los prisioneros, quinientos besantes de oro. Cuando Fahkr argumentó que la mayoría de los prisioneros no valían ni siquiera un besante de oro y que por eso era un insulto ir con tal propuesta, Arn replicó que en realidad había querido decir quinientos besantes por
cada
prisionero, es decir, incluidos Fahkr y Moussa.
Ante esto, ambos se quedaron sin habla. Al Ghouti, a pesar de ser un infiel, era quien, de entre todos los francos, los fieles tenían en mejor consideración. Por tanto, no sabían si sentirse ofendidos porque les hubiese puesto un precio de esclavos, o bien si debían interpretar la propuesta de Al Ghouti como que se abstenía de empujar a Saladino hasta un precio irrazonable por liberar a su propio hermano. La posibilidad de que un templario no supiese de negocios ni siquiera se les pasó por la cabeza.
Lentamente fueron progresando en sus conversaciones acerca de este asunto cuando comían juntos una vez al día. Nunca ingerían alimentos impuros y el agua fresca era siempre la única bebida. Cuando eran dejados a solas en el cuartel de Arn, tenían a su disposición el Sagrado Corán.
Aunque Arn tratase a sus dos prisioneros con tan gran respeto como si fuesen invitados, no había ninguna duda de que eran prisioneros y nada más. Eso hizo que ambos fueran cuidadosos en los primeros días de sus conversaciones.
Sin embargo, a Arn le sorprendía un poco su aversión a expresar claramente su opinión o a realizar contrapropuestas francas, y la cuarta vez que estuvieron juntos cenando parecía que empezaba a perder la paciencia.
—No os entiendo —dijo con un gesto de desesperación—. ¿Qué es lo que no está claro entre nosotros? Mi fe me dice que debo mostrar compasión hacia los vencidos. Podría hablar mucho de eso pero no quiero obligaros a escuchar una fe que no es la vuestra, no ahora que estáis cautivos. Pero vuestra fe os dice lo mismo. Recordad las palabras del Profeta, la paz lo acompañe: «Cuando os enfrentéis a los negadores de la fe en batalla, dejad que las espadas caigan sobre sus cabezas hasta que los hayáis obligado a arrodillarse; haced entonces a los supervivientes prisioneros. Luego llegará el tiempo en que debéis concederles la libertad, de forma voluntaria o a cambio de recompensa, para aliviar las cargas de la guerra. Esto es lo que debéis observar.» ¿Y bien? ¿Y si os digo que mi fe es la misma?
—Es tu generosidad la que no podemos comprender —murmuró Fahkr, incómodo—. Sabes muy bien que quinientos besantes de oro a cambio de mi libertad es un precio que despierta mofa.
—Eso lo sé —dijo Arn—, Si sólo tú fueses mi prisionero, tal vez propondría que tu hermano pagase cincuenta mil besantes de oro. Y los demás prisioneros, ¿se los dejaría a nuestros verdugos sarracenos? ¿Pero qué valor tiene la vida de un hombre, Fahkr? ¿Acaso tu vida vale más que la de cualquier otro hombre?
—Quien sostenga eso es presuntuoso y además es irreverente con Dios. Ante Dios, la vida de un hombre vale lo mismo que la vida de otro hombre. Por eso el noble Corán declara que la vida es inviolable —respondió Fahkr en voz baja.
—Completamente cierto —contestó Arn, satisfecho—. Completamente cierto. Y lo mismo dice Jesucristo. No discutamos más sobre este asunto, pues tenemos otras cosas de que hablar más estimulantes. Por tanto, quiero que Saladino me pague cincuenta mil besantes de oro por todos los prisioneros, vosotros dos y los demás. ¿Puedes tú, Moussa, viajar con ese mensaje para tu señor?
—¿Me dejas libre, me envías como mensajero? —preguntó Moussa, asombrado.
—Sí, no se me ocurre mejor mensajero que enviarle a Saladino. Tan poco como se me puede ocurrir que a ti sólo te fuese a importar tu propia libertad y huyeses de la misión. Tenemos barcos que navegan a Alejandría todos los días, como ya sabéis o tal vez no. O tal vez te esté enviando en el sentido contrario, ¿tal vez deberías viajar a Damasco?
—Damasco sería un viaje mucho más difícil y, de todos modos, es igual. Desde cualquier ciudad del reino de Saladino podré notificarlo el mismo día. Alejandría está más cerca y será lo más sencillo.
—¿De cualquier ciudad… el mismo día? —preguntó Arn, dudoso—. Se dice que sois capaces de eso, ¿pero cómo es posible?
—Es muy sencillo. Con palomas que vuelan con los mensajes. Las palomas siempre encuentran el camino a casa, si coges palomas criadas en Damasco y las trasladas en una jaula a Alejandría o a Bagdad o a La Meca, vuelven directamente a su casa cuando las sueltas. Sólo tienes que atar una carta a una de sus patas.
—¡Qué capacidad tan increíble! —exclamó Arn, muy impresionado—, ¿O sea que podría hablar con mi Gran Maestre en Jerusalén, que es donde creo que está ahora, en tan sólo una hora, o lo que sea que tarde una paloma en volar hasta allí?
—Claro, si tuvieses ese tipo de palomas y alguien que pudiese cuidarlas bien —murmuró Moussa con cara de pensar que la conversación había entrado en pequeñeces.
—Curioso —dijo Arn, pensativo, pero recuperándose rápido—. ¡Entonces lo hacemos así! Mañana viajarás a Alejandría con uno de nuestros barcos. No te preocupes por la compañía, tendrás mi salvoconducto y probablemente los hombres de la tripulación sean la mayoría egipcios. Además llevarás contigo a algunos de los prisioneros heridos. ¡Pero hablemos ahora de algo diferente!
—Sí, hagámoslo —asintió Fahkr—. Porque realmente hay otras cosas de las que hablar. Le supliqué a mi hermano que nos quedáramos en Gaza a tomar la ciudad, pero él no quiso escucharme. ¡Cuán diferente habría sido entonces la guerra!
—Sí, al menos yo habría sido quien estaría muerto —asintió Arn—, Vosotros conservaríais la mitad de vuestro ejército y ahora estaríais aquí sentados como señores de Gaza. Pero Él, quien todo lo ve y todo lo oye, como diríais vosotros, quiso diferente. Él quiso que nosotros los templarios venciésemos en Mont Gisard a pesar de ser únicamente unos doscientos hombres frente a varios miles. Está comprobado, pues así sucedió, fue por voluntad Suya.
—¡Sólo erais doscientos! —exclamó Moussa—, ¡Por Dios! Si yo mismo estuve allí… pensamos que erais al menos mil caballeros. ¿Sólo doscientos?…
—Sí, así fue. Lo sé porque fui yo mismo quien dirigió el ataque —confirmó Arn—. Así que, en lugar de morir aquí en Gaza, de lo que estaba seguro que pasaría, obtuve una victoria que fue un milagro del Señor. ¿Comprendéis ahora por qué no quiero vanagloriarme ni ser ostentosamente cruel con los vencidos?
Era cierto tanto para fieles como para infieles que para quien tan grande y maravillosa había sido la gracia de Dios no podía en absoluto vanagloriarse ni imaginarse que lo había logrado todo por sus propios medios. Un pensamiento así de presuntuoso era un pecado que Dios seguramente se acordaría de castigar con dureza, dejando de lado si se interpretaba a Dios tal como lo había hecho el Profeta o como lo había hecho Jesucristo.
Estaban por completo de acuerdo en la necesidad de moderación tras una victoria así. Lo que, sin embargo, podían discutir con más pasión, ahora que la delicada cuestión de la recompensa por los prisioneros estaba solucionada, era la cuestión acerca de la voluntad de Dios o el pecado de los hombres.
Todo habría sido diferente si Saladino hubiese permanecido en Gaza con su ejército tomando la ciudad, eso estaba claro. ¿Pero por qué castigó entonces Dios a Saladino por su compasión tanto hacia Gaza como hacia el mismo Al Ghouti? Saladino perdonó la vida a Al Ghouti y poco después Dios dejó que sufriese la mayor derrota precisamente contra Al Ghouti. ¿Cuál era pues la intención de Dios?
Los tres meditaron durante mucho tiempo sobre esa cuestión. Al final, el emir Moussa dijo que podría ser que Dios quisiese recordar duramente a Su más querido servidor Saladino que en la
yihad
no había lugar para los deseos personales de un solo hombre. En la
yihad
no se podía perdonar la vida a una ciudad llena de infieles por el simple hecho de que se tuviese una deuda personal con uno de ellos. Pues el emir Moussa estaba, al igual que Fahkr, convencido de que quizá Gaza habría sido tomada con violencia si su comandante no hubiera sido Al Ghouti, con quien Saladino estaba personalmente en deuda. La derrota en Mont Gisard era el castigo de Dios por ese pecado.