Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Arn encontró para su satisfacción que finalmente había logrado quebrar la indomable mente del tozudo noruego.
Ahora podría volver a empezar. Primero llevó a Harald a la armería y eligió una espada más ligera que se adaptase mejor y procuró explicar tan amablemente como pudo que lo determinante nunca era el peso de la espada, sino cómo se adaptaba ésta a la mano que la manejaba.
Luego dejó que Harald se lamiese las heridas un par de días asistiendo como espectador mientras él mismo practicaba con Ernesto de Navarra, el mejor de todos.
Los dos hermanos guerreros luchaban a ratos en serio y luego repetían lentamente las mismas cosas de modo que aquel joven blandengue pudiese seguir sus movimientos y comprenderlos. Fue una medicina muy fuerte para Harald, pues cuando Arn y Ernesto la emprendían el uno contra el otro con plena fuerza y a plena velocidad muchas veces era difícil para el ojo seguir el vertiginoso y chispeante aluvión de golpes y paradas. Se notaba que estaban en el mismo nivel, pero también que el hermano Ernesto era quien solía acertar más golpes.
Lo que más sorprendía a Harald era que, cuando los dos caballeros luchaban con todas sus fuerzas, los golpes resultaban tan fuertes que cualquier hombre se habría derrumbado de dolor. Pero era como si esos dos hombres pudiesen soportar cualquier cosa.
Cuando uno de ellos era golpeado, no movía ni una ceja pero retrocedía un paso y se inclinaba como a modo de cumplido, sólo para atacar al instante siguiente.
De ese modo había empezado al fin el viaje del joven Harald hacia un mundo de guerra diferente. Cuando ahora se enfrentó de nuevo a Arn pudieron practicar movimiento a movimiento, machacar cada detalle hasta que finalmente se quedase en su memoria. Y pronto Harald empezó a sentir cómo se transformaba, como si viese el primer rayo de luz de ese otro mundo donde existían las personas como Arn y Ernesto. Estaba completamente decidido a alcanzar él mismo ese mundo.
La siguiente prueba para Harald llegó cuando su señor le dijo que no sabía montar a caballo. Estaba claro que lo había hecho toda su vida al igual que todas las demás personas del norte. Pero había una gran diferencia entre montar y simplemente ir a caballo, como decía Arn Magnusson. Además, al igual que todos los habitantes del norte, Harald estaba convencido de que los caballos no eran para la lucha, que si bien se podía cabalgar hasta el lugar elegido, una vez allí había que desmontar y atar el caballo antes de agruparse en formación en cuña, y abalanzarse sobre el enemigo en el prado más cercano.
Al principio se sintió ofendido cuando Arn constató, resignado, que Harald no servía como luchador a caballo, pero que también era importante la gente de a pie. Harald tardó un tiempo en comprender que realmente era así, que la gente de a pie era tan importante para el éxito como la caballería.
Cuando luego llegaron al tiro con arco se encendió una nueva esperanza en Harald, pues nunca había conocido a nadie que lo superase como arquero, eso lo sabía todo Birkebeinar en casa y sus enemigos todavía más.
Pero al disparar contra Arn Magnusson se sintió pronto aniquilado, como si se hubiese desinflado y se apagase toda esperanza.
Arn pensó luego que tal vez había tardado demasiado en decirle al joven Harald la verdad, que había dejado que su sargento rozase la desesperación antes de dignarse alegrarle.
El joven Harald no había visto siquiera cómo sus tiros y los de Arn habían reunido tanto a caballeros como a sargentos a modo de público sigiloso que pretendía tener algo que hacer en la proximidad a pesar de que todos querían observar al nuevo sargento que disparaba casi igual de bien que el hombre a quienes incluso los turcos llamaban invencible.
—Ahora voy a contarte algo que tal vez te alegre un poco —dijo finalmente Arn cuando el quinto día de prácticas fueron a dejar sus arcos y flechas en la armería—. Realmente eres el mejor arquero que he visto llegar a Tierra Santa. ¿Dónde aprendiste todo eso?
—Solía cazar ardillas de pequeño… —contestó Harald antes de que sus pensamientos alcanzaran las palabras y de repente se le iluminó el rostro—. ¿Dijiste que soy bueno? Pero si siempre disparas mejor que yo y todos los demás también lo hacen.
—No —dijo Arn con cara de divertido y también un poco extraño.
De repente se dirigió hacia dos hermanos caballeros que pasaban por allí y les explicó que a su joven escudero le costaba creer en su capacidad en el tiro con arco porque perdía contra su señor. Los dos se echaron a reír dándole palmadas a Harald en la espalda para animarlo y luego se alejaron riéndose todavía.
—Ahora voy a decirte la verdad —dijo Arn, satisfecho—. Con el arco no soy tan malo como a caballo o con la lanza y la espada. La verdad es que disparo mejor que todos los templarios de Tierra Santa. Te lo digo sólo porque es así, un templario no debe jactarse. Tu capacidad nos será de gran alegría y posiblemente salvará más de una vez tu vida y la de otros.
La primera oportunidad que tuvo Harald Øysteinsson de salvar la vida con el arco llegó pronto. El verano no había avanzado mucho cuando los templarios de Gaza fueron llamados desde el norte para que acudieran con todas las fuerzas, lo que significaba caballería ligera y pesada y arqueros de a pie.
Posiblemente Saladino había aprendido algo de la gran derrota en Mont Gisard. Así era como veía las derrotas, únicamente como algo de lo que aprender para la vez siguiente y en absoluto como una señal de que Dios lo hubiese abandonado ni a él ni a la
yihad.
Aquella primavera había entrado con un ejército pequeño compuesto por sirios y egipcios por el norte de Tierra Santa, había vencido al rey Balduino IV en Banyas y luego había saqueado Galilea y el sur del Líbano y había prendido fuego a todas las cosechas que había alcanzado a quemar. Ahora en verano había vuelto con lo que se suponía era el mismo ejército. Pero ésta era una suposición errónea por parte de los cristianos que les iba a salir muy cara.
El rey había movilizado un nuevo ejército secular que, sin embargo, era demasiado débil como para enfrentarse a Saladino a solas. Por eso se había dirigido al Gran Maestre, del cual había obtenido una promesa de pleno apoyo.
Para Harald Øysteinsson siguieron diez días de dura marcha, de vez en cuando interrumpida al poder montar algún caballo de reserva disponible, por unas tierras que le eran completamente extrañas y un calor que le resultaba inhumano.
Y cuando la batalla al fin empezó fue como el Ragnarók,
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en un mar de rápidos jinetes sarracenos no mucho más difíciles de alcanzar con las flechas que las ardillas. Sin embargo, pronto sintió como si no tuviese mucho sentido disparar, porque por muchos enemigos que alcanzase siempre venían nuevos, ola tras ola. Harald pronto comprendió que estaba viviendo una derrota, sin embargo no sabía que era una de las peores catástrofes que jamás habían vivido tanto los templarios como el ejército seglar en Tierra Santa.
Para Arn la derrota fue más obvia y fácil de comprender, pero tal vez por eso más amarga.
En Galilea superior, entre el río Jordán y el río Litani, fue donde los templarios entraron en liza con el ejército de Saladino. Estaban de camino a reunirse con el ejército real que, bajo la dirección de Balduino IV, estaba destruyendo una fuerza menor de saqueadores que volvían de las costas del Líbano.
Era posible que Odo de Saint Amand malinterpretara la situación, que pensase que el ejército real ya estaba en combate con la fuerza principal de Saladino y que los jinetes que ahora aparecieron ante los templarios sólo eran unos saqueadores separados del contingente principal o una hueste menor destinada a molestar o a hacer perder tiempo a los templarios.
Sin embargo resultó ser justo lo contrario. Mientras el ejército real cristiano se mantenía ocupado con una sección menor, Saladino dirigió el grueso de sus tropas dando un rodeo y pasando de largo para cortarles el paso a los templarios que venían en auxilio.
Más tarde vería claramente lo que debería haber hecho Odo de Saint Amand. Debería haberse abstenido de atacar, intentando reunir a toda costa a sus caballeros, a la infantería y a sus turcópolos con el ejército de Balduino IV. Y si eso no hubiese sido posible, debería haber intentado mantener la formación. Pero lo que en ningún caso debería haber hecho era enviar toda la caballería pesada a un único y decisivo ataque.
Sin embargo, eso fue precisamente lo que hizo y ni Arn ni ningún otro templario tuvieron jamás la ocasión de preguntarle por qué.
Arn pensó después que tal vez él mismo había tenido una mejor visión desde su elevada posición en el flanco derecho. Arn y sus ligeros arqueros a caballo se mantenían en lo alto y a un lado de la fuerza principal en avance para poder cortar el ataque de los enemigos equipados del mismo modo que ellos mismos. Desde arriba, Arn había visto claramente que se enfrentarían a un ejército infinitamente superior que llevaba las banderas del propio Saladino.
Cuando Odo de Saint Amand, abajo, formaba la caballería pesada en posición de ataque frontal, Arn primero pensó que se trataba de una estratagema, una forma de hacer dudar al enemigo y ganar tiempo para salvar a la gente de a pie. Pero grande fue su desesperación al ver cómo la bandera blanca y negra del confaloniero del Gran Maestre era alzada y bajada tres veces en señal de ataque. Permaneció como paralizado en la colina rodeado de sus jinetes turcos que, al igual que él, parecían no creer lo que veían sus ojos. La fuerza principal de los templarios cabalgaba directamente hacia la muerte.
Cuando la caballería pesada de los templarios se acercó a la caballería ligera siria, el enemigo cedía y hacía ver que se retiraba al modo habitual de los sarracenos; pronto el ataque de los caballeros se vio frenado, y con esto se encontraron atrapados y rodeados.
Los jinetes turcos alrededor de Arn sacudían las cabezas y extendían los brazos para manifestar que, por su parte, la batalla había terminado. Si el ejército del que ellos mismos formaban parte perdía toda la caballería pesada, a los turcópolos no les quedaba otra cosa que proteger sus propias vidas. Arn se quedó pronto solo con unos pocos jinetes cristianos.
Esperó un rato para ver si algunos templarios habían sobrevivido e intentaban salir de la trampa. Cuando descubrió un grupo de diez hombres que luchaba por volver en dirección hacia la propia infantería, los caballos de reserva y la impedimenta, atacó de inmediato con los pocos hombres que todavía seguían con él. Lo único que esperaba lograr era causar un poco de confusión, de modo que los caballeros en fuga pudieran hallar protección entre la infantería y los arqueros.
Su desesperado ataque con un puñado de hombres aterrorizados contra una fuerza mil veces superior tuvo al menos el efecto de causar un momento de confusión entre los perseguidores, que pronto señalaron y gritaron su nombre desde todas las direcciones. Él mismo y su pequeño grupo se convirtieron con ello en objeto de persecución y no le costaba en absoluto comprender por qué; quien tras Mont Gisard pudiese llevar la cabeza de Al Ghouti ensartada en su lanza a Saladino a buen seguro recibiría una valiosa recompensa.
Pronto cabalgaba solo, pues los hombres que al principio le habían seguido cedieron y huyeron hacia los restos del propio ejército. Arn dio entonces un giro abrupto en sentido contrario, alejándose de los suyos y describiendo un amplio arco, y se dirigió hacia una ladera donde con toda seguridad quedaría atrapado. Cuando vio que sus hombres habían logrado ponerse a salvo, se detuvo y se rindió. De todos modos no podía llegar más lejos, las laderas que había delante de él eran demasiado empinadas.
Cuando los atacantes vieron su situación, frenaron sus caballos y se dirigieron hacia él al paso, manteniendo los arcos elevados a medias. Lo rodearon y pareció casi como si quisieran prolongar un poco la diversión.
Entonces apareció un emir de alto rango cabalgando a toda velocidad, se abrió paso entre sus propias filas, señaló a Arn y gritó varias órdenes que él no pudo entender. Acto seguido, todos los jinetes sirios y egipcios lo saludaron alzando los arcos por encima de sus cabezas antes de dar media vuelta a sus caballos y desaparecer en una nube de polvo.
Primero se quedó cavilando, preguntándose si se trataba de un milagro divino, pero la razón le decía claramente que no se trataba en absoluto de nada parecido. Era tan sencillo como que le habían perdonado la vida. Si eso tenía que ver con Saladino o con otra cosa no era fácil de saber, pero en ese preciso momento había asuntos más serios sobre los que reflexionar.
Se sacudió la calma, esa calma que lo había invadido mientras esperaba la muerte, y cabalgó de prisa hacia la parte restante del propio ejército. Casi todos los caballeros que habían sobrevivido estaban heridos. Ahora había una veintena de caballos de reserva, otros tantos caballos de carga y un centenar de arqueros a pie. Todos los turcópolos de Arn habían huido. Luchaban por dinero, no por morir inútilmente entre cristianos sino para vencer o huir.
La derrota era grande, más de trescientos caballeros perdidos, la mayor derrota de la que Arn había oído hablar. Pero ahora se trataba de pensar con claridad y salvar lo que se pudiera salvar. Él era el de mayor rango entre los caballeros supervivientes y tomó el mando de inmediato.
Antes de salir disparados había que mantener un breve consejo y por eso reunió a tres de los hermanos menos heridos a su alrededor. La primera pregunta era por qué el ejército de Saladino no había completado el ataque, ahora que habían logrado lo que más deseaban: separar a los cristianos de a pie de su caballería. La respuesta debía de ser que iban de camino hacia el ejército del rey Balduino para aniquilarlo antes de regresar y hacer limpieza. Por tanto, no había tiempo que perder, a ser posible se trataba de intentar reunirse con el ejército del rey antes de que hubiese terminado todo.
Rápidamente retiraron todo el equipo y las provisiones de los caballos de reserva y en su lugar cargaron a los heridos. Asimismo, dejó que los sargentos mayores y los arqueros montasen en los caballos de reserva mientras los más jóvenes corrían al lado de la lamentable caballería restante que ahora se dirigía hacia el río Litani. La idea de Arn era que el ejército de Balduino podría hallarse en un aprieto y que su única salvación sería cruzar el río.
Pero el ejército del rey Balduino ya había sido derrotado y dispersado en pequeños grupos en fuga que eran alcanzados por poderosos perseguidores, uno tras otro. No obstante, el propio rey y su guardia habían logrado cruzar el río, lo cual sólo complicaba más la situación para todos los rezagados, entre ellos la sufrida y jadeante fuerza con la que llegaba Arn.