El Camino de las Sombras (14 page)

«El precio de la desobediencia es la muerte», había dicho el maestro Blint. Y le había prohibido volver a ver a Muñeca. Jamás.

Mama K explicó a Azoth que, con el tiempo, el maestro Blint lo apreciaría y confiaría en él pero que, cuando decía cosas como aquella, por el momento Azoth debía tomarlas como la ley. Eso le infundió esperanzas, hasta que Mama k se lo aclaró: se refería a la ley de la calle, que era inmutable y omnipotente, no a la patética ley del rey. Era una pena, porque Azoth necesitaba ver a Muñeca una última vez.

Cuando por fin le surgió la oportunidad, no fue gracias a ninguna artimaña suya. El maestro Blint tenía un trabajo, de modo que dejó a Azoth solo. También dejó una lista de tareas, pero Azoth sabía que, si se daba prisa, podía terminarlas todas y aun así disponer de varias horas antes de encontrarse con Mama K para su lección de lectura.

Se volcó en cumplir con la lista. Sacó el polvo a la sala de las armas, sin olvidarse de usar una escalera para llegar a las hileras más altas y al equipo que estaba fuera de su alcance. Revisó y limpió las armas de práctica de madera. Aceitó y limpió las herramientas que el maestro Blint había utilizado recientemente. Aplicó un tipo distinto de aceite a las dianas y los muñecos de cuero que el maestro le hacía atacar durante horas enteras. Repasó las costuras de aquellos que había pateado el propio maestro y, al ver que varios puntos habían saltado, volvió a coserlos. No era muy diestro con la aguja pero, aunque solo fuera en aquello, el maestro Blint toleraba un trabajo menos que perfecto. Barrió el suelo y, como siempre, no tiró la suciedad a la calle, sino que la recogió en un cubo pequeño. El maestro Blint no quería que saliese de la casa segura. Nunca, a menos que tuviese órdenes directas.

Se sorprendió a sí mismo limpiando por segunda vez una daga de Blint. Era una hoja larga y delgada con una minúscula filigrana de oro. Por obra de la casualidad o del paso del tiempo, el oro se había desgastado en los surcos practicados para él, de modo que se había metido sangre en los estrechos cauces de la filigrana: Blint había usado la daga hacía poco y debía de haber tenido prisa al enfundarla. Azoth empleó la punta de otra fina daga para sacar la sangre.

Debería haber hundido la hoja en agua para después frotarla con vigor, pero aquella era su última tarea. Mama K no lo esperáis hasta al cabo de tres horas. Si se entretenía hasta entonces con sus tareas, no sería culpa suya no actuar.

«¿Qué pasa si no haces nada? le había preguntado Blint—.

Nada. Eso conlleva un precio y una libertad terrible, chico. Recuérdalo.» El maestro Blint lo había dicho a propósito de actuar contra un muriente cuando la situación parecía arriesgada, pero Azoth sentía el peso de aquellas palabras en ese momento.

«Si hago algo, ¿qué es lo peor que puede pasar? Que el maestro Blint me mate.» Eso era bastante malo. Las posibilidades de que sucediera eran escasas, sin embargo. A diferencia de otros ejecutores que podían pasar la vida entera en las Madrigueras, el maestro Blint solo aceptaba encargos de quienes pudieran permitirse sus tarifas. Eso solía significar nobles. Eso significaba siempre el lado este. De modo que estaría en la otra punta de la ciudad.

«¿Lo peor de verdad si no hago nada? Muñeca muere.»

Dejó la daga con una mueca.

Encontrar a Muñeca no era tan fácil como proponérselo. La hermandad del Dragón Negro había dejado de existir. Había desaparecido sin más. Kylar fue a su antiguo territorio y descubrió que se lo habían comido Mano Roja, Hombre Ardiendo y Cuchillo Oxidado. Los viejos dragones negros garabateados en edificios y acueductos empezaban ya a descolorarse. Llevaba un par de dagas, pero no tuvo que usarlas. En un momento dado lo pararon varios ratas de Hombre Ardiendo, pero uno de los mayores había formado parte de sus lagartos. El chico les dijo unas palabras a los demás, que estaban a punto de atracar a Azoth, y lo dejaron correr. El lagarto no llegó a dirigirle una sola palabra.

Cruzó de un lado a otro su antiguo territorio media docena de veces, pero sin encontrar a Muñeca. Le pareció ver a Corbin Fishill, alguien que siempre había sabido que era importante y del que ahora sabía, porque se lo había contado el maestro Blint, que era uno de los Nueve. Sin embargo, todos los ratas de hermandad que vio guardaron las distancias.

Se estaba agotando el tiempo cuando Azoth pensó por fin en la vieja panadería. Muñeca estaba allí, sola. Se encontraba de espaldas a él y, por un momento, Azoth se quedó quieto, temeroso de llamar su atención. Entonces ella se volvió.

Los efectos del sadismo de Rata eran evidentes. Un mes no había bastado para que sus heridas sanaran. Solo había bastado para mostrar al mismo tiempo el aspecto que debió de tener su cara en las últimas semanas y el que tendría durante el resto de su vida. Rata la había golpeado primero, le había pegado hasta dejarla sumisa o inconsciente. Luego le había llevado el cuchillo a la cara.

Un corte profundo trazaba una curva desde el rabillo del ojo izquierdo hasta la comisura de la boca. Se lo habían cosido con docenas de puntos minúsculos, pero la cicatriz tiraría para siempre de la boca de Muñeca en una media sonrisa antinatural. En la otra mejilla tenía un corte ancho en forma de X, a juego con otra X más pequeña que le cruzaba el centro de los labios. Comer, sonreír, fruncir la boca... cualquier movimiento de los labios debía de haber sido un tormento. Aún tenía un ojo hinchado, y Azoth no estaba seguro de que fuera a poder usarlo nunca más. Las demás heridas posiblemente desaparecerían con el tiempo. Una costra en la frente, el contorno amarillo casi indistinguible de su otro ojo y una nariz que debían de haberle enderezado, porque Azoth estaba convencido de que Rata se la había roto.

En conjunto, su cara era el testimonio de crueldad que se había pretendido. Rata quería que todo el que mirase a Muñeca supiera que no había sido un mero accidente. Quería que todos supieran que aquello se había hecho adrede. Por un momento, Azoth deseó que la muerte de Rata hubiera sido más espantosa todavía.

El tiempo pareció arrancar de nuevo. Estaba mirando fijamente a Muñeca, contemplando la cara de su amiga con horror manifiesto. Los ojos de la niña, que habían estado tan llenos de sorpresa y repentina esperanza, se poblaron de lágrimas. Se tapó y dio media vuelta, llorando en silencio, sacudiendo sus delgados hombros.

Azoth se sentó a su lado.

—He venido en cuanto he podido. Ahora tengo un maestro y he tenido que desobedecerle solo para estar aquí, pero no podía dejarte tirada. No lo has pasado muy bien, ¿verdad?

Muñeca empezó a sollozar. Azoth se imaginaba los motes que debían de haberle puesto. A veces le entraban ganas de matar a tollos los habitantes de las Madrigueras. ¿Cómo podían reírse de Muñeca? ¿Cómo podían hacerle daño? Era un milagro que siguiera viva. Un milagro, y Jarl. Jarl debía de haberse jugado la vida una docena de veces.

Azoth se acercó a ella y la atrajo hacia sí. Muñeca se dio la vuelta y se agarró a él como si sus lágrimas pudieran arrastrarla corriente abajo. Azoth la abrazó y lloró.

Pasó el tiempo. Azoth se sentía como si lo hubieran exprimido. No estaba seguro de cuánto tiempo la había abrazado, pero sabía que había sido demasiado.

—Tengo buenas noticias —le dijo.

Muñeca lo miró con esos grandes ojos castaños.

—Ven conmigo —añadió Azoth.

Juntos salieron de las Madrigueras, cruzaron el puente de Vanden y llegaron a la villa del conde Drake. Muñeca abrió los ojos como platos cuando se dirigieron a la mansión del conde, y más aún cuando el viejo portero franqueó el paso a Azoth y los acompañó adentro.

El conde Drake estaba en su estudio. Se puso en pie y les dio la bienvenida, evitando de algún modo sorprenderse siquiera por el terrible aspecto del rostro de Muñeca. Era mejor persona que Azoth.

—¿Te ha contado Azoth por qué estás aquí, señorita? —preguntó el conde. El nombre era una elección consciente. Muñeca formaba parte de la vida de Azoth; no formaría parte de la de Kylar. No debía conocer su nuevo nombre.

Muñeca meneó la cabeza con timidez, agarrada a Azoth.

—Te hemos encontrado una familia, Muñeca —explicó el conde Drake—. Quieren que vivas con ellos y seas su hija. Cuidarán de ti. No tendrás que dormir en las calles nunca más. Sirven en una casa de aquí, en el lado este. Si no quieres, no tendrás que volver nunca más a las Madrigueras.

Por supuesto, todo había sido un poco más complicado. El conde Drake conocía a la familia desde hacía tiempo. Habían acogido a otros huérfanos hijos de esclavos a lo largo de los años, pero no podían permitirse alimentar a otro. De modo que Azoth había jurado costear la manutención de Muñeca con su paga, que ya era generosa y que, según el maestro Blint, aumentaría a medida que se fuese haciendo más útil. Al conde Drake no le había hecho gracia ocultarle ningún secreto al ejecutor pero, después de que Azoth le explicara lo sucedido, se había mostrado dispuesto a ayudar.

Muñeca se aferró a Azoth, incapaz de comprender o de creer lo que el conde acababa de decir. Drake se puso en pie.

—Bueno, estoy seguro de que probablemente desearás decirle algunas cosas, y yo tengo que preparar el carruaje, de modo que si me disculpáis... —Los dejó a solas, y Muñeca miró a Azoth con ojos acusadores.

—Nunca fuiste tonta —dijo él.

Muñeca le apretó la mano con fuerza.

—Mi maestro me ordenó no volver a verte. Hoy es la última vez que estaremos juntos. —Muñeca le tiraba de la mano, con expresión belicosa—. Sí, la última —repitió él—. No es lo que yo querría, pero como se entere de que lo he desobedecido aunque sea con esto, me mata. Lo siento. Por favor, no te enfades conmigo.

Muñeca lloraba y él no podía hacer nada.

—Ahora tengo que irme. Volverá en cualquier momento. Lo siento. —Apartó con esfuerzo la mirada de su amiga y caminó hacia la puerta.

—No me dejes.

La voz le surcó la columna como una lanza de hielo. Se volvió, incrédulo. Era una voz de niña pequeña, exactamente la que uno esperaría si no supiera que Muñeca era muda.

—¿Por favor? —rogó la niña. Era una voz bonita, incongruente al salir de la máscara maltrecha que Rata le había dejado por cara.

A Azoth volvieron a poblársele los ojos de lágrimas, y salió corriendo por la puerta...

Para chocar contra alguien alto, delgado y duro como si estuviese tallado en roca maciza. Azoth cayó de culo y levantó la vista horrorizado.

El maestro Blint tenía la cara amoratada de furia.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. Con todo lo que he hecho por ti, ¿me desafías? Acabo de matar a uno de los Nueve y ¿qué haces tú? Pasearte por la zona de ejecución durante dos horas, para que todo el mundo sepa que el aprendiz de Blint estuvo allí. ¡Puede que me hayas buscado la ruina!

Levantó a Azoth del suelo como si fuera un gatito y le pegó. La fuerza del golpe rasgó un jirón de túnica que se quedó en la mano de Blint mientras Azoth salía despedido hacia atrás. Blint se adelantó y esta vez golpeó a Azoth en la mandíbula con el puño cerrado.

La cara del chico rebotó contra el suelo del conde y apenas pudo ver que Muñeca arremetía contra el maestro Blint mientras la enorme espada negra salía de su vaina.

—¡No le hagáis daño a ella! —gritó Azoth. Se lanzó sobre Blint como un loco y agarró el filo de Sentencia, pero Blint era una fuerza de la naturaleza. Alzó a Muñeca en vilo con la otra mano y la sacó al pasillo. Corrió el cerrojo, lo descorrió y volvió a correrlo en rápida sucesión. Entonces se volvió de cara a Azoth, pero lo que estuviera a punto de decir murió en sus labios. La gran espada negra seguía enterrada en las manos del chico, cortando hasta el hueso. Solo que ya no era negra. La hoja brillaba con un resplandor azul.

Un fuego azul incandescente envolvió la mano de Azoth, le quemó de frío los dedos heridos, se extendió por el filo hacia la empuñadura...

—¡No, eso no! ¡Es mío! —gritó Blint. Arrojó la espada a un lado como si fuera una víbora, lejos de los dos. La ira de sus ojos había dado paso a una furia absoluta y ciega. Azoth ni siquiera vio venir el primer golpe. Ni siquiera supo cómo volvía a estar en el suelo. Algo húmedo y pegajoso le enturbiaba la visión.

Entonces el mundo se desvaneció en una sucesión de duros impactos, luz cegadora, dolor, el intenso aliento a ajo del maestro Blint y unos gritos y golpes en la puerta que se hicieron cada vez más lejanos.

Capítulo 16

Durzo contempló la espumosa cerveza marrón como si contuviera respuestas. No iba a darle ninguna, y él debía tomar una decisión. Lo rodeaba el habitual jolgorio forzado del burdel, pero nadie, hombre o mujer, lo molestaba. Quizá fuera por Sentencia, desenvainada sobre la mesa a su lado. Quizá fuera solo por la expresión de su cara.

«¡No le hagáis daño a ella!», había gritado Azoth. Como si Durzo fuera a asesinar a una niña de siete años. ¿Por qué clase de monstruo lo tomaba el chico? Vino a su mente la tremenda tunda que había dado a Azoth, golpeando de cualquier manera esa tierna carne infantil hasta dejarlo inconsciente, antes de que el conde Drake echara la puerta abajo y lo agarrase. Casi había matado al conde en ese momento, de tan enloquecido que estaba. Drake lo había mirado de una manera... Maldito fuera el conde Drake y sus condenados ojos de santurrón.

Ese azul incandescente. Maldito fuera. Maldita toda la magia. (ion ese destello azul de Sentencia había visto morir su esperanza. La esperanza ya agonizaba desde que Vonda falleció, pero ese azul era una puerta que se cerraba para siempre. Significaba que Azoth era digno allí donde Durzo no lo era, como si todos sus años de servicio no valieran nada. El chico le estaba arrebatando todo aquello que lo hacía especial. ¿Qué le quedaría a Durzo Blint?

Cenizas. Cenizas, y sangre, y nada más.

De repente la espada que tenía delante parecía una burla.

¿Sentencia? ¿Dar a la gente lo que se merece? Si de verdad me dedicara a eso, tendría que tragármela hasta la maldita empuñadura. La última vez que había estado tan cerca de la locura fue al morir Vonda, hacía cuatro meses y seis días. Con un suspiro, hizo girar la cerveza en el vaso, pero no bebió. Ya tendría tiempo de sobra para eso luego. Luego, después de tomar su decisión, necesitaría una jarra. Necesitaría doce, con independencia de lo que decidiese.

Había bebido mucho con Vonda. Eso cabreaba a su hermana. Por supuesto, la relación entera había cabreado a Mama K. Había prohibido a Durzo que se viera con su inocente hermanita. Había prohibido a Vonda que se viera con el ejecutor. Tan lista para otros asuntos como era, lo único que logró Mama K fue espolear una relación que podría no haber existido de otro modo. Aun rodeado de carne fácil, previo pago o no, la hermana pequeña de Gwinvere había despertado de repente la curiosidad de Durzo. Quería saber si aquella pose virginal era un camelo.

Other books

An Easy Guide to Meditation by Roy Eugene Davis
Wicked Godmother by Beaton, M.C.
The Taliban Don't Wave by Robert Semrau
Fear the Barfitron by M. D. Payne
Sutherland's Secret by Sharon Cullen