El Camino de las Sombras (10 page)

—Pero lo has visto.

—Lo he visto. —Mama K nunca lo olvidaría.

—Gwinvere, ¿es astuto?

Rata se guardó la navaja al cinto y cacheó a Azoth. No encontró más armas. Su miedo se disolvió y dejó solo júbilo.

—¿Que no te haga daño? —preguntó. Le dio un bofetón a Azoth con el dorso de la mano.

Era casi ridículo. Azoth salió prácticamente volando por la fuerza del golpe. Cayó cuan largo era sobre la tierra y se levantó poco a poco, sangrando por las manos y las rodillas. «¡Qué pequeño es!»

«¿Cómo pude temer a esto en algún momento?» Los ojos de Azoth destilaban miedo. Lloraba y gimoteaba en la oscuridad con un hilo de voz.

—Voy a tener que hacerte daño, Azoth —dijo Rata—. Me has obligado. Yo no quería que esto acabara así. Te quería conmigo.

Era demasiado fácil. Azoth había vuelto a la hermandad ya destruido. A Rata no le gustaba. Quería hacer algo que sellase la humillación.

Dio un paso adelante y agarró al mocoso por el pelo. Lo puso de rodillas de un tirón, regodeándose en los débiles grititos de dolor.

Le debía a Neph lo que vendría a continuación. A Rata no le gustaban los chicos en especial, no más que las chicas. No veía mucha diferencia. Sin embargo, jamás habría considerado aquello como un arma si Neph no le hubiese explicado hasta qué punto quebrantaba el ánimo de una persona que la forzasen.

Se había convertido en una de sus tácticas favoritas. Cualquiera podía asustar a una chica, pero los varones de la hermandad le temían más de lo que habían temido jamás a nadie. Miraban a Bim, Weese, Pod o Jarl y se encogían. Además, cuanto más lo hacía, más lo excitaba. La mera visión de Azoth en ese momento, de rodillas, con los ojos abiertos de miedo, le provocaba un cosquilleo en la entrepierna. No había nada como ver elevarse el fuego del desafío para después, con rapidez o a lo largo de muchas noches, apagarse, prender de nuevo y morir para siempre.

—Un ejecutor tiene que perderse a sí mismo —dijo Durzo—. No, abandonarse. Para ser un asesino perfecto, debe llevar la piel perfecta para cada muerte. Gwinvere, lo entiendes, ¿verdad?

Ella volvió a cruzar sus largas piernas.

—Entender es lo que distingue a las cortesanas de las putas. Yo me meto en la piel de cada hombre que pasa por mi puerta. Si conozco a un hombre, sé cómo complacerle. Sé cómo manipularlo para que intente comprar mi amor y compita con los demás que intentan lo mismo, pero sin tenerles celos.

—Un ejecutor tiene que conocer así a sus murientes —dijo Durzo.

—¿Y no crees que Azoth pueda hacerlo?

—No, no. Creo que puede —respondió Durzo—. Pero después de conocer de ese modo a un hombre o una mujer, después de ponerte en su piel y recorrer con ella un buen trecho, no puedes evitar amarlos...

—Pero no es amor verdadero —dijo Gwinvere con voz queda.

—Y el momento en que los amas es cuando un ejecutor debe matar.

—Y eso es lo que no puede hacer Azoth.

—Es demasiado blando.

—¿Incluso ahora, incluso después de lo que le pasó a su amiguita?

—Incluso ahora.

—Tenías razón —dijo Azoth tragándose las lágrimas. Alzó la vista hacia Rata, plantado por encima de él, de tal modo que la luna proyectaba su sombra sobre Azoth—. Sabía lo que querías, y yo lo quería también. Es solo que... Es solo que no podía. Pero ahora estoy listo.

Un leve destello de suspicacia afloró a los ojos de Rata mientras lo contemplaba.

—He encontrado un lugar especial para nosotros... —Azoth hizo una pausa—. Pero da igual, podemos hacerlo aquí. Deberíamos hacerlo aquí. —La expresión de Rata era dura, pero inescrutable. Azoth se puso en pie poco a poco, agarrado a las caderas de Rata—. Venga, vamos a hacerlo aquí. Que nos oiga toda la hermandad. Que lo sepa todo el mundo.

Le temblaba el cuerpo entero y no tenía manera de ocultarlo. El asco lo recorría de arriba abajo como un rayo, pero mantuvo su expresión esperanzada, fingiendo que los temblores eran pura incertidumbre inocente. «No puedo. No puedo. Que me mate. Cualquier cosa menos...» Si pensaba, si se planteaba cualquier cosa durante un segundo más, estaba perdido.

Azoth alzó una mano temblorosa hasta la mejilla de Rata, se irguió, se puso de puntillas y lo besó.

—No —dijo Rata, y le dio una bofetada—. Lo haremos a mi manera.

—Para dedicarse a este oficio, un hombre no tiene que apreciar nada, tiene que sacrificar... —Durzo dejó la frase en el aire.

—¿Todo? —preguntó Gwinvere—. ¿Como tú has hecho tan bien? Mi hermana tendría algo que decir al respecto.

—Vonda está muerta precisamente porque me salté esa norma —replicó Durzo. No quería mirar a Gwinvere a los ojos. Por la ventana, la noche empezaba en ese momento a ceder su dominio sobre la ciudad.

Al mirar a Durzo, al ver su cara severa y picada reflejando pesar a la luz amarillenta de la lámpara, Gwinvere se ablandó.

—Vale, te enamoraste, Durzo. Ni siquiera los ejecutores son inmunes. El amor es una locura.

—El amor es el fracaso. Lo perdí todo porque fracasé.

—¿Y qué harás si Azoth fracasa? —preguntó Gwinvere.

—Lo dejaré morir. O lo mataré.

—Lo necesitas —observó ella con amabilidad—. Tú mismo dijiste que atraerá un ka'kari hasta ti.

Antes de que Durzo pudiera replicar, llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Mama K.

Una de las doncellas de Gwinvere, que a todas luces había sido también cortesana y estaba ya demasiado mayor para los burdeles, asomó la cabeza por la puerta.

—Ha venido a veros un niño, mi señora. Se llama Azoth.

—Que pase —dijo Gwinvere.

Durzo la miró.

—¿Qué demonios hace él aquí?

—No lo sé. —Gwinvere parecía encontrarlo divertido—. Supongo que, si es el tipo de chico al que puedes moldear para que se convierta en ejecutor, no pueden faltarle algunos recursos.

—Maldición, no hace ni tres horas que lo he dejado —dijo Durzo. —¿Y?

—Y le dije que lo mataría si lo veía sin pruebas. Sabes que no puedo hacer amenazas vacías. —Durzo suspiró—. Puede que llevaras razón hace un momento, pero tengo las manos atadas.

—No ha venido a verte a ti, Durzo. Viene a verme a mí. Así que, ¿por qué no haces tu truquillo ese de las sombras y desapareces?

—¿Mi truquillo de las sombras?

—Ya, Durzo.

La puerta se abrió e hicieron pasar a un niño ensangrentado y en un estado deplorable. Aun así, Gwinvere lo habría seleccionado entre un millar de ratas de hermandad. Ese muchacho tenía fuego en los ojos. Se mantenía derecho, aunque tuviese la cara señalada y le gotease sangre de la boca y la nariz. Le clavó la mirada sin dejarse intimidar, pero era lo bastante joven o lo bastante listo para mirarla a los ojos en vez de al escote.

—Tú ves más que la mayoría, a que sí —dijo Mama K. No era una pregunta.

El chico ni siquiera asintió. Era demasiado pequeño para burlarse de su tendencia a pronunciar preguntas como si fuesen afirmaciones, de modo que había algo más en esa mirada impasible con que la contemplaba.

«Por supuesto.»

—Y has visto algo espantoso, ¿no es así?

Azoth se limitó a mirarla con sus grandes ojos, temblando. Era la viva imagen de la inocencia desnuda que moría a diario en las Madrigueras. Despertó en ella algo que creía muerto hacía tiempo. No hacían falta palabras; supo que podría ofrecer al chico los brazos de una madre, el abrazo de una madre, un lugar seguro. Podría ofrecerle refugio, incluso a ese hijo de las Madrigueras, al que probablemente jamás en la vida habían abrazado. Una mirada dulce, una caricia en la mejilla y una palabra, y se vendría abajo llorando entre sus brazos.

«¿Y qué hará Durzo?» Vonda apenas llevaba muerta tres meses. Durzo había perdido más que una amante cuando ella murió, y Gwinvere no sabía si llegaría a recuperarse alguna vez. «¿Entenderá que las lágrimas de Azoth no lo vuelven débil?»

Para ser sincera consigo misma, Gwinvere sabía que abrazar a Azoth no sería justo para el chico. No recordaba la última vez que había abrazado a alguien que no le hubiese pagado por tal privilegio.

«¿Y qué hará Durzo si ve auténtico amor ahora? ¿Lo hará ser más humano, o se dirá que Azoth es demasiado débil y lo matará en vez de reconocer que lo necesita?»

Le llevó apenas un segundo calar al chico y sopesar sus opciones. Había demasiado en juego. No podía hacerlo.

—Entonces, Azoth —preguntó, cruzando los brazos bajo los pechos—, ¿a quién has matado?

Azoth se quedó blanco. Parpadeó y un miedo repentino despejó sus ojos de las lágrimas que amenazaban con brotar.

—Y el primer muerto, además —observó Mama K—. Bien.

—No sé de qué habláis —replicó Azoth, demasiado rápido.

—Sé el aspecto que tiene un asesino. —La voz de la ex cortesana era tajante—. Entonces, ¿a quién has matado?

—Necesito hablar con Durzo Blint. Por favor. ¿Dónde está?

—Aquí mismo —dijo Blint, por detrás de Azoth. El chico dio un respingo—. Y ya que me has encontrado —prosiguió—, más vale que alguien haya muerto.

—El... —Azoth miró a Mama K, sin duda preguntándose si podía hablar delante de ella—. Lo está.

—¿Dónde está el cuerpo? —exigió saber Blint.

—Está... Está en el río.

—Así que no hay pruebas. Qué cosas.

—Aquí tenéis vuestra prueba —gritó Azoth, furioso de repente. Le lanzó a Durzo algo que sostenía en las manos. El ejecutor lo agarró al vuelo.

—¿Y a esto lo llamas prueba? —preguntó. Abrió la palma y Mama K vio una oreja ensangrentada—. Yo lo llamo una oreja. ¿Alguna vez has conocido a alguien que muriera por perder una oreja, Gwin?

—A mí no me metas en esto, Durzo Blint —advirtió Mama K.

—Puedo enseñaros el cuerpo —dijo Azoth.

—Has dicho que estaba en el río.

—Allí está.

Durzo vaciló.

—Maldito seas, Durzo. Ve —dijo Mama K—. Eso al menos se lo debes.

El sol reposaba ya sobre el horizonte cuando llegaron al taller de barcas. Durzo entró solo y salió al cabo de diez minutos, bajándose la manga mojada de un brazo. No miró a Azoth al preguntar:

—Hijo, estaba desnudo. ¿Es que te...?

—Le he cerrado el nudo alrededor del pie antes de... antes de que pudiera... Lo he matado antes. —Con tono frío y distante, Azoth se lo contó todo. La noche se evaporaba como una pesadilla, y él no podía creerse lo que recordaba haber hecho. Debía de haber sido otra persona. Mientras contaba su historia, Blint lo miraba con una expresión desconocida para él. Quizá fuera piedad. Azoth no podía saberlo. Nunca había visto piedad antes—. ¿Muñeca ha sobrevivido? —preguntó.

Durzo le puso las manos en los hombros y lo miró a los ojos.

—No lo sé. Tenía mal aspecto. Está intentando salvarla la mejor persona que he podido encontrar. —Blint apartó la vista, parpadeando—. Chico, voy a darte otra oportunidad.

—¿Otra prueba? —Los hombros de Azoth se vinieron abajo. Tenía la voz plana, desinflada. No le quedaba energía ni para indignarse—. No puede ser. He hecho todo lo que me pedíais.

—Se acabaron las pruebas. Te doy otra oportunidad de echarte atrás. Has hecho todo lo que te pedí. Pero esta no es la vida que quieres. ¿Quieres salir de las calles? Te daré una bolsa de plata y te buscaré un puesto de aprendiz con un flechero o un herborista en la orilla del este. Pero si vienes conmigo, renuncias a todo lo demás. En cuanto te metas en este trabajo, no volverás a ser el mismo. Estarás solo. Serás diferente. Siempre.

»Y eso no es lo peor. No intento asustarte. Bueno, a lo mejor sí.

Pero no exagero, no te miento. Lo peor, chico, es lo siguiente: las relaciones son sogas. El amor es un nudo corredizo. Si vienes conmigo, tienes que renunciar al amor. ¿Sabes lo que eso significa?

Azoth negó con la cabeza.

—Significa que puedes tirarte a todas las mujeres que quieras, pero jamás podrás querer a ninguna. No te permitiré que te eches a perder por una chica. —Durzo elevó la voz con violencia al pronunciar las últimas palabras. Sus manos eran garras clavadas en los hombros de Azoth, sus ojos los de un depredador—. ¿Lo entiendes?

—¿Qué pasa con Muñeca? —preguntó Azoth. Debía de estar cansado. Supo que mencionarla era un error antes de terminar la pregunta.

—¿Qué tienes, diez, once años? ¿Crees que la amas?

—No.—«Demasiado tarde.»

—Te haré saber si sobrevive pero, si vienes conmigo, Azoth, nunca volverás a hablar con ella. ¿Lo entiendes? Si te haces aprendiz del flechero o del herborista, podrás verla tanto como quieras. Por favor, chico. Acepta. Podría ser tu última oportunidad de ser feliz.

«¿Feliz? Lo que quiero es no tener miedo nunca más.» Blint no tenía miedo. La gente lo temía a él. Su nombre se pronunciaba en voz baja y sobrecogida.

—Si me sigues ahora —dijo Blint—, por los Ángeles de la Noche que me pertenecerás del todo. Una vez empecemos, llegarás a ser un ejecutor o morirás en el intento. El Sa'kagé no puede permitirse hacerlo de otra manera. La otra opción es quedarte aquí, y dentro de un par de días te encontraré y te llevaré con tu nuevo maestro.

Blint se irguió y se frotó las manos todavía mojadas como si se las lavara del asunto. Dio media vuelta bruscamente y echó a andar con paso firme hacia las sombras de un callejón.

Azoth salió de la cavidad de la pared donde había estado y miró calle abajo hacia la casa de la hermandad, que estaba a cien pasos de distancia. Quizá ya no necesitaba irse con Blint. Había matado a Rata. A lo mejor podía volver y todo saldría bien.

«¿Volver a qué? Sigo siendo demasiado pequeño para ser jefe de la hermandad. Ja'laliel sigue muriéndose.» Jarl y Muñeca seguían mutilados. No habría ningún recibimiento de héroe para Azoth. Roth o algún otro mayor tomaría las riendas de la hermandad, y Azoth volvería a tener miedo, como si nada hubiera pasado.

«¡Pero él me prometió aceptarme como aprendiz!» Sí, lo había prometido, pero todo el mundo sabía que los adultos no eran de fiar.

Blint seguía confundiéndolo. No le gustaba el tono con que hablaba de Muñeca, pero Azoth acababa de ver algo nuevo en el ejecutor. Había una parte de él que no era indiferente. Había una parte del legendario asesino que deseaba lo mejor para Azoth.

El chico no creía que Muñeca no valiese nada solo porque ya no era hermosa. No estaba seguro de poder volver a matar. No sabía qué le haría Blint ni por qué. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que había visto en el ejecutor, era mucho más precioso para Azoth que todas sus dudas.

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