El Camino de las Sombras (6 page)

No era la esclavitud lo que lo horrorizaba. En su isla, se trataba de algo habitual. Sin embargo, no en las mismas condiciones. Estas mansiones se habían construido con gladiadores y granjas de bebés. Aunque no le pillaban de camino, había atravesado antes las Madrigueras para ver cómo era la mitad silenciosa de su nueva ciudad de acogida. La sordidez de la zona hacía que la riqueza del otro lado pareciese obscena.

Estaba cansado. Aunque no era alto, era ancho. Ancho de barriga y, por suerte, más ancho todavía de pecho y de hombros. La yegua era un buen animal, pero no precisamente un corcel de guerra, y tenía que llevarla de la brida la mitad del tiempo.

Las grandes villas se alzaban más adelante, diferenciadas de las demás no tanto por el tamaño de los edificios como por la extensión de terreno tras sus muros. Si las mansiones estaban apiñadas unas junto a otras, las villas se extendían sin escatimar suelo. Los centinelas custodiaban portones de durísima madera en vez de elaborada rejería; eran puertas construidas hacía mucho para la defensa, y no con fines decorativos.

Las puertas de la primera villa lucían la trucha de los Jadwin laminadas con pan de oro. Por el portillo, Solon distinguió un exuberante jardín lleno de estatuas, algunas de mármol, otras cubiertas de oro batido. «No me extraña que tengan una docena de guardias.» Todos los centinelas eran profesionales y tirando a guapos, lo que daba crédito a los rumores sobre la duquesa e hizo que se alegrara de dejar atrás la villa de los Jadwin. Compartir casa con una duquesa voraz cuyo marido partía en frecuentes y prolongadas embajadas era lo último que necesitaba.

«No es que vaya a encontrarme nada mejor allá adónde voy. Dorian, amigo mío, espero que esto haya sido una genialidad.» No quería plantearse la otra posibilidad.

—Soy Solon Tofusin. Vengo a ver al señor de Gyre —dijo al llegar ante los portones de la villa que era su destino.

—¿Al duque? —preguntó el centinela. Se retiró un poco el casco y se pasó la mano por la frente.

«Este hombre es bobo.»

—Sí, al duque de Gyre. —Habló despacio y con más énfasis del necesario, pero estaba cansado.

—Vaya, qué pena —replicó el guardia.

Solon esperó, pero el hombre no se explicó. «Bobo no, imbécil.»

—¿Ha salido el señor de Gyre?

—Pues no.

«Conque esas tenemos. El pelo rojo tendría que haberme puesto sobre aviso.»

—Sé que, tras siglos y siglos de incursiones —dijo Solon—, los ceuríes más listos se mudaron tierra adentro y dejaron a tus antepasados en la costa, y también me hago cargo de que, cuando los piratas sethíes asaltaban y saqueaban los pueblos costeros, raptaban a las mujeres más presentables y, una vez más, dejaron atrás a las que acabarían siendo tus antepasadas, por lo que, por causas ajenas a tu voluntad, eres poco agraciado y estúpido. Aun así, ¿podrías intentar explicarme cómo es que el señor de Gyre está y a la vez no está? Puedes usar palabras cortitas.

El hombre parecía perversamente satisfecho.

—No tienes marcas en la piel ni anillos por la cara, y ni siquiera hablas como un pez. Además estás gordo, para ser un pescado. A ver si lo adivino: te entregaron al mar como ofrenda pero los dioses marinos no te quisieron, y cuando apareciste en la playa te amamantó una troll que te tomó por uno de los suyos.

—Era ciega —replicó Solon, y cuando el centinela se rió, decidió que le caía bien.

—El duque de Gyre ha partido esta mañana. No volverá —explicó el guardia.

—¿No volverá? ¿Quieres decir que nunca?

—No me corresponde a mí hablar de eso. Pero no, nunca, a menos que me equivoque. Ha partido para ponerse al mando de la guarnición de Aullavientos.

—Pero me has dicho que el señor de Gyre no ha salido —objetó Solon.

—El duque ha nombrado a su hijo señor de Gyre hasta su regreso.

—O sea, para siempre.

—Eres rápido para ser un pez. Su hijo Logan es el señor de Gyre.

«Mal asunto.» Por mucho que se devanara los sesos, Solon no recordaba si Dorian había dicho «duque de Gyre» o «señor de Gyre». Ni siquiera se había planteado que la Casa de Gyre pudiese tener dos cabezas. Si la profecía hablaba del duque de Gyre, tenía que seguir su camino, sin dilación. Sin embargo, si concernía a su hijo, Solon estaría abandonando a quien debía cuidar en el momento en que más lo necesitaba.

—¿Puedo hablar con el señor de Gyre?

—¿Sabes usar ese acero? —preguntó el centinela—. Si no, te sugiero que lo escondas.

—¿Disculpa?

—No digas que no te avisé. Sígueme.

El guardia le dio una voz a otro, apostado sobre el muro, que bajó a vigilar la puerta mientras el ceurí conducía a Solon al interior de la villa. Un mozo de cuadra se llevó a la yegua y Solon conservó su espada.

No pudo evitar sentirse impresionado. De la villa de los Gyre emanaba permanencia, la solemnidad consciente de una familia antigua. Había plantas de acanto dentro y fuera de los muros, creciendo en una tierra roja que Solon sabía que debieron de traer con ese propósito concreto. La espinosa planta no solo se había escogido para apartar de las paredes a mendigos y ladrones; también se asociaba desde hacía tiempo a la nobleza alitaerana. La mansión en sí no resultaba menos imponente, con su piedra maciza, sus amplios arcos y sus gruesas puertas capaces de resistir los embates de una máquina de asedio. La única concesión que la firmeza había hecho a la decoración estaba en los rosales trepadores de color rojo sangre que enmarcaban todas las puertas y ventanas de la planta baja. Sobre el fondo de la piedra negra y las ventanas con barrotes de hierro, su perfecta tonalidad carmesí creaba un efecto llamativo.

Solon no prestó atención al repique del acero hasta que el centinela pasó de largo la entrada de la mansión y dobló la esquina del edificio para dirigirse a la parte de atrás. Allí, con vistas al Castillo de Cenaria que se elevaba en la otra orilla del Plith, varios guardias hacían de espectadores mientras dos hombres envueltos en armadura de prácticas se aporreaban con saña. El más menudo estaba a la defensiva, retrocediendo en círculos mientras los golpes del más grande se estrellaban en su escudo. Entonces el más bajo tropezó y su oponente aprovechó para embestir como un toro y tumbarlo usando el escudo de ariete. El caído levantó la espada, pero el golpe siguiente se la arrancó de las manos y el que vino después tañó su casco como una campana.

Logan de Gyre se quitó el yelmo y rió mientras ayudaba a su guardia a levantarse. A Solon se le cayó el alma a los pies. ¿Ese era el señor de Gyre? Un niño en el cuerpo de un gigante que no había perdido todavía las facciones infantiles. No podía tener más de catorce años, probablemente menos. Solon se imaginó a Dorian riéndose. Su amigo sabía que no le gustaban los niños.

El centinela ceurí dio un paso al frente y se dirigió en voz baja al señor de Gyre.

—Hola —dijo el jovencísimo noble, volviéndose hacia Solon—. Marcus me cuenta que te tienes por todo un espadachín. ¿Es cierto?

Solon miró al ceurí, quien le dedicó una sonrisa ufana. «¿Se llama Marcus?» En aquel país hasta los nombres eran un galimatías. Sin ningún miramiento por los orígenes de cada persona, los nombres alitaeranos como Marcus o Lucienne convivían alegremente con los de raíz lodricaria como Rodo o Daydra, ceuríes como Hideo o Shizumi y con los nombres cenarianos corrientes como Aleine o Ferlene. Se diría que los únicos nombres que aquella gente no estaba dispuesta a poner a sus hijos eran los apodos de esclavo habituales en las Madrigueras, como Cicatriz o Leporino.

—Me defiendo, mi señor. Pero lo que deseo intercambiar con vos son palabras, y no golpes. —«Si parto ya, mi vieja yegua y yo podemos llegar a la guarnición en seis días, quizá siete.»

—Hablaremos, entonces... después de un poco de ejercicio. Marcus, tráele una armadura de entrenamiento.

Los hombres parecían complacidos, y Solon vio que adoraban al joven señor como si fuese su propio hijo. Le reían las gracias y lo mimaban demasiado. De repente había pasado a ser el señor de Gyre, y los hombres todavía estaban encantados con lo novedoso de la idea.

—No la necesito —dijo Solon.

Las risillas se interrumpieron y los hombres lo miraron.

—¿Quieres practicar sin armadura? —preguntó Logan.

—No quiero practicar en absoluto. Si esa es vuestra voluntad, accederé a ello... pero no lucharé con una espada de prácticas.

Los hombres lanzaron exclamaciones ante la perspectiva de ver luchar a aquel sethí bajito contra su gigante, y sin armadura. Solo Marcus y un par más parecían inquietos. Con la gruesa armadura que Logan llevaba, había poco peligro de que saliera malherido aun contra una hoja afilada. Pero el peligro existía. Solon vio en los ojos de Logan que él también lo sabía: de repente dudaba si debería haberse mostrado tan lanzado con alguien de quien no sabía nada, alguien que podría tener malas intenciones. Logan observó de nuevo las macizas hechuras de Solon.

—Mi señor —dijo Marcus—, quizá sería mejor que...

—De acuerdo —dijo Logan a Solon. Se puso el yelmo y cerró la visera. Desenvainó la espada—. Cuando quieras.

Antes de que Logan acertara a reaccionar, Solon coló sus dedos por la visera del chico y agarró la pieza que protegía la nariz. Tiró de Logan hacia delante y torció la muñeca. El chico cayó redondo al suelo con un gruñido. Solon desenvainó un cuchillo del cinto de Logan y lo llevó hasta el ojo del muchacho, con la rodilla apoyada en el costado de su yelmo para mantenerlo quieto.

—¿Os rendís? —preguntó Solon.

La respiración del chico era trabajosa.

—Me rindo.

Solon lo soltó y se puso en pie, sacudiéndose el polvo de las perneras de sus pantalones de montar. No se ofreció a ayudar al señor de Gyre a levantarse.

Los hombres estaban callados. Varios habían desenvainado, pero ninguno dio un paso al frente. Era obvio que, si la intención de Solon hubiera sido matar a Logan, ya lo habría hecho. Sin duda pensaban en lo que les habría hecho a ellos el duque de Gyre de haber sucedido lo peor.

—Sois un mocoso insensato, señor de Gyre —dijo Solon—. Un bufón que actúa ante unos hombres a los que tal vez algún día deba pedir que mueran por él.

«Dijo "duque de Gyre", seguro que Dorian dijo "duque de Gyre". Pero me envió aquí. Si se hubiera referido al duque, sin duda me habría mandado directamente a la guarnición. La profecía no trataba de mí. No había forma de que Dorian supiera que me retrasaría y llegaría tan tarde a la ciudad. ¿O sí?»

Logan se quitó el yelmo y tenía la cara enrojecida, pero no dejó que su vergüenza estallara en ira.

—Yo... me lo merecía —dijo—. Y también el repaso que me acabáis de dar. O algo peor. Lo siento. Mal anfitrión el que agrede a sus invitados.

—Sabéis que los guardias se han estado dejando ganar, ¿verdad?

Logan pareció afligirse. Lanzó un vistazo al hombre con quien peleaba cuando Solon llegó y luego bajó la vista a sus pies. Después, como si le costara un esfuerzo de voluntad, alzó los ojos hasta los de Solon.

—Veo que decís la verdad. Aunque me avergüence enterarme, os lo agradezco.

Y entonces fueron sus hombres quienes parecieron avergonzarse. Le habían dejado ganar porque lo amaban, y resultaba que habían puesto en evidencia a su señor. Más que arrepentidos, estaban desconsolados.

«¿Cómo despierta este chico semejante lealtad? ¿Es solo por fidelidad a su padre?» Mientras observaba a Logan mirando a sus hombres uno por uno, fijamente hasta que cada soldado cruzaba la mirada con él y la rehuía enseguida, Solon dudó que fuese lo segundo. Logan dejó que el penoso silencio se prolongara e intensificara.

—Dentro de seis meses —dijo al fin, dirigiéndose a sus hombres—, serviré en la guarnición de mi padre. No me quedaré a buen recaudo en el castillo. Combatiré, como haréis muchos de vosotros. Sin embargo, como al parecer creéis que la práctica es una diversión, así sea. Os divertiréis practicando hasta medianoche. Todos. Y mañana, empezaremos a entrenar. Espero que estéis todos aquí una hora antes del alba. ¿Entendido?

—¡Sí, señor!

Logan se volvió hacia Solon.

—Mis disculpas, maese Tofusin. Por todo. Os ruego que me llaméis Logan. Os quedaréis a cenar, por supuesto, pero ¿puedo disponer también que los criados os preparen una habitación?

—Sí —contestó Solon—. Creo que me gustaría.

Capítulo 8

Siempre que el vürdmeister Neph Dada se encontraba con Rata, lo hacía en un lugar diferente. Habitaciones de posada, bodegas de tiendas de aparejos para barcos, panaderías, parques del lado este y callejones sin salida en las Madrigueras. Desde que Neph se había barruntado que a Rata le daba miedo la oscuridad, siempre se aseguraba de citarlo por la noche.

Neph vio entrar a Rata y sus guardaespaldas en el diminuto, antiguo y hacinado cementerio. No estaba tan oscuro como Neph se esperaba, ya que había tabernas, garitos de juego y casas de putas apiñados a menos de treinta pasos de distancia. Rata no despidió de inmediato a sus guardaespaldas. Como la mayor parte de las Madrigueras, el cementerio estaba menos de medio metro por encima del nivel del mar. Los conejos, como se conocía a los nativos de las Madrigueras, enterraban a sus muertos directamente en el barro. Si tenían dinero suficiente, erigían sarcófagos por encima del suelo. Sin embargo, algunos recién llegados ignorantes habían sepultado a sus difuntos en ataúdes después de un disturbio sucedido años atrás, y el terreno se había hinchado en montículos a medida que los ataúdes de debajo intentaban flotar hasta la superficie. Algunos se habían roto y su contenido había sido pasto de los perros salvajes.

Rata y sus guardaespaldas parecían enfermos de terror.

—Idos —dijo por fin el puño a sus mayores, mientras recogía una calavera con indiferencia y se la arrojaba a uno. El chico se apartó con celeridad y el cráneo, frágil por la edad o la enfermedad, se hizo añicos contra una lápida.

—Hola, niño —dijo Neph con voz rasposa al oído de Rata. Este dio un respingo y el vürdmeister esbozó su sonrisa mellada, enmarcada por el largo y ralo pelo blanco que le caía en cortinilla hasta los hombros. Estaba tan cerca que el chico dio un paso atrás.

—¿Qué quieres? ¿Qué hago aquí? —preguntó Rata.

—Caramba, insolencia y filosofía, todo en uno.

Neph se acercó más. Se había criado en Lodricar, al este de Khalidor. Los lodricarios enseñaban que si un hombre se ponía tan lejos que ni se le podía oler el aliento, era porque ocultaba algo. Los mercaderes cenarianos que trataban con los de Lodricar se quejaban de ello con amargura, pero se arrimaban sin protestar cuando había monedas en juego. Sin embargo, Neph no se colocaba cerca por motivos culturales. Hacía medio siglo que no vivía en Lodricar. Se aproximaba a su interlocutor porque disfrutaba poniendo incómodo a Rata.

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