Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Apenas le faltaban treinta centímetros para alcanzar la salida cuando algo centelleó justo delante de su nariz. Lo tenía tan cerca que le costó un momento enfocar la mirada. Era la enorme espada de Durzo Blint. La hoja había atravesado el suelo y se había clavado en el lodo, de tal modo que le cortaba el paso.
Encima de su cabeza, al otro lado del suelo de cañas, Durzo Blint susurró:
—Jamás hables de esto, ¿queda claro? He hecho cosas peores que matar críos.
La espada desapareció, y Azoth salió a rastras a la noche. No dejó de correr durante varios kilómetros.
—¡Cuatro cobres! ¡Cuatro! Esto no son cuatro.
Rata tenía la cara tan roja de furia que sus granos solo eran visibles como puntitos blancos. Agarró la raída túnica de Jarl y lo levantó del suelo con un brazo. Azoth agachó la cabeza, incapaz de mirar.
—¡Esto son cuatro! —gritó Rata, escupiendo al hablar.
Mientras Jarl encajaba los bofetones, Azoth se dio cuenta de que aquello era puro teatro. No la paliza en sí; Rata estaba zurrando a Jarl de verdad. Sin embargo, le pegaba con la mano abierta para que hiciera más ruido. Rata ni siquiera estaba prestando atención a Jarl; vigilaba al resto de la hermandad, se regodeaba en su miedo.
—¡Siguiente! —exclamó Rata mientras soltaba a Jarl.
Azoth dio un paso al frente enseguida para evitar que Rata pateara a su amigo. A sus dieciséis años, Rata ya era tan corpulento como un adulto y además tenía grasa, algo insólito entre los nacidos de esclavos.
Azoth le tendió sus cuatro cobres.
—Ocho, mierdecilla —dijo Rata mientras cogía las cuatro monedas de su mano.
—¿Ocho?
—También tienes que pagar por Muñeca.
Azoth miró a su alrededor en busca de apoyo. Varios de los mayores cambiaron de postura y se miraron entre ellos, intranquilos, pero nadie pronunció una palabra.
—Es demasiado joven —protestó Azoth—. Los pequeños no pagan cuota hasta cumplir los ocho.
La atención se desplazó hacia Muñeca, que estaba sentada en el sucio callejón. La niña reparó en las miradas y se encogió. Muñeca era una chiquilla menuda y de ojos enormes; por debajo de la mugre sus rasgos eran tan delicados y perfectos que hacían honor a su nombre.
—Y yo digo que tiene ocho a menos que ella afirme lo contrario —replicó Rata con malicia—. Dilo, Muñeca, dilo o le pego una paliza a tu novio.
Muñeca abrió aún más sus grandes ojos y Rata se rió. Azoth no protestó, no le señaló que Muñeca era muda. Rata ya lo sabía. Lo sabían todos. Pero Rata ocupaba el puesto de puño y, por lo tanto, solo respondía ante Ja'laliel. Ante Ja'laliel, que no estaba presente.
Rata tiró de Azoth para acercárselo y bajó la voz.
—¿Por qué no te unes a mis guapitos, Azo? No volverías a pagar cuotas nunca más.
Azoth intentó hablar, pero tenía la garganta tan seca que solo le salió un graznido. Rata volvió a reírse y todo el mundo le hizo coro, algunos porque disfrutaban con la humillación de Azoth y otros en un vano intento de apaciguar a Rata antes de que les llegara el turno. Azoth notó una punzada de odio negro. Odiaba a Rata, odiaba la hermandad, se odiaba a sí mismo.
Carraspeó para volver a intentarlo. Rata cruzó la mirada con él y le dedicó una sonrisa torva. Era grande, pero no estúpido. Sabía en qué medida estaba presionando a Azoth. Sabía que terminaría acobardándose, como todos los demás.
Azoth le escupió toda la flema que tenía en la boca a la cara.
—Que te den por culo, Rataburra.
El silencio estupefacto que se hizo pareció durar una eternidad. Fue un momento dorado de victoria. No le hizo falta girarse para saber que todos se habían quedado boquiabiertos. La cordura apenas empezaba a regresar cuando el puño de Rata lo alcanzó en la oreja. El mundo se emborronó de manchas negras, y Azoth cayó al suelo. Alzó la vista parpadeando hacia el grandullón, cuyo pelo moreno resplandecía como una aureola al tapar el sol de mediodía, y supo que iba a morir.
—¡Rata! Rata, te necesito.
Azoth rodó de espaldas y vio que Ja'laliel salía del edificio de la hermandad. Su tez pálida estaba perlada de sudor aunque no hacía calor, y tosía de forma malsana.
—¡Rata! Ahora, he dicho.
Rata se secó la cara, y ver apagarse su ira de manera tan repentina fue casi más terrorífico que verla estallar en un instante. Se le despejaron las facciones y sonrió a Azoth. Simplemente sonrió.
—¿Qué hay, Jay? —dijo Azoth.
—¿Qué tal, Azo? —respondió Jarl, que acababa de llegar donde estaban Azoth y Muñeca—. Eres más tonto que un zapato, ¿sabes? Se tirarán años llamándole Rataburra a sus espaldas.
—Quería que fuese una de sus nenas —explicó Azoth.
Estaban apoyados en una pared a varias manzanas de distancia, dispuestos a compartir la hogaza rancia que Azoth había comprado. El olor a pan horneado, aunque menos intenso que a primera hora, disimulaba al menos en parte el hedor de las aguas residuales, de la acumulación de basura descomponiéndose a orillas del río y de la penetrante peste a orina y sesos que emanaba de las tenerías.
Si la arquitectura de Ceura se basaba en paredes y biombos de bambú y papel de arroz, la cenariana era más tosca, maciza, sin la estudiada simplicidad de los diseños ceuríes. Si la arquitectura de Alitaera era toda granito y pino, la cenariana resultaba menos imponente, sin el propósito de durabilidad de las estructuras alitaeranas. Si la arquitectura de Ossein era un muestrario de agujas etéreas y arcos altísimos, la cenariana no se alzaba por encima de una planta más que en unas pocas mansiones de la nobleza en la orilla oriental. Los edificios de Cenaria eran un compendio de todo lo achaparrado, húmedo, barato y pobre, sobre todo en las Madrigueras. Jamás se utilizaba un material que costara el doble, por mucho que durase cuatro veces más. Los cenarianos no pensaban a largo plazo porque no vivían a largo plazo. Sus edificios incorporaban con frecuencia bambú y papel de arroz, pues ambos crecían junto a la ciudad, y también pino y granito, que no estaban demasiado lejos. Sin embargo, Cenaria no tenía un estilo propio. El país había sufrido demasiadas conquistas a lo largo de los siglos para enorgullecerse de nada que no fuese la supervivencia. En las Madrigueras, ni siquiera quedaba orgullo.
Azoth partió la hogaza en tres trozos sin prestar atención y enseguida torció el gesto. Había hecho dos más o menos del mismo tamaño, y un tercero más pequeño. Dejó uno de los pedazos grandes sobre su pierna y le dio el otro a Muñeca, que siempre le seguía como una sombra. Estaba a punto de pasarle el trozo pequeño a Jarl cuando vio una mueca de desaprobación en el rostro de la niña.
Azoth suspiró y se quedó el pedazo pequeño para él. Jarl no se había dado cuenta de nada.
—Mejor una de sus nenas que muerto —observó su amigo.
—No pienso acabar como Bim.
—Azo, en cuanto Ja'laliel se pague la reválida, Rata será el jefe de nuestra hermandad. Tú tienes once años. Todavía faltan cinco para tu reválida. No vas a llegar vivo ni de milagro. Lo de Bim no es nada, comparado con lo que Rata te hará a ti.
—¿Y qué hago, Jarl?
Por lo general, aquel momento del día era el favorito de Azoth. Estaba con las únicas dos personas a las que no debía temer, acallando la voz insistente del hambre. Sin embargo, el pan le sabía a ceniza. Miró hacia el mercado, sin ver siquiera a la pescadera que pegaba a su marido.
Jarl sonrió, y sus dientes brillaron en contraste con su negra piel ladeshiana.
—Si te cuento un secreto, ¿me lo guardarás?
Azoth miró a los dos lados y se inclinó hacia Jarl. Se detuvo al oír un sonoro crujir de pan y unos labios que se relamían.
—Bueno, yo sí. No pongo la mano en el fuego por Muñeca.
Se volvieron los tíos hacia la niña, que roía el cuscurro de la hogaza. La combinación de las migas que tenía pegadas a la cara y su mueca de indignación les hizo desternillarse de risa.
Azoth le revolvió la melena rubia y, al ver que eso no le quitaba el enfado, la acercó a él. Ella se revolvió pero, cuando Azoth le pasó el brazo por encima, no hizo ademán de apartarse. Miró a Jarl con rostro expectante.
El chico se levantó la túnica y desanudó un harapo que llevaba en torno al cuerpo como una faja.
—No seré como los demás, Azo. No pienso dejarme llevar por la vida sin hacer nada. Saldré de aquí.
Abrió la faja. Ocultas entre sus pliegues había una docena de monedas de cobre, cuatro de plata y, lo más inverosímil de todo, dos gunders de oro.
—Cuatro años. Llevo ahorrando cuatro años. —Dejó caer dos cobres más en la faja.
—¿Estás diciéndome que siempre que Rata te ha dado de palos por no pagar la cuota, tenías esto guardado?
Jarl sonrió y Azoth lo empezó a comprender. Las palizas eran un precio pequeño a cambio de la esperanza. Al cabo de un tiempo, la mayoría de los ratas de hermandad desesperaban y permitían que la vida los machacara. Se convertían en animales. O perdían el juicio, como le había pasado ese día a Azoth, y se buscaban la muerte.
Mientras contemplaba aquel tesoro, una parte de Azoth quería golpear a Jarl, agarrar la faja y salir corriendo. Con ese dinero podría dejar las calles, procurarse ropa para sustituir sus harapos y pagar la cuota para entrar de aprendiz en alguna parte, donde fuera. Quizá incluso con Durzo Blint, como tantas veces había dicho a Jarl y Muñeca que haría.
Entonces reparó en su amiga. Se imaginó la mirada que pondría si él robaba esa faja llena de vida.
—Si alguno de nosotros va a salir de las Madrigueras, ese serás tú, Jarl. Te lo mereces. ¿Tienes un plan?
—Siempre —respondió su amigo. Alzó la mirada y brillaron sus ojos oscuros—. Quiero que te lo quedes tú, Azo. En cuanto descubramos dónde vive Durzo Blint, te sacaremos de aquí. ¿Vale?
Azoth se quedó mirando el montón de monedas. Cuatro años.
Docenas de palizas. No solo dudaba si él habría dado tanto por Jarl, sino que además había pensado en robárselo. No pudo contener unas lágrimas cálidas. Qué vergüenza sentía. Qué miedo. Miedo de Rata, miedo de Durzo Blint; siempre miedo. Sin embargo, si lograba salir de las calles, podría ayudar a Jarl. Blint le enseñaría a matar.
Azoth alzó la vista hacia Jarl, sin atreverse a mirar a Muñeca, por miedo a lo que pudiesen decir sus grandes ojos castaños.
—Lo acepto.
Sabía a quién mataría primero.
Durzo Blint se encaramó al muro de la pequeña mansión y observó al centinela que pasaba en aquel momento. «El guardia perfecto», pensó Durzo: algo lento, con poca imaginación y cumplidor. El vigilante dio sus treinta y nueve pasos, paró en la esquina, plantó su alabarda, se rascó la barriga por debajo del gambesón, miró en todas las direcciones y, completado el ritual, echó a caminar de nuevo.
«Treinta y cinco, treinta y seis.» Durzo abandonó la sombra del centinela y se dejó caer por el borde de la pasarela, al que se mantuvo agarrado con la punta de los dedos.
«Ahora.» Se soltó y aterrizó sobre la hierba en el preciso instante en que el guardia daba un golpe con la contera de su alabarda en los tablones de madera. Seguramente el centinela tampoco lo habría oído, pero la paranoia era la madre de la ciencia para un ejecutor. El patio era pequeño, y la casa no mucho más grande. Estaba construida al estilo ceurí, con paredes traslúcidas de papel de arroz. Las puertas y los arcos estaban hechos de ciprés calvo y ciprés blanco, aunque para el armazón y los suelos se había empleado madera de pino local, más barato. Era austera como todas las casas ceuríes, algo que se ajustaba a la formación militar del general Agón y su personalidad ascética. Es más, se ajustaba a su presupuesto. A pesar de los muchos éxitos del general, el rey Davin nunca lo había recompensado con generosidad; en parte, por eso estaba allí el ejecutor.
Durzo encontró una ventana abierta en la planta superior. La esposa del general dormía en una cama: no eran tan ceuríes como para acostarse en esteras tejidas. Sí eran, sin embargo, lo bastante pobres para que el colchón estuviese relleno de paja en vez de plumas. La esposa del general era una mujer poco agraciada, que roncaba con suavidad, con el cuerpo más cerca del centro de la cama que en un extremo. En el lado hacia donde estaba girada, las mantas se veían revueltas.
El ejecutor entró con sigilo en la habitación, usando su Talento para amortiguar el sonido de sus pasos sobre el suelo de madera.
«Curioso.» Un vistazo rápido confirmó que el general no había acudido para una mera visita conyugal. Realmente compartían el dormitorio. Tal vez fuera aún más pobre de lo que pensaba la gente.
Durzo arrugó la frente por debajo de la máscara. Era un detalle que no necesitaba saber. Desenfundó el corto puñal de envenenador y se acercó a la cama. La mujer no sentiría nada.
Se detuvo. Estaba vuelta hacia las mantas desordenadas, no de espaldas. Había estado durmiendo pegada a su marido hasta que él se levantó. No en la otra punta de la cama, como haría una mujer que se limitase a cumplir con sus deberes maritales.
El matrimonio se quería. Después del asesinato de la mujer, Aleine de Gunder tenía planeado ofrecer enseguida al general una noble acaudalada en segundas nupcias. Sin embargo, el general, casado por amor con una plebeya, reaccionaría al asesinato de su esposa de forma muy distinta a un hombre que hubiera contraído un matrimonio de conveniencia.
«Será idiota.» El príncipe estaba tan ciego de ambición que pensaba que todos los demás compartían sus ansias. El ejecutor envainó el puñal y salió al pasillo. Aún debía saber a qué bando apoyaría el general. Y de inmediato.
—¡Maldita sea! El rey Davin se muere. Me sorprendería que durase una semana más.
Quienquiera que hubiese hablado acertaba en casi todo. El ejecutor había administrado al rey su dosis final de veneno esa misma noche. Al alba estaría muerto y el trono se lo disputarían un hombre fuerte y justo y otro débil y corrupto. Al clandestino Sa'kagé no le era indiferente el resultado de la disputa.
La voz procedía del salón del piso de abajo. El ejecutor corrió hasta el final del pasillo. La casa era tan pequeña que el salón también hacía las veces de estudio. Podía ver perfectamente a los dos hombres.
El general Brant Agón tenía la barba entrecana, el pelo corto y sin peinar y se movía con gestos bruscos, sin perder nada de vista. Era delgado y fibroso, con las piernas algo arqueadas tras una vida a lomos de un caballo.