Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Lo primero en detenerse fue su cara, la nariz estrellada contra la mano extendida de Durzo. El resto de su cuerpo continuó hacia delante, se elevó en paralelo al suelo y después cayó a plomo sobre la superficie de piedra.
—¡Bazta! —gritó Corbin Fishill.
Bernerd fue a detenerse con un patinazo delante de Durzo y después se arrodilló junto a su hermano. Zocato gemía, y la sangre que manaba de su nariz llenaba la boca de una rata tallada en el suelo de piedra.
Corbin se sacó la aguja de la pantorrilla con una mueca.
—¿Qué ez ezto, Blint?
—¿Quieres saber si todavía puedo matar? —Durzo dejó un frasquito delante de Fishill—. Si la aguja estaba envenenada, este es el antídoto. Sin embargo, si no lo estaba, el antídoto te matará. Bébelo o no te lo bebas.
—Bébetelo, Corbin —dijo Pon Dradin. Era la primera vez que el shinga hablaba desde que Blint había entrado—. Mira, Blint, serías mejor ejecutor si no supieses que eres el mejor. Lo eres, pero no por eso dejas de acatar mis órdenes. La próxima vez que toques a uno de mis Nueve, habrá consecuencias. Ahora lárgate de aquí.
Había algo raro en el túnel. Azoth había estado en otros túneles y, si bien no se sentía exactamente cómodo moviéndose a tientas en la espesa oscuridad, podía arreglárselas. Ese túnel había empezado como cualquier otro: con las paredes ásperas, sinuoso y, por supuesto, oscuro. Sin embargo, a medida que se adentraba en la tierra, los muros se volvieron más rectos, el suelo más liso. Ese túnel era importante.
Pero eso no pasaba de ser algo distinto. Lo raro de verdad estaba un paso por delante de Azoth. Se puso en cuclillas para descansar y pensar. No se sentó; solo lo hacía cuando sabía que no había nada de qué huir.
No olía nada diferente, aunque el aire allí abajo era denso como el puré. Si entrecerraba los ojos le parecía distinguir algo, pero estaba convencido de que era solo por el esfuerzo de apretarlos. Volvió a extender el brazo. ¿Corría una brisa más fresca justo allí?
Entonces notó un cambio en el aire. Lo recorrió un miedo repentino. Blint había pasado por allí hacía veinte minutos, sin llevar antorcha. Entonces Azoth no le había dado ninguna importancia. En ese momento recordó las historias.
Una leve bocanada de aire rancio le rozó la mejilla. Azoth casi arrancó a correr, pero no sabía en qué dirección sería seguro escapar. No tenía medios para defenderse, ya que el puño de la hermandad guardaba todas las armas. Una segunda bocanada le acarició la otra mejilla. «Huele a... ¿ajo?»
—En este mundo existen secretos, chaval —dijo una voz—. Secretos como las alarmas mágicas y las identidades de los Nueve. Si das otro paso, descubrirás uno de esos secretos. Y entonces, dos simpáticos matones con órdenes de liquidar a los intrusos te descubrirán a ti.
—¿Maese Blint? —Azoth escudriñó la oscuridad.
—La próxima vez que sigas a un hombre, no seas tan furtivo. Te vuelve conspicuo.
Significara lo que significase aquello, no sonaba bien.
—¿Maese Blint?
Azoth oyó una carcajada que se alejaba por el túnel. Se puso en pie de un salto, sintiendo que su esperanza se le escapaba con la risa que se iba apagando. Echó a correr por el túnel en la oscuridad.
—¡Esperad!
No hubo respuesta. Azoth corrió más deprisa. Tropezó con una piedra y cayó de bruces; se peló las rodillas y las manos contra el suelo de piedra.
—¡Maese Blint, esperad! Necesito ser vuestro aprendiz. ¡Maese Blint, por favor!
La voz habló justo por encima de él aunque, al mirar hacia arriba, Azoth no vio nada.
—No tomo aprendices. Vete a casa, chaval.
—¡Pero yo soy diferente! Haré lo que sea. ¡Tengo dinero!
No hubo respuesta. Blint se había ido.
El silencio dolía, palpitaba al ritmo de los cortes en las rodillas y las palmas de Azoth. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer. Quería llorar, pero eso era cosa de críos.
Volvió al territorio del Dragón Negro cuando el cielo empezaba a clarear. Partes de las Madrigueras comenzaban a sacudirse su sueño resacoso. Los panaderos estaban levantados y los aprendices de herrero encendían los fuegos de las forjas; los ratas de hermandad, las putas, los matones y los desvalijadores se habían ido a acostar, mientras que los cortabolsas, los timadores, los descuideros y el resto de quienes trabajaban de día seguían dormidos.
Por lo general, los olores de las Madrigueras le resultaban familiares. Estaba el penetrante hedor de los corrales, superpuesto al más cercano de los residuos humanos que en cada calle borbollaban canalón abajo hasta contaminar más aún el río Plith. Estaba la vegetación putrefacta en los bajíos y remansos de la lenta corriente de agua, el olor menos acre del océano cuando soplaba una brisa afortunada y la peste de los mendigos sucísimos que dormían por las calles y podían atacar a un rata de hermandad sin otro motivo que su ira contra el mundo. Por primera vez, para Azoth esos olores no denotaban su hogar, sino la inmundicia. El rechazo y la desesperación eran los vapores que surgían de cada ruina enmohecida y cada montón de mierda de las Madrigueras.
El molino abandonado, usado tiempo atrás para descascarillar arroz, no era solo un edificio vacío en el que podía dormir la hermandad. Era un símbolo. En la orilla occidental, no había molino seguro frente a quienes estaban tan hambrientos como para superar a los matones que los propietarios contratasen para defenderlo. Todo era basura y rechazo, y Azoth formaba parte de ello.
Cuando llegó a la sede de la hermandad, hizo un gesto con la cabeza al centinela y entró sin pretensiones de disimulo. Ya estaban acostumbrados a que los niños se levantasen a orinar por la noche, de modo que nadie pensaría que había estado ausente. En cambio, si intentaba entrar a hurtadillas, llamaría la atención.
A lo mejor eso era lo que significaba «furtivo».
Se dirigió a su hueco habitual junto a la ventana y se tumbó entre Muñeca y Jarl. Allí hacía frío, pero el suelo era liso y no había muchas astillas. Le dio un golpecito a su amigo.
—Jay, ¿tú sabes qué significa «furtivo»?
Jarl se apartó dando media vuelta, con un gruñido. Azoth le clavó el dedo otra vez, pero no obtuvo respuesta. «Una noche larga, supongo.»
Como todos los ratas de la hermandad, Azoth, Jarl y Muñeca dormían pegados para darse calor. Normalmente ponían en medio a Muñeca porque era pequeña y se enfriaba con facilidad, pero esa noche Jarl y la niña se habían mantenido separados.
Muñeca se acurrucó junto a él y lo abrazó con fuerza; Azoth se alegró de contar con su calor. Una preocupación le roía el pensamiento como una rata, pero estaba demasiado cansado. Se durmió.
La pesadilla empezó nada más despertar Azoth.
—Buenos días —dijo Rata—. ¿Cómo está mi cagarruta de alcantarilla favorita?
El júbilo en la cara de Rata anunció a Azoth que ocurría algo malo de verdad. Roth y Leporino estaban a los lados del puño, rebosantes de entusiasmo.
Muñeca había desaparecido. Jarl había desaparecido. No había señales de Ja'laliel. Parpadeando por el sol que entraba a raudales por el techo destartalado de la casa de la hermandad, Azoth se puso en pie e intentó orientarse. Todos los demás chicos habían salido, ya fuese a trabajar, a rebuscar o simplemente porque hubiesen decidido que era un buen momento para estar fuera. En otras palabras, porque habían visto entrar a Rata.
Roth se situó junto a la puerta trasera y Leporino detrás de Rata, por si Azoth salía corriendo hacia la entrada principal o una ventana.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó Rata.
—Tenía que mear.
—Vaya meada más larga. Te perdiste toda la diversión.
Cuando Rata hablaba así, sin entonación alguna, sin afectación en la voz, Azoth sentía un miedo demasiado profundo para desahogarlo temblando. La violencia no le era desconocida. Había visto a marineros asesinados, había visto a prostitutas con cicatrices recientes, un amigo suyo había muerto de la paliza que le dio un vendedor. La crueldad campaba por las Madrigueras de la mano de la pobreza y la ira. Sin embargo, la expresión inerte de los ojos de Rata lo señalaba como un fenómeno más monstruoso que Leporino: este había nacido sin parte del labio, Rata había nacido sin conciencia.
—¿Qué has hecho? —preguntó Azoth.
—¿Roth? —Rata alzó la barbilla en dirección a su secuaz.
Roth abrió la puerta.
—Buen chico —dijo, como si hablara con un perro, y agarró algo. Tiró de ello hacia dentro y Azoth vio que se trataba de Jarl. Tenía los labios hinchados y ambos ojos morados, tan inflamados que apenas veía por las rendijas. Le faltaban dientes y tenía pegotes de sangre en la cara, fruto de unos tirones de pelo tan fuertes que le habían desgarrado el cuero cabelludo.
Llevaba puesto un vestido.
Azoth sintió un hormigueo caliente y frío en la piel; se le agolpó la sangre a la cara. No podía demostrar debilidad ante Rata. Estaba paralizado. Se dio la vuelta para no vomitar.
Detrás de él, Jarl emitió un débil gimoteo.
—Azo, por favor, Azo, no me des la espalda. No quería...
Rata le pegó en la cara. Jarl cayó al suelo y se quedó quieto.
—Ahora Jarl es mío —explicó Rata—. Cree que luchará todas las noches, y lo hará. Durante un tiempo. —Sonrió—. Pero lo domaré. El tiempo corre a mi favor.
—Te mataré. Lo juro —dijo Azoth.
—Ah, es verdad, ¿ya eres el aprendiz de maese Blint? —Rata sonrió mientras Azoth, que se sentía traicionado, miraba a Jarl. Su amigo bajó la cabeza, sacudiendo los hombros mientras lloraba en silencio—. Jarl nos lo ha contado todo, en algún momento entre Roth y Davi, creo. De todas formas, estoy confundido. Si maese Blint te ha tomado como aprendiz, ¿qué haces aquí, Azo? ¿Has vuelto para matarme?
Jarl se tragó las lágrimas y se volvió, agarrado a un clavo ardiendo.
No había nada que decir.
—No quiso aceptarme —reconoció Azoth. Jarl se hundió.
—Todo el mundo sabe que no quiere aprendices, idiota —dijo Rata—. Pues te diré lo que vamos a hacer, Azo. No sé qué favor le has hecho, pero Ja'laliel me ha ordenado que no te toque, y no lo haré. Pero tarde o temprano, esta hermandad será mía.
—Temprano, diría yo —apuntó Roth. Alzó las cejas mirando a Azoth.
—Tengo grandes planes para Dragón Negro, Azo, y no consentiré que te entrometas —prosiguió Rata.
—¿Qué quieres de mí? —La voz de Azoth sonó tenue y aflautada.
—Quiero que seas un héroe. Quiero que todos los que no se atreven a plantarme cara por su cuenta te miren y empiecen a hacerse ilusiones. Y entonces destruiré todo lo que hayas hecho. Destruiré todo lo que ames. Te destruiré de manera tan absoluta que nadie volverá a desafiarme nunca. De modo que haz lo mejor que sepas, haz lo peor, no hagas nada de nada. Yo gano pase lo que pase. Siempre gano.
Azoth no pagó su cuota al día siguiente. Esperaba que Rata le pegase. Solo una vez, y se caería del pedestal, volvería a ser un mero rata de la hermandad. Sin embargo, Rata no le pegó. Se puso hecho una furia y le insultó, pero sonriendo con los ojos; luego le ordenó que pagase el doble la vez siguiente.
Por supuesto, la vez siguiente Azoth no le llevó nada. Se limitó a tender una mano vacía, como si ya diese la paliza por hecha. Nada cambió. Rata se subió por las paredes, lo acusó de desafiarlo y no le puso la mano encima. Y así fue, todos los días de pago. Poco a poco, Azoth volvió al trabajo y empezó a acumular monedas de cobre para meterlas en la bolsa de Jarl. Los días eran espantosos: Rata no dejaba que Jarl hablase con Azoth y, al cabo de un tiempo, Azoth dejó de creer que su amigo tuviese ganas de charlar con él. El Jarl que conocía fue desapareciendo poco a poco. Tampoco nada cambió cuando dejaron de obligarle a llevar aquel vestido.
Las noches eran peores. Rata tomaba a Jarl cada noche mientras el resto de la hermandad fingía no oír nada. Azoth y Muñeca se abrazaban y, en la calma alterada solo por los quedos sollozos de después, Azoth pasaba largas horas tumbado boca arriba, planeando minuciosas venganzas que sabía que jamás pondría en práctica.
Se volvió temerario: insultaba a Rata a la cara, cuestionaba todas las órdenes que daba y defendía a cualquiera a quien golpease. Rata le devolvía los insultos, pero siempre con aquella sonrisilla en los ojos. Los pequeños y los fracasados de la hermandad empezaron a buscar el consejo de Azoth y a mirarlo con reverencia.
Notó que su grupo alcanzaba una masa crítica el día en que dos mayores le llevaron la comida y se sentaron con él en el porche. Fue una revelación. Nunca había creído que los mayores lo seguirían. ¿Por qué iban a hacerlo? No era nadie. Y entonces cayó en la cuenta de su error. No había planeado qué hacer cuando se le empezaron a unir los mayores. Al otro lado del patio estaba sentado Ja'laliel, consumido, tosiendo sangre y con aspecto de estar acabado.
«Qué estúpido soy.» Rata esperaba ese momento. Se había encargado de que Azoth fuese un héroe. Si hasta se lo había anunciado. Aquello no iba a ser un golpe; iba a ser una purga.
—Padre, por favor, no vayas. —Logan de Gyre sostenía las riendas del corcel de guerra de su padre, desafiando el frío del amanecer y conteniendo las lágrimas.
—No, deja eso aquí —ordenó el duque de Gyre a Wendel North, su mayordomo, que dirigía a unos criados cargados de cofres con ropa del duque—. Pero quiero que me envíen mil capas de lana antes de que pase una semana. Usa nuestros fondos y no pidas reembolso. No quiero darle al rey ninguna excusa para negarse. —Unió sus manos enguantadas por detrás de la espalda—. No sé en qué estado encontraremos las caballerizas de la guarnición, pero me gustaría tener noticias de Havermere sobre cuántos caballos pueden enviar antes del invierno.
—Ya está hecho, mi señor.
Por todos lados iban y venían criados, cargando de provisiones y pertrechos los carros que viajarían al norte. Cien caballeros de la Casa de Gyre atendían a sus propios preparativos de última hora, revisando sus sillas de montar, sus caballos y sus armas. Los criados que dejaban atrás a sus familias estaban despidiéndose a toda prisa.
El duque de Gyre se volvió hacia Logan, y la imagen de su padre con la cota de malla bastó para llevar lágrimas de orgullo y miedo a los ojos del chico.
—Hijo, tienes doce años.
—Puedo luchar. Hasta el maestro Vorden reconoce que manejo la espada casi tan bien como los soldados.