El Camino de las Sombras (9 page)

Entonces la sensación cesó. Azoth parpadeó y reparó en que no tenía lágrimas en los ojos. No se dejaría aplastar. Algo en él se negaba a que lo aplastaran. Se volvió hacia Durzo.

—Si la salváis, soy vuestro. Para siempre.

—No lo entiendes, chaval. Ya has fallado. Además, se muere. No puedes evitarlo. Ahora ella no vale nada. Una chica de la calle vale exactamente lo que pueda sacarse como puta. Salvarle la vida no es hacerle ningún favor. No te lo agradecerá.

—Os encontraré cuando Rata esté muerto —dijo Azoth.

—Ya has fallado.

—Me disteis una semana. Solo han pasado cinco días.

Durzo meneó la cabeza.

—Por los Ángeles de la Noche. Así sea. Pero si no me traes pruebas, acabaré contigo.

Azoth no respondió. Ya se estaba alejando.

La chica no se moría deprisa, pero sin duda se moría. Durzo no pudo evitar una sensación de rabia fría y profesional. Había sido un trabajo chapucero y cruel. Aquellas heridas horribles de su cara tenían la clara intención de que la chica sobreviviera y que lo hiciera con unas cicatrices espantosas que la avergonzasen de por vida. Sin embargo, en lugar de eso se moría, exhalando su vida entre estertores por una nariz rota y ensangrentada.

El tampoco podía hacer nada por ella. Eso quedó de manifiesto enseguida. Había matado al par de mayores que la vigilaban después de la carnicería, pero sospechaba que ninguno de los dos había sido el responsable de los cortes. Ambos le habían parecido algo horripilados por la maldad de la que eran partícipes. La parte de Durzo que aún conservaba un retazo de decencia le había exigido que fuese de inmediato a matar al sádico responsable de aquello, pero se había quedado para atender a la niñita.

Estaba tumbada en un camastro bajo, en una de las casas seguras más pequeñas que tenía en las Madrigueras. La lavó tan bien como pudo. Sabía mucho de preservar la vida: lo había aprendido mientras aprendía a matar. Solo era cuestión de acercarse a la línea entre la vida y la muerte desde el otro lado. Así, no tardó en resultar evidente que las heridas de la niña escapaban a sus habilidades. La habían pateado, y sangraba por dentro. Eso la mataría aunque no lo hiciese la sangre que estaba perdiendo por la cara.

—La vida está vacía —dijo a su forma inmóvil—. La vida no tiene valor ni sentido. La vida es dolor y sufrimiento. Te hago un favor si te dejo morir. Ahora serás fea. Se reirán de ti. Te mirarán. Te señalarán. Se estremecerán. Oirás sin querer sus preguntas. Conocerás su piedad interesada. Serás una curiosidad, un espanto. Ahora tu vida no vale nada.

No tenía elección. Tenía que dejarla morir. Era por su bien. No era justo, tal vez, pero sí para bien. «No es justo.» El pensamiento lo reconcomía, como lo reconcomían la fealdad y la sangre, los estertores.

A lo mejor necesitaba salvarla. Por el chico. A lo mejor la pequeña sería el aguijonazo perfecto para incitarlo. Mama K decía que Azoth tal vez tuviese demasiado buen corazón. Con suerte, aquello enseñaría al chico a actuar primero, a actuar rápido, a matar a cualquiera que lo amenazase. Azoth ya había esperado demasiado.

Era un riesgo hiciera lo que hiciese. El chico había jurado lealtad a Durzo si la salvaba, pero ¿cómo afectaría a un muchacho tener a esa lisiada cerca? Sería un recordatorio viviente de su fracaso.

No podía permitir que Azoth se destruyese por una chica. No pensaba permitirlo.

Los estertores lo decidieron. No la mataría él mismo, y no era tan cobarde como para salir corriendo y dejarla morir a solas. Muy bien. Haría lo que pudiese por salvarla. Si moría, no era culpa suya. Si vivía, ya se ocuparía él de Azoth.

Aunque, ¿quién demonios podía salvarla?

Solon contempló los posos en su sexta copa de lo que, siendo generoso, llamaría infecto tinto sethí. Cualquier vinicultor honrado de su isla se habría avergonzado de servir semejante brebaje en la fiesta de la mayoría de edad del menos favorito entre sus sobrinos. ¿Y el poso? Por lo menos media copa de aquel vino era poso. Alguien debería explicarle al tabernero que ese vino nunca se dejaba envejecer. Se servía en el plazo de un año. Y eso, como mucho. Kaede no lo hubiese consentido.

Así se lo hizo saber al tabernero. Y por la cara del hombre dedujo que ya se lo había dicho antes. Por lo menos dos veces.

En fin, al cuerno con todo. Estaba pagando su buen dinero por un vino malo, y no perdía la esperanza de dejar de notar lo malo que era al cabo de unas cuantas copas. Se equivocaba. Cada copa no hacía sino irritarlo un poco más por su pésima calidad. ¿Por qué se molestaban en transportar un vino malo de una punta a otra del Gran Mar? ¿Realmente obtenían algún beneficio?

Mientras sacaba otra moneda de plata, cayó en la cuenta de que si obtenían beneficios era gracias a botarates con morriña como él. La idea le revolvió el estómago. O quizá fue el vino. Algún día tendría que convencer al señor de Gyre de que invirtiese en vinos sethíes.

Se hundió un poco más en su asiento e hizo señas para que le sirviesen otra copa, sin hacer ningún caso a los escasos clientes y al aburrido tabernero. Aquello era en realidad un ejercicio inexcusable de autocompasión, de los que valdrían unos azotes a Logan de Gyre si alguna vez lo viera entregado a algo tan inmaduro. Sin embargo, había viajado hasta allí, y ¿para qué? Recordó la sonrisa de Dorian, esa sonrisilla picara que traía locas a las chicas.

«Tienes un reino en tus manos, Solon.»

«¿Ya mí qué me importa Cenaria? ¡Está a medio mundo de distancia!»

«No he dicho que el reino fuese Cenaria, ¿o sí? —Esa maldita sonrisilla otra vez. Después desapareció—. Solon, sabes que no te lo pediría si hubiese algún otro modo...»

«Tú no lo ves todo. Tiene que haber algún otro modo. Por lo menos cuéntame qué se supone que debo hacer. Dorian, sabes lo que dejaré atrás. Sabes lo que esto me costará.»

«Lo sé —dijo Dorian, mostrando en sus facciones aristocráticas el dolor que padecería un gran señor al enviar a sus hombres a la muerte para cumplir un objetivo necesario—. El te necesita, Solon...»

Los recuerdos de Solon se interrumpieron de pronto por el leve pinchazo de una daga en la columna vertebral. Se enderezó de sopetón y derramó en la mesa los posos de su séptima copa.

—Ni un movimiento más, amigo —dijo una voz queda a su oído—. Sé lo que eres, y necesito que vengas conmigo.

—¿O si no? —preguntó Solon, mareado. ¿Quién podía saber que estaba allí?

—Exacto. O si no. —Con humor.

—¿O si no qué? ¿Vas a matarme delante de cinco testigos? —preguntó Solon. Rara vez bebía más de dos copas de vino seguidas. Estaba demasiado tocado para aquello. ¿Quién rayos era ese hombre?

—Y se supone que eres listo —dijo el desconocido—. Si sé lo que eres y aun así te amenazo, ¿crees que me falta voluntad para matarte?

Ahí había pillado a Solon.

—¿Y qué me impide a mí...?

Volvió a notar el pinchazo de la daga.

—Basta de hablar. Te he envenenado. Haz lo que te diga y te entregaré el antídoto. ¿Responde eso al resto de tus preguntas?

—A decir verdad...

—Sabrás que has sido realmente envenenado porque en cualquier momento te empezarán a picar el cuello y las axilas.

—Ajá. ¿Raíz de ariamu? —preguntó Solon, intentando pensar. ¿Era un farol? ¿Por qué iba a farolear ese hombre?

—Y unas cuantas cosas más. Último aviso.

Empezó a picarle el hombro. Maldición. De la raíz de ariamu se podría encargar por sí mismo, pero aquello...

—¿Qué quieres?

—Sal afuera. No te vuelvas, no digas nada.

Solon caminó hasta la puerta, casi temblando. El hombre había dicho «lo que eres» y no «quién eres». Podría haberse referido a su origen sethí, pero el otro comentario dejaba claro que no se trataba de eso. Los sethíes quizá fueran famosos o infames por muchas cosas pero, con razón o sin ella, la inteligencia no era una de ellas.

Apenas había pisado la calle cuando notó que la daga volvía a amenazar su columna. Una mano sacó su espada de la vaina.

—Eso no será necesario —dijo Solon. ¿Eran imaginaciones suyas, o le picaba el cuello?—. Enséñame lo que quieres.

El envenenador lo llevó hasta dos caballos que esperaban al doblar la esquina del edificio. Juntos cabalgaron hacia el sur y después cruzaron el puente de Vanden. Se los tragaron las Madrigueras y, aunque Solon no creía que el hombre estuviese dando vueltas únicamente para despistarlo, no tardó en sentirse perdido. Maldito vino.

Por fin, pararon delante de una minúscula chabola entre muchas otras. Desmontó con movimientos inseguros y siguió al hombre hacia la entrada.

El envenenador llevaba ropa oscura y una voluminosa capa gris y negra con la capucha puesta. Solon distinguía poco más que su figura alta, obviamente atlética y probablemente delgada. El hombre señaló con la cabeza la puerta, y Solon entró.

El olor a sangre lo asalto de inmediato. Había una niña pequeña tumbada en una cama baja, casi sin respiración, casi sin sangre, con la cara hecha un desastre de coágulos rojos. Solon se volvió.

—Está muriéndose. No puedo hacer nada.

—Yo he hecho lo que he podido —dijo el hombre—. Ahora tú haz lo tuyo. He dejado todos los instrumentos que puedes necesitar.

—No sé qué creerás que soy, pero te equivocas. ¡No soy un sanador!

—Si ella muere, tú también. —Solon sintió el peso de la mirada del hombre sobre él. Después el envenenador dio media vuelta y salió.

Solon contempló la puerta cerrada y sintió crecer el desespero como un par de olas gemelas de oscuridad que lo asaltasen desde cada lado. Entonces sacudió la cabeza. «Basta.» Sí, estaba cansado, todavía borracho, envenenado, con picores y nunca había sido gran cosa como sanador. Dorian había dicho que allí había alguien que lo necesitaba, ¿no? Pues seguro que no podía morir todavía.

A menos, por supuesto, que hacer que Logan plantase cara a su madre hubiese sido su único cometido.

«En fin. Ese es el problema que tienen las profecías, ¿verdad? Que nunca se sabe.» Solon se arrodilló junto a la niña y empezó a trabajar.

Capítulo 11

Mama K cruzó las piernas con esa provocación casi inconsciente que solo estaba al alcance de una cortesana experimentada. Había quien tenía el hábito de revolverse en la silla. Mama K tenía el hábito de seducir. Con una figura que era la envidia de la mayoría de sus chicas, podría hacerse pasar por una mujer de treinta años, pero la maestra de los placeres no se avergonzaba de su edad. De hecho había celebrado una fiesta por todo lo alto con motivo de su cuadragésimo cumpleaños. Pocos de quienes le habían dicho que eclipsaba a sus propias meretrices mentían, pues Gwinvere Kirena había sido una cortesana de las que marcan una época. Durzo sabía de una docena de duelos librados por ella, y de al menos la misma cantidad de nobles que le habían propuesto matrimonio, pero Gwinvere Kirena nunca quiso encadenarse a nadie. Conocía demasiado bien a todos los hombres que conocía.

—Este Azoth te tiene realmente de los nervios, ¿no es así? —preguntó Mama K.

—No.

—Embustero. —Mama K sonrió con sus labios rojos y voluptuosos y sus dientes perfectos.

—¿Qué me ha delatado? —preguntó Durzo, poco interesado en realidad. Sí que estaba nervioso, con todo. De repente las cosas se habían salido de madre.

—Estabas mirándome los pechos. Solo me miras como a una mujer cuando estás demasiado distraído para mantener la guardia alta. —Volvió a sonreír—. No te preocupes; me parece entrañable.

—¿No descansas nunca?

—Eres un hombre más sencillo de lo que te gusta creer, Durzo Blint. En realidad solo tienes tres refugios a los que acudir cuando el mundo te supera. ¿Quieres que te diga cuáles son, mi gran y fuerte ejecutor?

—¿Este es el tipo de cosas de las que hablas con tus clientes?

Era un golpe bajo y ruin. Además, era el tipo de comentario que a una puta ya le habrían tirado a la cara tantas veces que a esas alturas estaría inmunizada. Mama K ni siquiera parpadeó.

—No —dijo—, pero había un barón de calibre tirando a lamentable al que le gustaba que fingiera ser su niñera y, cuando era malo, yo le...

—Ahórramelo. —Era una pena hacerla parar, pero hubiese seguido durante diez minutos, sin saltarse un solo detalle.

—Entonces, ¿qué quieres, Durzo? Ahora vuelves a mirarte las manos.

En efecto, se las estaba mirando. Gwinvere podía sacarle de sus casillas, pero su consejo siempre merecía la pena. Era la persona más perspicaz que conocía, y más lista que él con diferencia.

—Quiero saber qué hacer, Gwinvere. —Al cabo de un largo momento de silencio, alzó la vista de sus manos.

—¿Sobre el chico? —preguntó ella.

—No creo que valga.

Cuando Azoth dobló la esquina, Rata estaba sentado en el porche trasero de la ruina que la hermandad llamaba hogar. Le dio un vuelco el corazón al ver al feo muchacho. Rata estaba solo, esperándolo. Hacía girar una espada corta sobre su punta. Las manchas de herrumbre se combinaban en un juego de colores con el centelleo del cuarto menguante sobre el acero.

En ese momento, desprevenido, la cara de Rata parecía tan mutable como ese acero dando vueltas: en un instante era el monstruo que Azoth siempre había conocido, al siguiente un niño asustado y demasiado grande. Azoth avanzó arrastrando los pies, más confuso y asustado que tranquilizado por ese atisbo de humanidad. Había visto demasiado.

Atravesó el callejón hediondo que la hermandad entera utilizaba como retrete. Ni siquiera se preocupó de mirar dónde pisaba. Se sentía vacío.

Cuando alzó la vista, Rata estaba de pie, con su acostumbrada sonrisa cruel en los labios y la herrumbrosa espada apuntada a la garganta de Azoth.

—No sigas —dijo.

Azoth se estremeció.

—Rata —saludó, y tragó saliva.

—No te acerques más —ordenó Rata—. Tienes una navaja. Dámela.

Azoth estaba al borde de las lágrimas. Sacó el cuchillo del cinto y lo tendió, con el mango por delante.

—Por favor —dijo—. No quiero morir. Lo siento. Haré lo que quieras, pero no me hagas daño.

Rata cogió la navaja.

—Reconozco que es listo —dijo Durzo—. Pero hace falta algo más que inteligencia. Lo has visto por aquí, con todos los demás ratas de hermandad. ¿Tiene ese...? —Chasqueó los dedos, incapaz de encontrar la palabra.

—A la mayoría solo los veo en invierno. Duermen en las calles el resto del año. Les doy cobijo, Durzo, no un hogar.

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