El Camino de las Sombras (23 page)

Vaciló. Era su vida contra la de ella. Lo había visto. Su disfraz solo era útil mientras nadie supiese que andaba suelto un asesino de catorce años. Ella le había visto la cara. Había irrumpido en la ejecución de un muriente. Era un daño colateral. Una víctima accesoria, había dicho Blint. Un ejecutor haría lo que había que hacer. Era menos profesional, pero a veces inevitable. No importa, había dicho Blint. Remata el trabajo.

Blint solo le permitiría vivir el tiempo que demostrase que podía hacer cuanto hacía un ejecutor, aun sin el Talento.

Y allí estaba ella, boca abajo, con Kylar encima a horcajadas, reteniéndola contra el suelo, con la punta del puñal pinchándole el cuello, su mano derecha retorciéndole el pelo, intentando no imaginar la sangre roja extendiéndose por su vestido blanco de sirvienta. Ella no había hecho nada.

«La vida está vacía. La vida no tiene sentido. Cuando quitamos una vida, no arrebatamos nada de valor. Lo creo. Lo creo.»

Tenía que haber otra manera. ¿Podía decirle que huyera? ¿Que no se lo contara a nadie? ¿Que dejara el país y no volviese jamás? ¿Lo haría ella? No, claro que no. Correría hasta el guardia más cercano. En cuanto estuviese en presencia de algún fornido centinela del castillo, cualquier miedo que Kylar pudiera haberle inspirado parecería tan pequeño y débil como un rata de hermandad con un cuchillo.

—Le avisé de lo que pasaría si robaba al Sa'kagé —dijo la joven, con una extraña calma en la voz—. Qué hijo de puta. Como si no me hubiera quitado suficiente, ni siquiera ha tenido la decencia de morir solo. Yo venía a disculparme, y ahora tú me matarás, ¿no es así?

—Sí —respondió Kylar, pero era mentira. Había colocado el cuchillo en el punto correcto de su espalda, pero el arma se negaba a moverse.

Con el rabillo del ojo vio variar una sombra en la escalera. No se movió, no dio muestras de haberlo visto, pero sintió un escalofrío. Estaban en plena tarde; no había antorchas encendidas, ni velas. Esa sombra solo podía ser el maestro Blint. Había seguido a Kylar. Lo había presenciado todo. El encargo era para el shinga, y no permitiría ninguna metedura de pata.

Kylar coló el cuchillo entre las costillas, lo deslizó de lado y sintió el estremecimiento y el suspiro de la mujer que moría bajo su cuerpo.

Se puso en pie y retiró el cuchillo de la carne de su víctima, con repentino distanciamiento, apartándose de sí mismo como había hecho aquel día en el taller de barcas con Rata. Limpió la hoja roja en el vestido blanco de su víctima, la guardó pegada a su muslo y se miró en el espejo de la alcoba para ver si tenía manchas de sangre, tal y como le habían enseñado.

Le molestó constatar que estaba limpio. No tenía sangre en las manos.

Cuando se volvió, Blint estaba plantado en el umbral de la alcoba, con los brazos cruzados. Kylar lo miró sin decir nada; todavía flotaba al margen de su propio cuerpo, agradecido por la insensibilidad.

—No ha sido ninguna maravilla —dijo Durzo—, pero sí aceptable. El shinga estará complacido. —Frunció los labios al ver la mirada distante de Kylar—. La vida no tiene sentido —recitó, mientras volteaba un diente de ajo entre los dedos—. La vida está vacía. Cuando quitamos una vida, no arrebatamos nada de valor.

Kylar lo miró con rostro inexpresivo.

—¡Repítelo, maldito seas! —Durzo movió la mano y un cuchillo surcó el aire como una flecha y se clavó con un chasquido en la cómoda que Kylar tenía detrás.

El chico ni siquiera se inmutó. Repitió las palabras de forma mecánica, con un hormigueo en los dedos, sintiendo una y otra vez que se abría fácilmente la carne al paso del cuchillo. ¿Tan sencillo era? ¿Tan simple? ¿Un empujoncito y llegaba la muerte? No tenía nada de espiritual. No pasaba nada. Nadie salía disparado hacia el cielo o el infierno de los que hablaba el conde Drake. La gente se paraba, sin más. Paraba de hablar, paraba de respirar, paraba de moverse, finalmente paraba de retorcerse. Paraba.

—El dolor que sientes —dijo el maestro Blint casi con amabilidad— es el dolor de abandonar un espejismo. El espejismo es el sentido, Kylar. No existe un propósito superior. No hay dioses. No hay árbitros del bien y del mal. No te pido que te guste la realidad; solo te pido que seas lo bastante fuerte para afrontarla. No hay nada más allá de eso. Está solo la perfección que alcanzamos convirtiéndonos en armas, tan fuertes y despiadadas como una espada. Vivir no es intrínsecamente bueno. La vida no es nada en sí misma. Es una ficha que marca quién gana, y nosotros somos los vencedores. Siempre somos los vencedores. Ganar es lo único que hay, y ni siquiera la victoria significa nada. Ganamos porque perder es un insulto. El fin no justifica los medios. El medio no justifica los fines. No hay nadie ante quien justificarse. No hay justificación. No hay justicia. ¿Sabes a cuántas personas he matado?

Kylar negó con la cabeza.

—Yo tampoco. Antes lo sabía. Recordaba el nombre de todas las personas a las que había matado fuera de una batalla. Después fueron demasiadas, y solo recordaba la cifra. Después únicamente grababa en la memoria a los inocentes. Luego me olvidé hasta de eso. ¿Sabes qué castigos he sufrido por mis crímenes, por mis pecados? Ninguno. Soy la prueba viva de cuán absurdas son las abstracciones que más valoran los hombres. Un universo justo no toleraría mi existencia.

Cogió a Kylar de las manos.

—De rodillas —ordenó.

Kylar se arrodilló al borde del charco de sangre que manaba del cuerpo de la mujer.

—Este es tu bautismo —prosiguió el maestro Blint, mientras llevaba las dos manos de Kylar a la sangre. Estaba caliente—. Esta es tu nueva religión. Si tienes que rezar, reza como hace el resto de los ejecutores. Reza a Nysos, dios de la sangre, el semen y el vino. Al menos son cosas que tienen poder. Nysos es una mentira, como todos los dioses, pero al menos no te volverá débil. Hoy te has convertido en un asesino. Ahora vete y no te laves las manos. Y una cosa más: cuando tengas que matar a un inocente, no le dejes hablar.

Kylar recorrió las calles dando tumbos como un borracho. Le fallaba algo. Debería sentir algo, pero en su lugar había solo un vacío. Era como si la sangre en sus manos hubiese brotado de alguna herida en el alma.

La sangre ya se estaba secando, volviéndose pegajosa, y el rojo había dado paso a un marrón apagado en todas partes salvo el interior de su puño cerrado. Escondió las manos, escondió la sangre, se escondió a sí mismo, y su mente —menos embotada que su corazón— supo que todo eso también tenía un sentido. Iba a ser un ejecutor, y andaría siempre escondiéndose. El propio Kylar era una máscara, una identidad adoptada con fines prácticos. Podría ajustarse esa máscara y todas las que vendrían porque, antes de terminar su entrenamiento, cualquier rasgo característico del Azoth que una vez fue habría sido eliminado. Todas las máscaras le valdrían, todas las máscaras engañarían a cualquier curioso, porque no habría nada debajo de ellas.

Kylar no podía entrar en las Madrigueras con su disfraz de correo (los mensajeros nunca entraban en el barrio), de modo que se dirigió a una casa segura de la orilla oriental, en una manzana atestada de diminutos domicilios pertenecientes a artesanos y a los sirvientes que no se alojaban en las villas de sus señores. Dobló una esquina y chocó de bruces con una chica. La habría tirado al suelo si no la hubiese sujetado de los brazos por reflejo.

—Perdón —dijo.

Reparó en el sencillo vestido blanco de sirvienta, el pelo recogido y la cesta llena de hierbas recién cogidas. Por último vio las macabras manchas rojas que acababa de dejarle en ambas mangas. Pero antes de que pudiese desaparecer, de arrancar a correr calle abajo sin dar tiempo a que la chica viera cómo la había puesto, advirtió las cicatrices de su cara en forma de arcos y cruces, y las piezas del rompecabezas encajaron.

Eran blancas, eran ya cicatrices y no los cortes rojos e inflamados que tenía grabados a fuego en la memoria, junto con los reventones sanguinolentos de tejido, el dificultoso jadeo y el sordo gorgoteo al tragar sangre, que había formado burbujitas en la nariz destrozada. Solo tuvo tiempo de ver unas cicatrices inconfundibles y unos inolvidables ojos castaños y grandes.

Muñeca miró al suelo con recato, sin reconocer a Azoth en aquel asesino. Bajar la vista le reveló las manchas de sus mangas, y entonces alzó los ojos, con el horror escrito en todos los rasgos que no estaban ya marcados por las cicatrices.

—Dios mío —dijo—, estás sangrando. ¿Te encuentras bien?

Él ya estaba corriendo, atravesando el mercado a toda velocidad y sin mirar. Sin embargo, por muy rápido que corriese, no podía dejar atrás la preocupación y el horror de aquellos ojos preciosos. Aquellos ojazos castaños lo seguían. De algún modo, supo que siempre lo harían.

Capítulo 25

—¿Estás listo para ser un campeón? —preguntó el maestro Blint.

—¿De qué estás hablando? —dijo Kylar.

Habían terminado la práctica de la mañana y le había ido mejor de lo normal. Ni siquiera creía que fuese a tener agujetas al día siguiente. Había cumplido ya los dieciséis años, y parecía que el entrenamiento por fin empezaba a dar sus frutos. Por supuesto, todavía no había ganado un solo combate contra su maestro, pero empezaba a albergar esperanzas. Por otro lado, Blint llevaba toda la semana de un humor de perros.

—El torneo del rey —contestó.

Kylar cogió un trapo y se secó la cara. La casa segura en la que se encontraban era pequeña, y en ella hacía un calor asfixiante. El rey Aleine IX de Gunder había convencido a los maestros de armas de que organizasen un torneo oficial en Cenaria. Como siempre, los maestros se reservaban el derecho de presenciarlo y luego decidir que ni siquiera el ganador era lo bastante bueno para ser maestro de armas aunque, por otro lado, también podían juzgar dignos a tres o cuatro participantes. Un maestro de armas, aunque fuera solo del primer grado, podía hacerse con un trabajo estupendo en cualquier corte real de Midcyru. Sin embargo, normalmente Blint solía mofarse de aquellos asuntos.

—Dijiste que el torneo real era para desesperados, ricos y tontos —observó Kylar.

—Ajá —replicó Blint.

—Pero quieres que pelee de todas formas —dijo Kylar. Supuso que eso lo calificaba de «desesperado». El Talento de la mayoría de los chicos cuajaba hacia el principio de su adolescencia. El suyo todavía no lo había hecho, y Blint empezaba a perder la paciencia.

—El rey celebra el torneo para contratar a los ganadores como guardaespaldas. Quiere asegurarse de que no contrata a ningún ejecutor, de modo que este torneo tiene una regla especial: no se acepta a nadie con Talento. Habrá una maga para examinar a todos los participantes, una sanadora formada en la Capilla. También se encargará de encantar las espadas para que los participantes no se maten entre ellos y de curar a los heridos. Los Nueve han decidido enseñar las uñas. Quieren que gane uno de los suyos para recordarle a todo el mundo quién manda en esta ciudad. En otras palabras, la situación te viene como pata de palo al tullido. No es que sea una afortunada coincidencia: este torneo ni siquiera se estaría celebrando si no lo hubieran sugerido ellos. Los Nueve lo saben todo sobre ti y tu problemilla.

—¿Qué? —Kylar no daba crédito. Ni siquiera sabía que estuvieran al corriente de quién era. ¿Y si perdía?

—Hu Patíbulo alardeó de su aprendiza Viridiana ante los Nueve esta semana. Una chica, Kylar. La vi luchar. Tiene Talento, por supuesto. Te ganaría sin problemas.

Kylar se moría de vergüenza. Hu Patíbulo era un asesino de la peor calaña. Le encantaba matar, amaba la crueldad gratuita. Nunca fallaba, pero también mataba siempre a alguien más aparte del objetivo. Blint lo despreciaba. Kylar estaba dejando en evidencia a su maestro ante un carnicero.

—Espera —dijo Kylar—. ¿El torneo no era hoy?

Era mediodía cuando Kylar llegó al estadio, en el lado norte de las Madrigueras. Durante los últimos doce años solo se había usado para carreras de caballos. Antes había sido la sede de los Juegos Mortales. Al acercarse, oyó el griterío del público. El aforo del estadio era de quince mil personas, y sonaba como si estuviera lleno.

Adoptó unos andares chulescos. La intención no era solo parecer un espadachín joven y arrogante, sino también disimular su paso natural. El conde Drake no asistiría a un acto que según él recordaba a los Juegos Mortales, pero Logan de Gyre quizá sí, como también cualquiera de los jóvenes nobles que Kylar frecuentaba bastante a menudo. Por lo general, no se ponía nervioso cuando iba disfrazado. En primer lugar, porque ya no sentía la sensación de peligro y se le daban bien los disfraces. En segundo lugar, porque el nerviosismo atraía la atención como una piedra imán. Sin embargo, en esa ocasión tenía el estómago revuelto porque el disfraz que llevaba era todo menos un disfraz.

El maestro Blint le había dado la ropa sin mediar palabra. Eran vestiduras grises de ejecutor, de tan buena calidad como cualquier conjunto del propio maestro Blint. Las manchas grises y negras del atuendo funcionaban mejor en la oscuridad que el negro puro, ya que el moteado descomponía la figura humana. Las finas prendas le venían clavadas; eran ajustadas en las extremidades pero no hasta el punto de entorpecer los movimientos. Sospechaba que el corte ajustado tenía otro fin: los Nueve querían que pareciese lo más joven posible. «Hemos enviado a un crío sin Talento como campeón. Os ha dado una paliza. ¿Qué pasará cuando enviemos un ejecutor?»

Completaban su vestimenta una capa negra de seda —¡de seda!— y una máscara del mismo color y material, que solo dejaba unos agujeros para los ojos, una rendija para la boca y un mechón de pelo oscuro al descubierto. Se había untado todo el cabello con un potingue para que fuese completamente negro, y se lo había puesto de punta en mechones cortos y descuidados. En vez de su arnés negro para las armas, Blint le había entregado uno dorado, con fundas de oro para las dagas, los cuchillos arrojadizos y la espada. Destacaban claramente sobre los discretos grises de ejecutor. Blint había puesto los ojos en blanco al entregarle el arnés.

—¿No querías melodrama? Pues toma melodrama —había dicho.

«Como si esto fuera idea mía.»

Había poca gente por las calles, pero cuando Kylar se acercó con paso decidido a la entrada lateral del estadio, todos los espectadores y mercachifles se lo quedaron mirando. Pasó al interior y encontró la cámara de los luchadores. Había más de doscientos hombres y un par de docenas de mujeres. Iban desde matones descomunales que Kylar reconocía, hasta mercenarios y soldados, pasando por jóvenes nobles indolentes y campesinos de las Madrigueras a los que más valdría no intentar blandir una espada. Desesperados, ricos y tontos, ciertamente.

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