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Authors: Brent Weeks
—A lo mejor esos tratos fueron mala idea —observó Kylar.
—Da igual. No hay vuelta atrás.
Feir Cousat llamó a una puerta en lo más alto del interior de la gran pirámide de Sho'cendi. Dos golpes, pausa, dos, pausa, uno. Cuando Dorian, Solon y él eran estudiantes en la escuela del fuego para magos, no habían merecido unas estancias tan prestigiosas. Sin embargo, si Dorian y él habían recibido esas habitaciones, no era tanto para agradecer su historial de servicios como para tenerlos controlados.
Se entreabrió la puerta y el ojo de Dorian apareció al otro lado. A Feir siempre le había parecido gracioso: Dorian era un profeta. Podía predecir la caída de un reino o el ganador de una carrera de caballos (un truco lucrativo cuando Feir podía convencerlo de que lo explotara), pero no podía saber quién llamaba a su puerta. Él decía que profetizar sobre sí mismo lo sumía demasiado en la espiral de la locura.
Dorian hizo pasar a Feir y atrancó la puerta de inmediato. Feir sintió que atravesaba una serie sorprendentemente numerosa de salvaguardas mágicas. Las examinó. La defensa contra oídos indiscretos se la esperaba. La protección contra intrusos no era nada común si el mago se hallaba en la habitación. Sin embargo, la rara de verdad era una defensa para mantener la magia dentro de la estancia. Feir palpó las hebras de la trama mientras sacudía la cabeza, asombrado. Dorian era un mago de los que nace uno por generación. Después de estudiar en Hoth'salar, la escuela de sanadores de Gandu, y dominar a los dieciséis años todo lo que podían enseñarle, había acudido a la escuela del fuego y dominado la magia ígnea sin siquiera fingir que le interesaba. Se había quedado únicamente porque había trabado amistad con Feir y Solon. Los talentos de Solon residían casi exclusivamente en el fuego, pero era el más poderoso de los tres. Feir no estaba seguro de por qué Solon y Dorian se habían hecho amigos suyos. Quizá porque no se sentía amenazado por lo brillantes que eran. Resultaba tan obvio que los dos estaban tocados por los dioses que pasó mucho tiempo antes de que Feir pensase siquiera en sentir celos. Tal vez había ayudado que fuera de origen campesino. Probablemente también que, cuando se rezagaba en los estudios y empezaba a ponerse celoso, uno u otro de sus amigos lo retaba a un combate de prácticas.
Feir parecía gordo, pero sabía moverse y se entrenaba a diario con los maestros de armas, que tenían su centro principal de adiestramientos a unos pocos minutos de Sho'cendi. Para Solon o Dorian, ofrecerse a practicar con él suponía ofrecerse a recibir una tunda. Dorian podía curar los hematomas más tarde, pero aún seguían doliendo.
Dorian tenía unas alforjas a medio llenar sobre la cama. Feir suspiró.
—Sabes que la Asamblea te ha prohibido partir. Les da igual Cenaria. Para ser sincero, si Solon no estuviera allí, a mí tampoco me importaría. Podríamos mandarle un mensaje para que se fuera. —Los dirigentes de la escuela no lo habían formulado de ese modo, claro está. Lo que más les preocupaba era evitar que el rey dios pusiera sus zarpas en el único profeta del continente de Midcyru, tal vez del mundo.
—Todavía no sabes lo mejor —dijo Dorian, sonriendo como un niño.
Feir se sintió palidecer. De repente las defensas para mantener la magia en la habitación cobraban sentido.
—No estarás planeando robarla.
—Podría argumentar que es nuestra. Fuimos nosotros quienes le seguimos la pista, la encontramos y la trajimos. Ellos nos la robaron primero, Feir.
—Reconociste que aquí estaría más segura. Dejamos que nos la quitaran.
—Y ahora la recupero —dijo Dorian, con un encogimiento de hombros.
—O sea que vuelves a ser tú contra el mundo entero.
—Soy yo por el mundo entero, Feir. ¿Vendrás conmigo?
—¿Que si iré contigo? ¿Ya has sucumbido a la locura? —Cuando afloró el don para la profecía de Dorian, una de las primeras cosas que intentó predecir fue su propio futuro. Descubrió que, hiciera lo que hiciese, un día se volvería loco. Escudriñar su futuro no haría sino acelerar la llegada de ese día—. Creía que habías dicho que todavía te quedaba una década o así.
—Ya no tanto —explicó Dorian. Se encogió de hombros como si no importara, como si no le rompiese el corazón, exactamente como se había encogido de hombros al enviar a Solon a Cenaria, sabiendo que le costaría el amor de Kaede—. Antes de responder, Feir, debes saber una cosa: si me acompañas, lo lamentarás muchas veces y nunca volverás a pisar los pasillos de Sho'cendi.
—Tú sí que sabes ser convincente —dijo Feir, con los ojos en blanco.
—También me salvarás la vida al menos dos veces, tendrás una forja, serás conocido de uno a otro confín como el más grande maestro armero viviente, pondrás tu granito de arena para salvar el mundo y morirás satisfecho, si bien no tan mayor como tú o yo desearíamos.
—Anda, eso está mejor —dijo Feir con sarcasmo, pero el estómago le daba vueltas. Dorian rara vez contaba lo que sabía pero, cuando lo hacía, nunca decía mentiras—. ¿Solo un granito de arena para salvar el mundo?
—Feir, tu propósito en la vida no es tu propia felicidad. Formamos parte de una historia mucho más grande. Nos pasa a todos. Si tu aportación no se recoge en baladas, ¿la hace eso menos meritoria? Nuestro propósito en este viaje no es salvar a Solon. Es ver a un chico. Afrontaremos muchos peligros para llegar hasta allí. La muerte es una posibilidad muy real. ¿Y sabes lo que ese chico necesita de nosotros? Cuatro palabras. O solo tres, si el nombre cuenta como una sola. ¿Quieres saber cuáles son?
—Claro.
—Pregunta a Mama K.
—¿Eso es todo? ¿Qué significa? —dijo Feir.
—No tengo ni idea.
A veces los adivinos tocaban mucho las narices.
—Me pides mucho —dijo Feir.
Dorian asintió.
—Si acepto, ¿lo lamentaré?
—Muchas veces. Pero no al final.
—Quizá sería más fácil si me contaras menos.
—Créeme —dijo Dorian—, ojalá no tuviese una imagen tan clara de lo que te espera si sigues cada una de las posibles elecciones. Si te contase menos, me odiarías por callarme. Si te explicara más, quizá no tuvieses valor para seguir adelante.
—¡Basta! —Dioses, ¿tan malo iba a ser?
Feir se miró las manos. Tendría una forja. Sería conocido en el mundo entero por su trabajo. Ese había sido uno de sus sueños. Quizá hasta podría casarse, tener hijos. Pensó en preguntar a Dorian, pero no se atrevió. Suspiró y se frotó las sienes.
Dorian exhibió una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Bien! Ahora ayúdame a planear cómo vamos a sacar a Curoch de aquí.
Feir estaba seguro de no haberlo oído bien. Después sintió que se quedaba blanco como la pared. En la habitación había defensas para mantener la magia dentro...
—Cuando dices «aquí» te refieres a «aquí, en la escuela», como si todavía tuviese una oportunidad de convencerte de que no intentes robar el artefacto más protegido de Midcyru. ¿Verdad?
Dorian retiró las mantas de la cama. Sobre ella había una espada envainada. Parecía un arma normal y corriente, salvo que toda la funda estaba hecha de plomo y cubría la espada por completo, hasta la empuñadura, para contener la magia. Sin embargo, tampoco era una espada mágica cualquiera: se trataba más bien de La Espada Mágica, con mayúsculas. Era Curoch, la espada del emperador Jorsin Alkestes. La espada del poder. La mayoría de los magos ni siquiera eran lo bastante fuertes para usarla. Si Feir (o casi cualquier otro) lo intentaba, le mataría en un segundo.
Dorian había dicho que ni siquiera Solon podía usarla con seguridad. Sin embargo, a la muerte de Jorsin Alkestes, hubo bastantes magos que sí pudieron... y destruyeron más de una civilización.
—Al principio, pensé que tendría que profetizar mi propio futuro para conseguirla, pero en lugar de eso he vaticinado el de los centinelas. Todo ha salido a pedir de boca salvo por un guardia, que ha aparecido por un pasillo que tenía como una posibilidad entre mil de coger. He tenido que dejarlo inconsciente. La buena noticia es que le devolverán la salud los cuidados de una encantadora enfermera con la que más tarde se casará.
—¿Me estás contando que hay un guardia inconsciente allí arriba, ahora mismo, esperando a que alguien lo encuentre? ¿Mientras tú y yo estamos aquí de cháchara? Pero ¿se puede saber por qué haces todo esto?
—Porque él lo necesita.
—¿El? ¿Piensas robar a Curoch para el chico de «pregunta a Mama K»?
—Oh, no; bueno, no directamente. El chico que necesita blandir Curoch, el chico que todo el mundo necesita que blanda Curoch, ni siquiera ha nacido todavía. Pero esta es nuestra única oportunidad de llevárnosla.
—Dioses, hablas en serio —dijo Feir.
—Deja de fingir que esto cambia algo. Ya te has decidido. Nos vamos a Cenaria.
«¿Decía que a veces los adivinos tocan mucho las narices? Más bien siempre.»
—¿A ti qué te pasa? —gritó el maestro Blint.
—No me... —dijo Kylar.
—¡Otra vez! —rugió Blint.
Kylar paró el cuchillo de prácticas con un bloqueo en cruz, atravesando los antebrazos en forma de equis a la altura de las muñecas. Intentó agarrar la mano a Durzo y retorcérsela, pero el ejecutor se escabulló a un lado.
Fueron maniobrando por la sala de entrenamiento de la nueva casa segura de Blint, rebotando en las paredes, acorralándose contra columnas e intentando aprovechar cualquier saliente irregular del suelo contra el rival. Sin embargo, la pelea estaba igualada.
Los nueve años que Kylar había pasado bajo la tutela de Blint lo habían visto endurecerse y crecer. Tendría ya unos veinte años. No era tan alto como Blint ni lo sería nunca, pero tenía un cuerpo esbelto y nervudo, y sus ojos seguían siendo del mismo azul claro. Combatía y sudaba, consciente de todos los músculos de los brazos, el pecho y el estómago, que movía con precisión para ejecutar los movimientos, pero era incapaz de concentrarse de verdad.
Durzo Blint lo notaba, y eso le enfurecía. Renegando con profusión y elocuencia, el maestro comparó desfavorablemente su actitud con la de una prostituta perezosa, su cara con órganos corporales inverosímiles y enfermos, y su inteligencia con la de varias especies de animales de granja. Cuando Durzo volvió a atacar, se hizo evidente que había subido el listón.
Una de las muchas características peligrosas del maestro Blint era que, aun cuando estaba furioso, nunca se le notaba en la forma de luchar. Solo daba rienda suelta a su ira cuando ya tenía a su rival tumbado en el suelo, por lo general sangrando.
Fue empujando poco a poco a Kylar hacia un lado de la sala, con la mano cerrada en un puño o extendida como una hoja, mientras el puñal de prácticas centelleaba en veloces arcos y estocadas. Extendió demasiado una puñalada y esa fracción de segundo permitió que Kylar ganara espacio y le diera un golpe en la muñeca.
Sin embargo, el maestro Blint no soltó el cuchillo y, al doblar el codo, la hoja embotada chocó con el pulgar de Kylar.
—Esa impaciencia te ha costado un pulgar, chaval.
Kylar hizo una pausa, respirando fuerte pero sin perder de vista al maestro Blint. Ya habían practicado con espadas de varios tipos y cuchillos de diversa longitud. A veces luchaban con las mismas armas, a veces en desigualdad: el maestro Blint agarraba una espada ancha de doble filo contra una hoja gandiana o Kylar medía un estilete contra una gurka.
—Cualquier otro habría perdido el puñal —protestó.
——No estás luchando contra cualquier otro.
—No me enfrentaría a ti si estuvieras armado y yo no.
El maestro Blint echó atrás el brazo del puñal y lo lanzó volando junto a la oreja de Kylar, que no movió ni un músculo. No porque ya no se preguntase de vez en cuando si el maestro Blint iba a matarlo, sino porque sabía que no podía impedírselo.
Cuando Blint volvió a acometer, lo hizo a toda velocidad. Hubo patadas bloqueadas con las piernas, puñetazos desviados, golpes cortos esquivados e impactos absorbidos con brazos, piernas y caderas. Ni trucos ni virguerías, solo velocidad.
En mitad del remolino de extremidades Kylar comprendió, como de costumbre, que el maestro Blint ganaría. Era mejor y no había vuelta de hoja. Solía ser a esas alturas cuando Kylar intentaba algo a la desesperada. El maestro Blint estaría esperándolo.
Kylar desencadenó una tormenta de golpes, rápidos y ligeros como una brisa de montaña. Ninguno bastaría por sí solo para hacer daño al maestro Blint aunque acertara, pero cualquiera de ellos le haría errar el siguiente. Kylar aumentó el ritmo mientras su maestro desviaba los golpes o los dejaba impactar en carne tensada para encajarlos.
Un golpe de mano de lanza atravesó las defensas de Blint y se le clavó en el abdomen. Cuando su maestro se dobló involuntariamente, Kylar lanzó otro golpe con todas sus fuerzas a la barbilla de Durzo... y lo contuvo. Blint reaccionó con la suficiente velocidad para haber parado el puñetazo pero, al no producirse el contacto donde lo esperaba, sobreextendió el movimiento de bloqueo y no pudo recomponer la guardia antes de que el puño aún cerrado de Kylar se dirigiera contra su nariz.
Sin embargo, Kylar no alcanzó al maestro Blint. El ataque fue desviado por una fuerza invisible, como una mano fantasmal. Kylar trastabilló, intentó recobrarse y atajar la patada de Durzo, pero esta le dobló las manos con fuerza sobrehumana. Se estrelló contra la columna que tenía detrás con tanta fuerza que la oyó crujir. Cayó al suelo.
—Tu turno —dijo Blint—. Si no me tocas, te tengo reservado un castigo especial.
«¿Un castigo especial? Estupendo.»
Agachado en el suelo, con ambos brazos doloridos, Kylar no respondió. Se puso en pie pero, al volverse, en lugar de Blint estaba Logan. Aunque la sonrisa burlona de su rostro era la de Durzo Blint en estado puro. Se trataba de una ilusión, una ilusión de dos metros diez que se adaptaba como un guante a los movimientos de Blint. Kylar le lanzó una patada malintencionada a la rodilla, pero su pie atravesó la efigie y quebró la ilusión sin tocar nada en absoluto. Blint estaba medio metro más atrás. Mientras Kylar perdía el equilibrio, su maestro levantó una mano. Hubo un ruido sibilante, y de la mano salió disparado un puño fantasmal que lanzó a Kylar por los aires.
Kylar se puso de pie a tiempo de ver saltar a Blint. El techo estaba a cuatro metros de altura, pero su maestro lo alcanzó con toda la espalda y se quedó pegado a él. Empezó a reptar por el techo y desapareció cuando unos tentáculos de sombra lo envolvieron para fundirse con la penumbra general de las alturas. Al principio Kylar lo oyó deslizarse hasta un punto situado por encima de su cabeza, y luego el sonido se interrumpió de repente. El Talento de Blint estaba apagando hasta el roce de su cuerpo contra la madera.