El camino de los reyes (128 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

De los cuatro acompañantes de Hatham, dos eran ojos claros inferiores y uno era un fervoroso de túnica blanca a quien Dalinar no conocía. El último era un natano de piel azulina y pelo blanquísimo, dos mechones teñidos de rojo oscuro y trenzados hasta colgar junto a sus mejillas; llevaba guantes rojos. Era un dignatario de visita: Dalinar lo había visto en los banquetes. ¿Cuál era su nombre?

—Dime, brillante señor Dalinar —dijo Hatham—. ¿Has estado prestando alguna atención al conflicto entre los tukari y los emuli?

—Es un conflicto religioso ¿no? —preguntó Dalinar. Ambos eran reinos makabaki, en la costa sur, donde el comercio era abundante y próspero.

—¿Religioso? —dijo el natano—. No, yo no diría eso. Todos los conflictos son esencialmente económicos por naturaleza.

«Au-nak —recordó Dalinar—, ese es su nombre.» Hablaba con marcado acento, exagerando todas las «as» y «os».

—El dinero está detrás de todas las guerras —continuó Au-nak—. La religión no es más que una excusa. O tal vez una justificación.

—¿Hay alguna diferencia? —preguntó el fervoroso, obviamente ofendido por el tono de Au-nak.

—Por supuesto. Una excusa es lo que haces una vez cometida la acción, mientras que una justificación es lo que ofreces antes.

—Yo diría que una excusa es algo que dices, pero no crees, Nak-ali —Hatham usaba la alta forma del nombre de Au-nak—. Mientras que una justificación es algo en lo que crees realmente.

¿Por qué tanto respeto? El natano debía tener algo que Hatham quería.

—De cualquier forma —dijo Au-nak—, esta guerra en concreto es por la ciudad de Sesemalex Dar, que los emuli han convertido en su capital. Es una excelente urbe comercial, y los tukari la quieren.

—He oído hablar de Sesemalex Dar —dijo Dalinar, mesándose la barbilla—. La ciudad es bastante espectacular, ocupa hendiduras talladas en la piedra.

—En efecto. Hay una composición particular de la piedra que permite drenar el agua. El diseño es sorprendente. Obviamente es una de las Ciudades del Amanecer.

—Mi esposa tendría algo que decir al respecto —dijo Hatham—. Ha hecho de las Ciudades del Amanecer el objeto de sus estudios.

—El diseño de la ciudad es básico para la religión emuli —dijo el fervoroso—. Dicen que es su hogar ancestral, un regalo de los Heraldos. Y los tukari están gobernados por ese dios-sacerdote suyo, Tezim. Así que el conflicto es religioso por naturaleza.

—Y si no fuera un puerto tan maravilloso —dijo Au-nak—, ¿insistirían tanto en proclamar el significado religioso de la ciudad? Creo que no. Son paganos, después de todo, así que no podemos presuponer que su religión tenga ninguna importancia real.

Hablar de las Ciudades del Amanecer era un tema popular últimamente entre los ojos claros: la idea de que ciertas ciudades podían remontar sus orígenes a los Cantores del Alba. Tal vez…

—¿Alguno ha oído hablar de un lugar conocido como Fortaleza de la Fiebre de Piedra? —preguntó Dalinar.

Los otros negaron con la cabeza. Ni siquiera Au-nak tenía algo que decir.

—¿Por qué? —preguntó Hatham.

—Solo por curiosidad.

La conversación continuó, aunque Dalinar dejó que su atención volviera a centrarse en Elhokar y su círculo de asistentes. ¿Cuándo haría Sadeas su anuncio? Si pretendía sugerir que Dalinar debía ser arrestado, no lo haría durante un banquete, ¿no?

Dalinar volvió a dirigir su atención a la conversación. Tendría que hacer más caso de lo que sucedía en el mundo. Antaño, las noticias de los reinos en conflicto lo fascinaban. Muchas cosas habían cambiado desde que comenzaron las visiones.

—Tal vez no sea económica ni religiosa de naturaleza —decía Hatham, tratando de poner fin a la discusión—. Todo el mundo sabe que las tribus makabaki albergan extraños odios unas hacia otras.

—Tal vez —dijo Au-nak.

—¿Importa? —preguntó Dalinar. Los otros se volvieron hacia él—. Es solo otra guerra. Si no lucharan entre sí, encontrarían a otros a quienes atacar. Es lo que hacemos nosotros. Venganza, honor, riquezas, religión…, todos los motivos conducen a los mismos resultados.

Los otros no dijeron nada, y el silencio se hizo rápidamente embarazoso.

—¿A qué devotario sigues, brillante señor Dalinar? —preguntó Hatham, pensativo, como intentando recordar algo que había olvidado.

—A la Orden de Talenelat.

—Ah. Sí, tiene sentido. Odian discutir de religión. Esta conversación debe resultarte terriblemente aburrida.

Una salida a la conversación. Dalinar asintió, sonriendo agradecido por la amabilidad de Hatham.

—¿La Orden de Talenelat? —dijo Au-nak—. Siempre he pensado que ese devotario era para gente inferior.

—Y esto lo dice un natano —dijo el fervoroso, envarado.

—Mi familia siempre ha sido devotamente vorin…

—Sí —respondió el fervoroso—, convenientemente, ya que ha usado sus lazos vorin para comerciar favorablemente en Alezkar. Me pregunto si es usted igualmente devoto cuando no se encuentra en nuestro suelo…

—No permitiré que se me insulte de esta forma —replicó Au-nak. Dio media vuelta y se marchó, haciendo que Hatham levantara una mano.

—¡Nak-ali! —llamó, corriendo tras él ansiosamente—. ¡Por favor, no le haga caso!

—Insufriblemente aburrido —dijo el fervoroso en voz baja, dando un sorbo a su vino; naranja, naturalmente, ya que era un hombre del clero.

Dalinar lo miró con el ceño fruncido.

—Eres osado, fervoroso —dijo severamente—. Tal vez de manera estúpida. Insultas a un hombre con quien Hatham quiere hacer negocios.

—Lo cierto es que pertenezco al brillante señor Hatham —contestó el fervoroso—. Él me pidió que insultara a su invitado: quiere que Au-nak piense que está avergonzado. Ahora, cuando Hatham acceda rápidamente a sus exigencias, el extranjero creerá que es por esto…, y no retrasará la firma del contrato sospechando que se ha llevado a cabo demasiado fácilmente.

«Ah, por supuesto. —Dalinar miró a la pareja—. Llegan hasta esos niveles.»

Teniendo eso en cuenta ¿qué tenía que pensar de la amabilidad de Hatham antes, cuando le dio un motivo para explicar su aparente disgusto por el conflicto? ¿Estaba preparándolo para algún tipo de manipulación encubierta?

El fervoroso se aclaró la garganta.

—Agradecería que no le contaras a nadie lo que acabo de decirte, brillante señor.

Dalinar advirtió que Adolin regresaba a la isla del rey, acompañado por seis oficiales de uniforme y con sus espadas.

—¿Entonces por qué me lo has dicho en primer lugar? —preguntó Dalinar, volviendo su atención hacia el hombre de la túnica blanca.

—Igual que Hatham desea que su socio en los negocios conozca su buena voluntad, yo deseo que sepas de nuestra buena voluntad hacia ti, brillante señor.

Dalinar frunció el ceño. Nunca había tenido demasiada relación con los fervorosos: su devotario era sencillo y claro. Saciaba en la corte su ración de política, y tenía pocos deseos de encontrar más en la religión.

—¿Por qué? ¿Qué debería importar si muestro buena voluntad hacia vosotros?

El fervoroso sonrió.

—Hablaremos de nuevo contigo. —Hizo una profunda reverencia y se retiró.

Dalinar quiso preguntar más, pero entonces llegó Adolin.

—¿Qué pasaba? —preguntó, mirando hacia el brillante señor Hatham.

Dalinar tan solo sacudió la cabeza. Se suponía que los fervorosos no participaban en política, fuera cual fuese su devotario. Lo tenían oficialmente prohibido desde la Hierocracia. Pero, como con la mayoría de las cosas en la vida, lo ideal y la realidad eran dos circunstancias separadas. Los ojos claros no podían evitar utilizar a los fervorosos en sus panes, y por eso, cada vez más, los devotarios se convertían en parte de la corte.

—¿Padre? —preguntó Adolin—. Los hombres están situados.

—Bien —respondió Dalinar. Apretó los dientes y cruzó la pequeña isla. Quería que este fiasco terminara de una vez por todas.

Dejó atrás la hoguera, una oleada de denso calor que hizo que el lado izquierdo de su cara picoteara de sudor mientras el lazo derecho aún estaba helado por el frío de otoño. Adolin corrió a acompañarlo, la mano en la espada.

—¿Padre? ¿Qué vamos a hacer?

—Provocar —respondió Dalinar, dirigiéndose al lugar donde El-hokar y Sadeas estaban charlando. El grupo de aduladores le abrió paso.

—… y creo que… —El rey se interrumpió y miró a Dalinar—. ¿Sí, tío?

—Sadeas —dijo Dalinar—. ¿Cuál es el estado de tu investigación sobre el corte de la cincha?

Sadeas parpadeó. Tenía en la mano derecha una copa de vino violeta, su larga túnica de terciopelo rojo abierta por delante para revelar una camisa blanca de chorreras.

—Dalinar, ¿estás…?

—Tu investigación, Sadeas —dijo Dalinar con firmeza. Sadeas suspiró y miró a Elhokar.

—Majestad. Tenía previsto hacer un anuncio referido a este tema esta noche. Iba a esperar hasta más tarde, pero si Dalinar va a insistir…

—Insisto.

—Oh, adelante, Sadeas —dijo el rey—. Has despertado mi curiosidad.

El rey hizo un gesto a un sirviente, quien corrió a hacer callar a la flautista mientras otro criado tocaba los clarines para pedir silencio. En unos instantes, todos callaron en la isla.

Sadeas le dirigió a Dalinar una mueca que de algún modo transmitía el mensaje: «Tú lo has pedido, viejo amigo.»

Dalinar cruzó los brazos, manteniendo la mirada clavada en Sadeas. Sus seis guardias de cobalto se colocaron tras él, pero Dalinar advirtió que un grupo similar de oficiales ojos claros del campamento de Sadeas permanecía atento.

—Bueno, no esperaba tener tanto público —dijo Sadeas—. Principalmente, planeaba decírselo solo al rey.

«Ni mucho menos», pensó Dalinar, tratando de contener la ansiedad. ¿Qué haría si Adolin tenía razón y Sadeas lo acusaba de haber intentado asesinar a Elhokar?

Sería, en efecto, el final de Alezkar. Dalinar no caería sin oponerse, y los campamentos se volverían unos contra otros. La nerviosa paz que los había mantenido juntos durante la última década llegaría a su fin. Elhokar nunca podría mantenerlos unidos.

Además, si acababan en guerra, las cosas no irían bien para Dalinar. Los otros le habían dado la espalda; ya tenía bastantes problemas enfrentándose a Sadeas, si los demás se unían contra él, caería en horrible desventaja. Pudo comprender ahora que Adolin pensara que era un increíble acto de estupidez haber hecho caso a las visiones. Y sin embargo, en un momento poderosamente surreal, Dalinar consideró que había hecho lo correcto. Nunca lo había sentido tan fuerte como en este momento, mientras se preparaba para ser condenado.

—Sadeas, no me agotes con tu sentido del drama —dijo Elhokar—. Te están escuchando. Te estoy escuchando. Parece que a Dalinar le va estallar una vena en la frente. Habla.

—Muy bien —dijo Sadeas, entregando el vino a un criado—. Mi primera tarea como alto príncipe de información fue descubrir la verdadera naturaleza del atentado a la vida de su majestad durante la caza del conchagrande.

Agitó una mano para llamar a uno de sus hombres, que se marchó. Otro dio un paso adelante y le tendió la cincha de cuero rota.

—Llevé esta correa a tres talabarteros distintos en tres campamentos distintos. Cada uno de ellos llegó a la misma conclusión. Fue cortada. El cuero es relativamente nuevo, y ha sido bien cuidado, como demuestra la falta de grietas y desgaste en otras zonas. El tajo es demasiado regular. Alguien lo cortó.

Dalinar experimentó una sensación de amenaza. Era casi lo mismo que él había descubierto, pero estaba presentado bajo la peor luz posible.

—¿Pero para qué…? —empezó a decir.

Sadeas alzó una mano.

—Por favor, alto príncipe. ¿Primero me exiges que informe, y luego me interrumpes?

Dalinar guardó silencio. A su alrededor, más y más ojos claros importantes se estaban congregando. Pudo notar su tensión.

—¿Pero cuándo fue cortada? —dijo Sadeas, volviendo a dirigirse a la multitud. Le gustaba el dramatismo—. Eso es esencial. Me tomé la molestia de interrogar a numerosos hombres que estuvieron en esa cacería. Ninguno dijo haber visto nada concreto, aunque todos recordaron que hubo un momento extraño. El momento en que el brillante señor Dalinar y su majestad corrieron hacia una formación rocosa. Un momento en que Dalinar y el rey estuvieron solos. —Hubo susurros desde atrás—. No obstante, hubo un problema —dijo Sadeas—. Un problema que el propio Dalinar planteó. ¿Por qué cortar la cincha de la silla de un portador de esquirlada? Un movimiento estúpido. Una caída del caballo no sería muy peligrosa para un hombre que lleva armadura esquirlada.

El sirviente que Sadeas había enviado regresó, trayendo a un joven de pelo rubiáceo que mostraba solo unos cuantos atisbos de negro.

Sadeas sacó algo de una bolsa de su cintura y lo alzó. Un gran zafiro. No estaba infundido. De hecho, al mirarlo con atención, Dalinar pudo ver que estaba agrietado: ya no podía contener luz tormentosa.

—La cuestión me llevó a investigar la armadura esquirlada del rey —dijo Sadeas—. Ocho de los diez zafiros utilizados para infundir su armadura estaban rotos después de la batalla.

—Suele pasar —dijo Adolin, acercándose a Dalinar, la mano en la espada—. Siempre se pierde alguno en cada batalla.

—¿Pero ocho? —preguntó Sadeas—. Uno o dos es normal. ¿Pero has perdido alguna vez ocho en una batalla antes, joven?

La única respuesta de Adolin fue mirarlo fijamente.

Sadeas guardó la gema y le hizo un gesto al joven que había mandado traer.

—Este es uno de los mozos de cuadra al servicio del rey. Fin, ¿no es así?

—S…, sí, brillante señor —tartamudeó el muchacho. No podía tener más de doce años.

—¿Qué es lo que me dijiste antes, Fin? Por favor, repítelo de nuevo para que todos puedan oírlo.

El joven ojos oscuros se estremeció. Parecía mareado.

—Bueno, brillante señor, fue así: todo el mundo dice que la silla fue comprobada en el campamento del brillante señor Dalinar. Y supongo que así fue, en efecto. Pero yo soy quien preparó el caballo de su majestad antes de que se le entregara a los hombres de Dalinar. Y lo hice, prometo que lo hice. Puse su silla favorita y todo. Pero…

El corazón de Dalinar martilleó. Tuvo que contenerse para no invocar su espada.

—¿Pero qué? —le dijo Sadeas a Fin.

—Pero cuando los otros mozos de cuadra del rey llevaron el caballo al campamento del alto príncipe Dalinar, llevaba una silla diferente. Lo juro.

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