El camino de los reyes (132 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Los demás se pusieron de pronto nerviosos, y unos cuantos ojos se dirigieron a Shen, aunque Kaladin pudo ver que Cikatriz no estaba pensando en el parshmenio. Si uno de los hombres denunciaba a los demás, podría ganarse una recompensa.

—Tal vez deberíamos poner guardia —dijo Drehy—. Ya sabéis, para asegurarnos de que nadie vaya a hablar con Gaz.

—No haremos nada de eso —dijo Kaladin—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Encerrarnos en el barracón, recelando unos de otros sin hacer nunca nada? —sacudió la cabeza—. No. Esto es solo un peligro más. Es real, pero no podemos malgastar energías espiándonos unos a otros. De modo que seguiremos adelante.

Cikatriz no parecía convencido.

—Somos el Puente Cuatro —dijo Kaladin con firmeza—. Nos hemos enfrentado a la muerte juntos. Tenemos que confiar los unos en los otros. No podéis correr a la batalla preguntándoos si vuestros compañeros van a cambiar de pronto de bando. —Miró a los hombres a los ojos, uno a uno—. Confío en vosotros. En todos. Saldremos de esta, y lo haremos juntos.

Varios asintieron. Cikatriz pareció tranquilizarse. Roca terminó de cortar la flecha y luego procedió a atar con fuerza la bolsita alrededor del astil.

Syl se posó en el hombro de Kaladin.

—¿Quieres que los vigile? ¿Que me asegure de que nadie haga lo que piensa Cikatriz?

Kaladin vaciló, pero luego asintió. Más valía prevenir. Simplemente no quería que los hombres empezaran a pensar así.

Roca sopesó la flecha, calculando.

—Es un tiro casi imposible —se quejó. Luego, con un rápido movimiento, la encajó y tensó la cuerda hasta la mejilla, colocándose directamente debajo del puente. La bolsita quedó colgando, oscilando contra la madera de la flecha. Los hombres contuvieron la respiración.

Roca disparó. La flecha voló junto a la pared del abismo, casi demasiado rápida para seguirla con la mirada. Un leve chasquido sonó cuando la flecha se estrelló contra la madera, y Kaladin contuvo la respiración, pero la flecha no se soltó. Permaneció colgando allí, las preciosas esferas atadas al palo, justo al lado del puente, donde podía ser recogida.

Kaladin le dio a Roca una palmada en la espalda mientras los hombres lo vitoreaban.

Roca miró a Kaladin.

—No usaré el arco para luchar. Tienes que saberlo.

—Prometo que te aceptaré si estás de acuerdo, pero no te obligaré.

—No lucharé —dijo Roca—. No es mi sitio. —Miró las esferas, y entonces sonrió levemente—. Pero disparar al puente está bien.

—¿Cómo aprendiste?

—Es un secreto —respondió Roca con firmeza—. Coge el arco. No me molestes más.

—Muy bien —dijo Kaladin, aceptando el arco—. Pero no sé si puedo prometerte no molestarte. Ruede que necesite unos cuantos disparos más en el futuro. —Miró a Lopen—. ¿Crees de verdad que puedes comprar cuerda sin llamar la atención?

Lopen se apoyó de nuevo contra la pared.

—Mi primo no me ha fallado nunca.

—¿Cuántos primos tienes, por cierto? —preguntó Desorejado Jaks.

—Nunca hay primos de sobra —respondió Lopen.

—Bueno, necesitamos esa cuerda —dijo Kaladin, mientras el plan empezaba a brotar en su mente—. Hazlo, Lopen. Me encargaré de cambiar esas esferas para pagarla.

«La luz se vuelve tan lejana. La tormenta nunca cesa. Estoy roto, y todos a mi alrededor han muerto. Lloro por el final de todas las cosas. El ha ganado. Oh, nos ha derrotado.»

—Fechado Palahakev, 1173,16 segundos antes de la muerte. Sujeto: un marinero thayleño.

Dalinar luchaba, con la Emoción latiendo en su interior, mientras blandía su espada esquirlada a lomos de
Galante
. A su alrededor, los parshendi caían con los ojos ardiendo de negro.

Venían contra él en parejas, cada equipo intentaba golpearlo desde una dirección distinta, manteniéndolo ocupado, y esperaban que desorientado. Si una pareja podía se le echaba encima mientras estaba distraído, y podrían desmontarlo. Esas hachas y mazas, golpeando repetidas veces, podrían quebrar su armadura. Era una táctica muy costosa: los cadáveres se amontonaban alrededor de Dalinar. Pero cuando se luchaba contra un portador de esquirlada, todas las tácticas eran costosas.

Dalinar mantenía a
Galante
en constante movimiento, bailando de un lado a otro, y blandía su espada con amplios mandobles. Permanecía un poco adelantado respecto a sus filas. Un portador de esquirlada necesitaba espacio para luchar: las espadas eran tan largas que era posible herir a tus propios compañeros. Su guardia de honor se acercaría solo si caía o tenía problemas.

La Emoción lo excitaba, le daba fuerzas. No había experimentado de nuevo la debilidad, la náusea de aquel día de batalla de hacía semanas. Tal vez se había estado preocupando por nada.

Hizo volverse a
Galante
justo a tiempo para enfrentarse a dos parejas de parshendi que lo atacaban por detrás, cantando en voz baja. Dirigió el caballo con las rodillas, ejecutó un experto golpe lateral que cortó los cuellos de los dos parshendi, y luego el brazo de un tercero. Los ojos ardieron en los dos primeros, y se desplomaron. El tercero soltó su arma porque la mano de pronto se le quedó sin vida, abatida, con todos los nervios cortados.

El cuarto miembro de aquel pelotón se apartó, mirando a Dalinar. Era uno de los parshendi que no llevaba barba, y parecía haber algo extraño en su rostro. La estructura de los pómulos era un poco…

«¿Es una mujer? —pensó sorprendido Dalinar—. No puede ser. ¿O sí?»

Tras él, los soldados entonaron vítores mientras un gran número de parshendi se dispersaban para reagruparse. Dalinar bajó su espada esquirlada, el metal brillante, los glorispren tintineando en el aire a su alrededor. Había otro motivo para permanecer por delante de sus hombres. Un portador de esquirlada no era solo una fuerza de destrucción: era una fuerza de moral e inspiración. Los hombres combatían más vigorosamente si veían a su brillante señor abatiendo a un enemigo tras otro. Los portadores cambiaban las batallas.

Como los parshendi de momento estaban derrotados, Dalinar desmontó de
Galante
y saltó al suelo. Los cadáveres yacían a su alrededor, sin sangre, aunque cuando se acercó al lugar donde sus hombres habían estado combatiendo, sangre rojo anaranjada manchaba las rocas. Los cremlinos correteaban por el suelo, lamiendo el líquido, y los dolospren se rebullían entre ellos. Los parshendi heridos yacían mirando al cielo, los rostros máscaras de dolor, cantando una silenciosa y aterradora canción para sí mismos. A menudo eran solo susurros. Nunca gritaban cuando morían.

Dalinar sintió la Emoción retirarse mientras se reunía con su guardia de honor.

—Se están acercando demasiado a
Galante
—le dijo a Teleb, tendiéndole las riendas. La piel del enorme ryshadio estaba cubierta de sudor espumoso—. No quiero arriesgarlo. Que un hombre lo lleve a retaguardia.

Teleb asintió y llamó a un hombre para que cumpliera la orden. Dalinar sopesó su hoja esquirlada, escrutando el campo de batalla. Los parshendi se estaban reagrupando. Como siempre, los equipos de dos personas eran el foco de su estrategia. Cada pareja tenía armas distintas, y a menudo uno de sus miembros era lampiño mientras que el otro tenía una barba entretejida con gemas. Los eruditos de Dalinar habían sugerido que se trataba de algún tipo de aprendizaje primitivo.

Dalinar inspeccionó a los lampiños en busca de algún indicio de barba. No había ninguno, y más de uno tenía una leve forma femenina en la cara. ¿Podía ser que todos los que no tenían barba fueran mujeres? No parecían tener mucho pecho, y su constitución era como la de los hombres, pero la extraña armadura parshendi podía enmascararlo todo. Los que no tenían barba parecían ligeramente más pequeños, y la forma de sus caras…, al estudiarlas, parecía posible. ¿Podrían las parejas ser maridos y esposas que lucharan juntos? Aquello le pareció extrañamente fascinante. ¿Era posible que, a pesar de seis años de guerra, nadie se hubiera tomado la molestia de examinar los sexos de sus enemigos?

Sí. Las mesetas en liza estaban tan lejos que nadie traía jamás cadáveres parshendi: solo enviaban a hombres a quitarles las gemas de las barbas o a recoger sus armas. Desde la muerte de Gavilar, se habían invertido muy pocos esfuerzos en estudiar a los parshendi. Todo el mundo los quería muertos, y si había algo en lo que los alezi fueran buenos, era en matar.

«Y se supone que tú los tienes que estar matando ahora —se dijo Dalinar—, sin analizar su cultura.» Pero sí decidió ordenar a sus soldados que recogieran unos cuantos cadáveres para los eruditos.

Cargó hacia otra sección del campo de batalla, sujetando ante él la hoja esquirlada con las dos manos, asegurándose de no dejar muy atrás a sus soldados. Al sur, pudo ver el estandarte de Adolin ondear mientras dirigía a su división contra los parshendi de esa parte. El muchacho se había estado comportando de manera desacostumbradamente reservada estos últimos días. Equivocarse respecto a Sadeas parecía haberlo vuelto más reflexivo.

Al oeste, el estandarte de Sadeas ondeaba orgulloso. Sus fuerzas impedían a los parshendi alcanzar la crisálida. Había llegado primero, como antes, y se enfrentaba a los parshendi para dar tiempo a llegar a las compañías de Dalinar, quien había considerado extraer pronto las gemas corazón para que los alezi pudieran retirarse, ¿pero por qué poner fin a la batalla tan rápidamente? Sadeas y él consideraban que el verdadero sentido de su alianza era aplastar a tantos parshendi como fuera posible.

Cuantos más mataran, más rápido terminaría esta guerra. Y hasta ahora el plan de Dalinar estaba funcionando. Los dos ejércitos se complementaban. Los ataques de Dalinar habían sido demasiado lentos y habían permitido que los parshendi se posicionaran demasiado bien. Sadeas era rápido (más ahora que podía dejar hombres atrás y concentrarse plenamente en la velocidad), y era aterradoramente eficaz llevando a sus hombres a la meseta para combatir, pero sus tropas no estaban tan bien entrenadas como las de Dalinar. De modo que si Sadeas llegaba primero y aguantaba el tiempo suficiente para que Dalinar pudiera cruzar con sus hombres, la mejor preparación (y las esquirladas superiores) de sus fuerzas actuaría como un martillo contra los parshendi, aplastándolos contra el yunque de Sadeas.

No era fácil en modo alguno. Los parshendi luchaban como abismoides.

Dalinar se lanzó contra ellos, golpeando con su espada, abatiéndolos por todos lados. No podía evitar cierto respeto por los parshendi. Pocos hombres se atrevían a atacar a un portador de esquirlada directamente, al menos no sin tener el peso entero de su ejército obligándolos a avanzar, casi contra su voluntad.

Estos parshendi atacaban con valentía. Dalinar se volvió a uno y otro lado, golpeando, la Emoción brotando en su interior. Con una espada corriente, un luchador se concentraba en controlar sus golpes, atacando y esperando la resistencia. Había que dar golpes rápidos y breves en pequeños arcos. Una hoja esquirlada era diferente. Era enorme, ligerísima. Nunca se sentía el golpe: descargar uno era como atravesar el aire mismo. El truco estaba en controlar el impulso y mantener la espada en movimiento.

Cuatro parshendi se abalanzaron contra él. Parecían saber que actuar en cuartetos era la mejor manera de abatirlo. Si se acercaban demasiado, la longitud de la empuñadura de la espada le haría más difícil luchar. Dalinar giró, trazando un largo arco a la altura de la cintura, y notó las muertes de los parshendi por el leve tirón de la hoja al atravesar sus pechos. Los eliminó a los cuatro, y sintió un arrebato de satisfacción.

Inmediatamente, sintió la náusea.

«¡Condenación! —pensó—. ¡Otra vez no!» Se volvió hacia otro grupo de parshendi mientras los ojos de los muertos ardían y humeaban.

Se lanzó a un nuevo ataque, alzando la espada por encima de la cabeza y descargándola luego en paralelo al suelo. Seis parshendi murieron. Sintió una punzada de pesar y el disgusto por la Emoción. Sin duda estos soldados parshendi merecían respeto, no alegría cuando eran masacrados.

Recordó los momentos en que la Emoción fue más fuerte. Someter a los altos príncipes con Gavilar durante su juventud, hacer retroceder a los veden, combatir a los herdazianos y destruir a los akak reshi. Antaño, la sed de batalla casi lo había hecho atacar al propio Gavilar. Dalinar podía recordar los celos de aquel día unos diez años atrás, cuando el ansia por atacar a su hermano (el único digno oponente que podía ver, el hombre que había ganado la mano de Navani) casi lo había consumido.

Su guardia de honor vitoreó mientras sus enemigos caían. Él se sintió vacío, pero se aferró a la Emoción y logró controlar sus sentimientos y la sobreexcitación. Dejó que la Emoción lo embriagara. Por fortuna, el mareo pasó, pues otro grupo de parshendi lo atacó desde un lado. Ejecutó una pose de viento, moviendo los pies, bajando el hombro y lanzando su peso tras la hoja mientras embestía.

Mató a tres seguidos, pero el cuarto y último parshendi se abrió paso entre sus camaradas caídos, rebasó la guardia de Dalinar y blandió su martillo. Sus ojos estaban muy abiertos de furia y determinación, aunque no gritaba ni aullaba. Tan solo continuaba con su canción.

El golpe agrietó el yelmo de Dalinar. Empujó su cabeza hacia un lado, pero la armadura absorbió la mayor parte del golpe, mientras unas cuantas líneas finas como telarañas se extendían por él. Dalinar pudo verlas brillar levemente, liberando luz tormentosa en los bordes de su visión.

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