El camino de los reyes (133 page)

Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El parshendi estaba demasiado cerca. Dalinar soltó su espada. El arma se disolvió en niebla mientras alzaba un puño blindado y bloqueaba el siguiente martillazo. Entonces golpeó con el otro brazo, descargando un puñetazo en el hombro del parshendi. El golpe arrojó al hombre al suelo. La canción del parshendi se interrumpió. Apretando los dientes, Dalinar se levantó y le dio una patada en el pecho, lanzando el cuerpo unos buenos seis metros al aire. Había aprendido a no fiarse de los parshendi que no estaban incapacitados del todo.

Dalinar bajó las manos e invocó su espada esquirlada. Se sentía fuerte de nuevo, pues la pasión por la batalla regresaba. «No debería sentirme mal por matar parshendi. Está bien.»

Advirtió algo y se detuvo. ¿Qué era aquello que asomaba en la siguiente meseta? Parecía…

Un segundo ejército parshendi.

Varios grupos de exploradores alezi corrían hacia las principales líneas de batalla, pero Dalinar pudo deducir la noticia que traían.

—¡Padre Tormenta! —maldijo, señalando con su espada—. ¡Transmitid la advertencia! ¡Un segundo ejército se acerca!

Varios hombres se dispersaron para obedecer la orden. «Tendríamos que haberlo esperado —pensó—. Empezamos a traer dos ejércitos a las mesetas, así que ellos han hecho lo mismo.»

Pero eso implicaba que se habían contenido antes. ¿Lo hacían porque se daban cuenta de que los campos de batalla dejaban poco espacio para maniobrar? ¿O era por la velocidad? Eso no tenía sentido: los alezi tenían que preocuparse por los puentes como puntos de paso que los frenaban cada vez más si traían más soldados. Pero los parshendi podían saltar los abismos. ¿Por qué traer entonces menos tropas de las que disponían?

«Maldición. ¡Sabemos tan poco de ellos!»

Clavó su espada en la roca, intencionadamente, para que no se desvaneciera. Empezó a dar órdenes. Su guardia de honor formó alrededor, convocando exploradores y enviando mensajeros. Durante un breve lapso, Dalinar fue un general que planeaba tácticas en vez de un guerrero avanzado.

Tardaron tiempo en cambiar la estrategia de batalla. Un ejército se convertía a veces en un enorme chull que avanzaba pesadamente, lento en reaccionar. Antes de que sus órdenes pudieran llevarse a cabo, el nuevo ejército parshendi empezó a cruzar al lado norte. Allí era donde estaba combatiendo Sadeas. Dalinar no podía ver bien, y los informes de los exploradores tardaban demasiado.

Miró a un lado. Cerca había una alta formación rocosa. Tenía lados irregulares y parecía un puñado de tablas apiladas unas encima de otras. Cogió su espada esquirlada en mitad de un informe y cruzó corriendo el terreno rocoso, aplastando unos cuantos rocapullos con sus botas acorazadas. La Guardia de Cobalto y los mensajeros formaron rápidamente.

En la formación rocosa, Dalinar hizo a un lado su espada, dejando que se disolviera en humo. Dio un salto y se agarró a la roca, escalándola. Segundos después, se encaramó en su llana cima.

El campo de batalla se extendía bajo él. El principal ejército parshendi era una masa de rojo y blanco en el centro de la meseta, presionado ahora en dos de sus alas por los alezi. Las cuadrillas de los puentes de Sadeas esperaban en una meseta al oeste, ignoradas, mientras las nuevas fuerzas parshendi cruzaban desde el norte hacia el campo de batalla.

«Padre Tormenta, sí que saben saltar», pensó Dalinar, viendo a los parshendi cruzar el abismo con poderosos brincos. Seis años de lucha le habían enseñado a Dalinar que los soldados humanos, sobre todo si usaban armadura ligera, podían correr más que las tropas parshendi si tenían que recorrer más de unas pocas docenas de metros. Pero esas gruesas y poderosas piernas parshendi podían llevarlos muy lejos cuando saltaban.

Ni un solo parshendi perdió pie al cruzar el abismo. Se acercaban al trote, y luego se abalanzaban con un impulso veloz unos tres metros, lanzándose adelante. La nueva fuerza se dirigió al sur, hacia el ejército de Sadeas. Alzando una mano para protegerse de la brillante luz blanca del sol, Dalinar descubrió que podía distinguir el estandarte personal de Sadeas.

Se hallaba directamente en el camino de la fuerza parshendi que llegaba. Sadeas solía permanecer detrás de sus ejércitos, en posición segura. Ahora, esa posición se había convertido de pronto en la línea frontal, y los otros soldados de Sadeas eran demasiado lentos para interrumpir el combate y reaccionar. No tenía ningún apoyo.

«Tengo que enviarle mis lanceros de reserva…», pensó Dalinar.

Pero no, serían demasiado lentos.

Los lanceros no podrían alcanzarlo. Pero alguien a caballo sí.

—¡
Galante
! —gritó Dalinar, lanzándose desde lo alto de la formación rocosa. Cayó al suelo, la armadura absorbió el impacto y quebró la piedra. La luz tormentosa se arremolinaba a su alrededor, brotando de su armadura, y las glebas se agrietaron ligeramente.

Galante
se libró de sus cuidadores y atravesó galopando la llanura a la llamada de Dalinar. Cuando el caballo se acercó, Dalinar se agarró al pomo de la silla y montó.

—¡Seguidme si podéis —le gritó a su guardia de honor—, y enviad un mensajero a mi hijo diciéndole que está ahora al mando de nuestro ejército!

Dalinar espoleó a
Galante
y galopó a lo largo del perímetro del campo de batalla. La guardia llamó a sus caballos, pero tendrían problemas para alcanzar a un ryshadio.

Así fuera.

Los soldados en lucha se convirtieron en un borrón a la derecha de Dalinar. Se inclinó hacia delante en la silla, sintiendo el viento sisear mientras soplaba sobre su armadura. Extendió una mano e invocó a Juramentada, que apareció en su palma, humeante y cubierta de escarcha, mientras volvía a
Galante
hacia el extremo occidental del campo de batalla. El ejército parshendi original se hallaba entre sus fuerzas y las de Sadeas. No tenía tiempo para rodearlos. Así, inspirando profundamente, Dalinar se lanzó hacia el centro. Sus filas estaban desplegadas por la forma en que combatían.

Galante
las atravesó al galope, y los parshendi se apartaron del camino del enorme caballo, maldiciendo en su melódico lenguaje. Los cascos resonaron como un trueno sobre las rocas; Dalinar acicateó a
Galante
con las rodillas. Tenían que conservar el impulso. Algunos parshendi que combatían delante contra las fuerzas de Sadeas se volvieron y corrieron hacia él. Vieron la oportunidad. Si Dalinar caía, estaría solo, rodeado por miles de enemigos.

El corazón de Dalinar redobló mientras extendía su hoja, tratando de apartar a los parshendi que se acercaban demasiado. En cuestión de minutos, se acercó a la línea parshendi noroccidental. Allí, sus enemigos estaban en formación, alzaban las lanzas y las golpeaban contra el suelo.

«¡Maldición!» Los parshendi nunca habían usado antes ese tipo de lanza contra la caballería. Estaban empezando a aprender.

Dalinar atacó a la formación, y luego, en el último momento, hizo volverse a
Galante
, para correr en paralelo al muro de lanzas. Extendió a un lado la espada esquirlada, rompiendo las puntas de las lanzas y alcanzando unos cuantos brazos. Un grupo de parshendi vaciló, y Dalinar tomó aire y lanzó a
Galante
directamente contra ellos, cortando un puñado de lanzas. Otra rebotó en su hombro acorazado, y
Galante
recibió un largo arañazo en el flanco izquierdo.

Su impulso los llevó adelante, y con un relincho
Galante
se libró de la línea parshendi justo al lado de donde la fuerza principal de Sadeas luchaba contra el enemigo.

El corazón de Dalinar martilleaba. Dejó atrás a los hombres de Sadeas, galopando hacia las líneas de retaguardia, donde un hirviente y desorganizado caos de hombres intentaba reaccionar contra la nueva fuerza parshendi. Los hombres gritaban y morían, un amasijo de verde bosque alezi y blanco y rojo parshendi.

«¡Allí!» Dalinar vio el estandarte de Sadeas ondear un instante antes de caer. Se arrojó de la silla de
Galante
y alcanzó el suelo. El caballo se volvió, comprendiendo. Su herida era mala, y Dalinar no lo expondría más al peligro.

Era hora de que comenzara de nuevo la matanza.

Se abalanzó contra la fuerza parshendi desde el lateral, y algunos se volvieron, con expresiones de sorpresa en sus rostros habitualmente imperturbables. En ocasiones los parshendi parecían extraños, pero sus emociones eran muy humanas. La Emoción se alzó y Dalinar no la contuvo. La necesitaba demasiado. Un aliado estaba en peligro.

Era hora de dejar suelto al Aguijón Negro.

Dalinar se abrió paso entre las líneas parshendi. Los abatía como el hombre que barre las migajas de una mesa después de comer. No había ninguna precisión controlada, ningún cuidadoso enfrentamiento de unos pocos pelotones con su guardia de honor sirviendo de apoyo. Esto era un ataque en pleno, con todo el poder y la fuerza mortal de toda una vida de matar ampliada por las esquirladas. Era como una tempestad, abatiendo piernas, torsos, brazos, cuellos, matando, matando, matando. Era un torbellino de muerte y acero. Las armas rebotaban en su armadura, dejando diminutas grietas. Mató a docenas, moviéndose siempre, abriéndose paso hacia donde había caído el estandarte de Sadeas.

Los ojos ardían, las espadas destellaban al cielo, y los parshendi cantaban. La cercana presión de sus propias tropas, que aumentaban al atacar la línea de Sadeas, los inhibía. Pero no a Dalinar. No tenía que preocuparse por alcanzar a amigos, ni que su arma quedara atascada en la carne o en alguna armadura. Y si los cadáveres se interponían en su camino, los cortaba: la sangre muerta se cercenaba como el acero y la madera.

Pronto, la sangre parshendi salpicó el aire mientras mataba, cortaba, empujaba. La espada del hombro hacia el lado, adelante y atrás, girando ocasionalmente para barrer a aquellos que intentaban atacarlo desde atrás.

Tropezó en un bulto de tela verde. El estandarte de Sadeas. Dalinar se dio la vuelta, buscando. Tras él había dejado un reguero de cadáveres que rápida pero cuidadosamente era cubierta por más parshendi dispuestos a atacarlo. Excepto a su izquierda. Ninguno de los parshendi de aquel lado se volvieron hacia él.

«¡Sadeas!», pensó Dalinar, saltando hacia delante, abatiendo a los parshendi desde atrás. Eso reveló a un grupo reunido en círculo, golpeando algo que había debajo. Algo que filtraba luz tormentosa.

En el suelo, a un lado, había un gran martillo de portador, caído donde Sadeas al parecer lo había dejado caer. Dalinar dio un salto adelante, soltó su espada y agarró el martillo. Rugió mientras lo blandía contra el grupo, apartando a una docena de parshendi, y luego se volvió y lo descargó contra el lado opuesto. Los cuerpos volaron por los aires, impulsados atrás.

El martillo funcionaba mejor en las distancias cortas: la espada simplemente habría matado a los hombres, arrojando sus cadáveres al suelo y dejando a Dalinar acorralado y sin espacio. El martillo, sin embargo, apartaba los cuerpos. Saltó en mitad de la zona que acababa de despejar, posicionándose con un pie a cada lado del caído Sadeas. Inició el proceso de invocar de nuevo su espada y golpeó a su alrededor con el martillo, dispersando a sus enemigos.

Al noveno latido de su corazón, lanzó el martillo a la cara de un parshendi, y luego dejó que Juramentada se formara en sus manos. Adoptó inmediatamente la pose del viento. Miró al suelo. La armadura de Sadeas filtraba luz tormentosa por una docena de grietas diferentes. La coraza había sido aplastada por completo; trozos rotos e irregulares de metal sobresalían, mostrando el uniforme de debajo. Hilillos de humo radiante brotaban de los agujeros.

No había tiempo de comprobar si todavía estaba vivo. Los parshendi vieron ahora que no uno, sino dos portadores, estaban a su alcance, y se lanzaron contra Dalinar. Un guerrero tras otro fueron cayendo mientras Dalinar los mataba por docenas, protegiendo el espacio a su alrededor.

No podía detenerlos. Su armadura recibió golpes, principalmente en los brazos y la espalda. Crujía como un cristal bajo demasiada tensión.

Rugió, abatiendo a cuatro parshendi más mientras otros dos lo atacaban por detrás y hacían que su armadura vibrara. Dio media vuelta y mató a uno, mientras el otro apenas se ponía fuera de su alcance. Empezó a jadear, y cuando se movía rápido dejaba en el aire hilos de luz tormentosa azul. Se sentía como una presa ensangrentada que intentara defenderse de mil depredadores diferentes a la vez.

Pero no era ningún chull, cuya única protección era esconderse. Mataba, y la Emoción se alzaba
in crescendo
en su interior. Sentía un peligro real, una posibilidad de caer, y eso hacía que la Emoción brotara. Casi se ahogó en ella, en la alegría, el placer, el deseo. El peligro. Más y más golpes llegaron; más y más parshendi pudieron esquivar o ponerse fuera del alcance de su espada.

Sintió una brisa atravesando la parte posterior de su coraza. Fría, terrible, aterradora. Las grietas se agrandaban. Si la coraza reventaba…

Gritó, atravesando con su hoja a un parshendi, reventando sus ojos, abatiendo al hombre sin dejarle una marca en la piel. Dalinar alzó la espada, se volvió, cortó las piernas de otro enemigo. Su interior era una tempestad de emociones, y su ceño bajo el yelmo estaba cubierto de sudor. ¿Qué le sucedería al ejército alezi si Sadeas y él caían aquí? ¿Dos altos príncipes muertos en la misma batalla, dos armaduras y una espada perdidas?

No podía suceder. No caería aquí. No sabía aún si estaba loco o no. ¡No podía morir hasta saberlo!

De repente, un puñado de parshendi que no lo habían atacado murieron. Una figura con una brillante armadura azul se abrió paso entre ellos. Adolin sujetaba su enorme hoja esquirlada en una sola mano, el metal brillando.

Adolin volvió a golpear, y la Guardia de Cobalto se abalanzó hacia delante, cubriendo la abertura que había creado. La canción de los parshendi cambió de tempo, volviéndose frenética, y cayeron mientras llegaban más y más soldados, algunos de verde, otros de azul.

Dalinar se arrodilló, agotado, dejando que su espada se desvaneciera. Su guardia lo rodeó, y el ejército de Adolin los envolvió a todos, arrollando a los parshendi, obligándolos a retroceder. En unos minutos, la zona estuvo asegurada.

El peligro había pasado.

—Padre —dijo Adolin, arrodillándose a su lado y quitándose el yelmo. El cabello rubio y negro del joven estaba despeinado y sudoroso—. ¡Tormentas! ¡Me has dado un susto! ¿Estás bien?

Other books

Pure Iron by Bargo, Holly
Aloft by Chang-Rae Lee
Dog War by Anthony C. Winkler
From the Fire IV by Kelly, Kent David
The Iscariot Sanction by Mark Latham
A Brand-New Me! by Henry Winkler