El camino de los reyes (131 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Cerró con fuerza los ojos, recordando uno de sus intentos de huida, cuando mantuvo a sus compañeros esclavos libres durante una semana entera, ocultos en los bosques. Finalmente los capturaron los cazadores de su amo. Fue entonces cuando perdió a Nalma. «Nada de eso tiene que ver con salvarlos aquí y ahora —se dijo Kaladin—. Necesito estas esferas.»

Sigzil seguía hablando de los emuli.

—Para ellos —decía el cantamundos—, la necesidad de golpear a un hombre personalmente es un error. Hacen la guerra de una forma opuesta a los alezi. La espada no es arma para un líder. Es mejor la albarda, y luego la lanza, y lo mejor de todo el arco y la flecha.

Kaladin encontró otro puñado de esferas (cielochips) en el bolsillo de un soldado. Estaban pegadas a un rancio pedazo de queso de semilla, oloroso y enmohecido. Hizo una mueca, sacó las esferas y las lavó en un charco.

—¿Lanzas usadas por ojos claros? —dijo Drehy—. Es ridículo.

—¿Por qué? —repuso Sigzil, como ofendido—. La costumbre emuli me parece interesante. En algunos países, luchar es considerado desagradable. Para los shin, por ejemplo, si tienes que luchar contra un hombre, has fracasado ya. Matar es, en el mejor de los casos, una forma brutal de resolver los problemas.

—No serás como Roca y te negarás a luchar ¿no? —preguntó Cikatriz, dirigiendo una mirada apenas velada al comecuernos. Roca se envaró y le dio la espalda, arrodillado mientras iba arrojando botas a un saco grande.

—No —dijo Sigzil—. Creo que todos podemos estar de acuerdo en que otros métodos han fallado. Tal vez si mi amo supiera que vivo todavía…, pero no. Es una tontería. Sí, lucharé. Y si tengo que hacerlo, la lanza parece un arma útil, aunque sinceramente preferiría poner más distancia entre mis enemigos y yo.

Kaladin frunció el ceño.

—¿Te refieres a un arco?

Sigzil asintió.

—Entre mi gente, el arco es un arma noble.

—¿Sabes usarlo?

—Ay, no —dijo Sigzil—. Lo habría mencionado antes si tuviera esa habilidad.

Kaladin se levantó, abrió la bolsa y depositó las esferas junto a las demás.

—¿Había algún arco entre los cadáveres?

Los hombres se miraron unos a otros. Varios negaron con la cabeza. La semilla de una idea había empezado a germinar en la mente de Kaladin.

—Recoged algunas de esas lanzas —dijo—. Ponedlas aparte. Las necesitaremos para entrenar.

—Pero tenemos que entregarlas —recordó Malop.

—No si no las sacamos del abismo —dijo Kaladin—. Cada vez que vengamos a recuperar material, seleccionaremos unas cuantas lanzas y las apilaremos aquí abajo. No tardaremos mucho en reunir las suficientes para practicar con ellas.

—¿Cómo las sacaremos cuando sea el momento de escapar? —preguntó Teft, rascándose la barbilla—. Si dejamos las lanzas aquí abajo no servirán de mucho cuando empiece la verdadera lucha.

—Encontraré un modo de sacarlas —dijo Kaladin.

—Dices eso muchas veces —advirtió Cikatriz.

—Déjalo estar, Cikatriz —dijo Moash—. Sabe lo que está haciendo.

Kaladin parpadeó. ¿Acababa de defenderlo Moash? Cikatriz se ruborizó.

—No lo decía con esa intención, Kaladin. Estaba preguntando, eso es todo.

—Comprendo. Es… —Kaladin guardó silencio cuando vio a Syl revolotear en forma de lazo de luz.

Se posó en una roca que sobresalía de la pared y asumió su forma femenina.

—He encontrado otro grupo de cadáveres. Son casi todos parshendi.

—¿Algún arco? —preguntó Kaladin. Varios de sus hombres se lo quedaron mirando asombrados hasta que se dieron cuenta de que tenía fija la mirada en el aire. Entonces asintieron comprendiendo.

—Creo que sí —respondió Syl—. Está por aquí. No demasiado lejos.

Los hombres casi habían terminado ya con estos cadáveres.

—Recoged las cosas —dijo Kaladin—. He encontrado otro lugar que registrar. Tenemos que recoger cuanto podamos, y luego guardar algo en un abismo donde la corriente no lo arrastre.

Los hombres recogieron lo que habían encontrado, se cargaron los sacos al hombro y cada uno de ellos cargó con una lanza o dos. Momentos después, bajaron por el pestilente abismo, siguiendo a Syl. Dejaron atrás grietas en las antiguas paredes de roca donde habían quedado atrapados viejos huesos lavados por las tormentas, creando un montículo de fémures, tibias, cráneos y costillas cubiertos de moho. No se podía rescatar nada de ellos.

Un cuarto de hora más tarde, llegaron al lugar que había encontrado Syl. Un grupo de cadáveres parshendi yacía amontonado, mezclado con algún alezi ocasional de azul. Kaladin se arrodilló ante uno de los cadáveres humanos. Reconoció el estilizado glifopar de Dalinar Kholin cosido en la guerrera. ¿Por qué se había unido el ejército de Dalinar al de Sadeas en la batalla? ¿Qué había cambiado?

Kaladin indicó a los hombres que empezaran a registrar a los alezi mientras él se acercaba a uno de los cadáveres parshendi. Era mucho más reciente que el hombre de Dalinar. No encontraban tantos cadáveres parshendi como alezi. No solo había menos en cualquier batalla, sino que era menos probable que cayeran a la muerte en los abismos. Sigzil también pensaba que sus cuerpos eran más densos que los humanos, y no flotaban ni eran llevados tan fácilmente por la corriente.

Kaladin colocó el cadáver de lado, y la acción provocó un súbito siseo al fondo de los hombres del puente. Kaladin dio media vuelta y vio a Shen intentando abrirse paso con un extraño arrebato de pasión.

Teft se movió con rapidez, agarró a Shen por detrás y le hizo una presa sofocante. Los demás hombres se quedaron estupefactos, aunque varios asumieron sus poses de combate por reflejo.

Shen se debatió débilmente contra la presa de Teft. El parshmenio parecía diferente de sus primos muertos: de cerca, las diferencias eran mucho más obvias. Shen, como la mayoría de los parshmenios, era bajo y algo grueso. Recio, fuerte, pero no amenazador. El cadáver a los pies de Kaladin, sin embargo, era musculoso y con la constitución de un comecuernos, tan alto como Kaladin y mucho más ancho de hombros. Aunque los dos tenían la piel moteada, el parshendi tenía aquellos extraños brotes de armadura rojo oscuro en la cabeza, el pecho, los brazos y las piernas.

—Soltadlo —dijo Kaladin, curioso.

Teft lo miró, pero luego obedeció a regañadientes. Shen avanzó por el irregular terreno, y amablemente, pero con firmeza, apartó a Kaladin del cadáver. Shen se dio la vuelta, como para protegerlo de Kaladin.

—Ha hecho esto antes —informó Roca, acercándose—. Cuando Lopen y yo lo llevamos a buscar material.

—Protege los cadáveres parshendi, gancho —añadió Lopen—. Es capaz de apuñalarte cien veces por mover uno.

—Son todos así —dijo Sigzil desde atrás.

Kaladin se volvió, alzando una ceja.

—Los trabajadores parshmenios —explicó Sigzil—. Se les permite cuidar de sus propios muertos: es una de las pocas cosas por las que parecen apasionados. Se encolerizan si alguien más toca los cuerpos. Los envuelven en lino y los llevan a los bosques y los dejan sobre placas de piedra.

Kaladin observó a Shen. «Me pregunto…»

—Registrad a los parshendi —dijo a sus hombres—. Teft, probablemente tendrás que sujetar a Shen todo el tiempo. No puedo consentir que intente detenernos.

Teft le dirigió a Kaladin una mirada molesta: seguía pensando que deberían poner a Shen en la parte delantera del puente y dejarlo morir. Pero hizo lo que le decían, se acercó a Shen y recabó la ayuda de Moash para sujetarlo.

—Y sed respetuosos con los muertos —advirtió Kaladin.

—¡Son parshendi! —objetó Leyten.

—Lo sé. Pero molesta a Shen. Es uno de nosotros, así que mantengamos su irritación al mínimo.

El parshmenio bajó los brazos, reacio, y dejó que Teft y Moash se lo llevaran. Parecía resignado. Los parshmenios eran lentos de mollera. ¿Cuánto comprendía Shen?

—¿No querías encontrar un arco? —preguntó Sigzil, arrodillándose y sacando un arco corto y curvo de debajo de un cadáver parshendi—. Le falta la cuerda.

—Hay una en el morral de este tipo —dijo Mapas, sacando algo del cinturón de otro parshendi—. Podría servir todavía.

Kaladin aceptó el arma y la cuerda.

—¿Sabe alguien cómo usar esto?

Los hombres se miraron unos a otros. Los arcos eran inútiles para cazar la mayoría de las bestias de concha; las hondas funcionaban mucho mejor. El arco solo servía realmente para matar a otros hombres. Kaladin miró a Teft, que negó con la cabeza. No había sido entrenado en el arco, ni Kaladin tampoco.

—Es sencillo —dijo Roca, pasando por encima de un cadáver parshendi—. Pones la flecha en la cuerda. Apuntas. Tiras con fuerza. Sueltas.

—Dudo que sea tan fácil —dijo Kaladin.

—Apenas tenemos tiempo para entrenar a los chicos con la lanza, Kaladin —dijo Teft—. ¿Pretendes enseñarle a alguno el uso del arco? ¿Sin un maestro?

Kaladin no respondió. Guardó el arco y la cuerda en su morral, añadió unas cuantas flechas, y luego ayudó a los demás. Una hora más tarde, recorrían los abismos en dirección a las escaleras, las antorchas chisporroteando. El atardecer se les echaba encima. Cuanto más oscurecía, más desagradables se volvían los abismos. Las sombras aumentaban, y los sonidos lejanos (agua goteando, rocas cayendo, el viento ululando) adquirían un tono ominoso. Kaladin dobló un recodo, y un grupo de cremlinos de múltiples patas correteó por la pared y se ocultó en una fisura.

Los hombres hablaban en voz baja, pero Kaladin no participaba. De vez en cuando, miraba a Shen por encima del hombro. El silencioso parshmenio caminaba cabizbajo. Robar a los cadáveres parshendi lo había perturbado profundamente.

«Puedo usar eso —pensó Kaladin— ¿pero me atreveré?» Sería un riesgo. Y grande. Ya lo habían sentenciado una vez por alterar el equilibrio de las batallas de los abismos.

«Primero las esferas», pensó. Sacar de allí las esferas implicaría poder sacar otras cosas. Al cabo de un rato vio una sombra en las alturas, cruzando el abismo. Habían llegado al primero de los puentes permanentes. Kaladin avanzó un poco más con los otros, hasta que llegaron a un lugar donde la profundidad del abismo era menor.

Se detuvo allí. Los hombres se reunieron a su alrededor.

—Sigzil —señaló Kaladin—. Sabes algo de arcos. ¿Crees que sería muy difícil alcanzar ese puente con una flecha?

—He disparado de vez en cuando con un arco, Kaladin, pero no me considero un experto. Imagino que no debe de ser demasiado difícil. ¿Cuál es la distancia? ¿Quince metros?

—¿Pero para qué? —preguntó Moash.

Kaladin sacó la bolsa llena de esferas, y los miró alzando una ceja.

—Atamos la bolsa a la flecha, y luego la disparamos para que se clave en la parte inferior del puente. Entonces, cuando carguemos, Lopen y Dabbid podrán rezagarse para tomar un trago cerca de ese puente. Buscarán bajo la madera y sacarán la flecha. Y obtendremos las esferas.

Teft silbó.

—Astuto.

—Podríamos quedarnos con todas las esferas —dijo Moash, ansioso—. Incluso la…

—No —respondió Kaladin con firmeza—. Las menores serán ya bastante peligrosas: la gente podría empezar a preguntarse de dónde sacan tanto dinero los hombres de los puentes.

Tendría que comprar los suministros a diferentes boticarios para ocultar sus ingresos.

Moash pareció abatido, pero los demás se mostraban animosos.

—¿Quién quiere probar? —preguntó Kaladin—. Tal vez deberíamos intentar unos cuantos tiros de práctica antes y luego probar con la bolsa. ¿Sigzil?

—No sé si quiero esa responsabilidad —dijo Sigzil—. Tal vez deberías intentarlo tú, Teft.

Teft se frotó la barbilla.

—Claro, supongo, ¿será muy difícil?

—¿Muy difícil? —preguntó Roca de repente.

Kaladin se volvió. Roca estaba al fondo del grupo, aunque su altura hacía posible verlo. Estaba cruzado de brazos.

—¿Muy difícil, Teft? —repitió Roca—. Quince metros no es demasiado, pero no es un tiro fácil. ¿Y hacerlo con una bolsa de esferas atada a la flecha? ¡Ja! También necesitas que la flecha se clave cerca del lado del puente, para que Lopen pueda alcanzarla. Si fallas, podrías perder todas las esferas. ¿Y si los exploradores que hay cerca de los abismos ven salir la flecha del abismo? Les parecerá sospechoso, ¿no?

Kaladin miró al comecuernos. «Es sencillo, había dicho: apuntas…, sueltas…»

—Bueno —dijo Kaladin, mirando a Roca con el rabillo del ojo—. Supongo que tendremos que correr ese riesgo. Sin las esferas, los heridos morirán.

—Podríamos esperar a la siguiente carga —dijo Teft—. Atar una cuerda al puente y lanzarla, y luego atar la bolsa la próxima vez…

—¿Quince metros de cuerda? —dijo Kaladin categóricamente—. Comprar algo así llamaría mucho la atención.

—No, gancho —replicó Lopen—. Tengo un primo que trabaja en un sitio que vende cuerda. Podría conseguirla fácilmente, con dinero.

—Tal vez —dijo Kaladin—. Pero aún habría que esconderla, y luego bajarla al abismo sin que nadie la viera. ¿Y dejarla aquí colgando varios días? Se darían cuenta.

Los demás asintieron. Roca parecía muy incómodo. Con un suspiro, Kaladin sacó el arco y varias flechas.

—Tendremos que arriesgarnos con eso. Teft ¿por qué no…?

—Oh, por el fantasma de Kali'kalin —murmuró Roca—. Trae, dame el arco.

Se abrió paso entre los hombres del puente, y cogió el arco de manos de Kaladin, que ocultó una sonrisa.

Roca miró arriba, midiendo la distancia a la escasa luz. Colocó la cuerda, luego extendió una mano. Kaladin le tendió una flecha. Apuntó recto y disparó. La flecha voló veloz, golpeteando contra las paredes del abismo.

Roca asintió para sí, luego señaló la bolsa de Kaladin.

—Solo cinco esferas —dijo—. Más serían demasiado pesadas. Es una locura incluso con cinco. Llaneros locos.

Kaladin sonrió, luego contó cinco marcos de zafiro (en conjunto dos meses y medio de la paga de un hombre de los puentes) y los metió en otra bolsita. Se la tendió a Roca, quien sacó un cuchillo e hizo una muesca en la madera de la flecha, junto a la punta.

Cikatriz se cruzó de brazos y se apoyó contra la húmeda pared.

—Esto es robar, ¿sabéis?

—Sí —contestó Kaladin, mirando a Roca—. Y no me siento culpable en lo más mínimo. ¿Y tú?

—Para nada —dijo Cikatriz, sonriendo—. Supongo que cuando alguien intenta matarte, todas las expectativas sobre tu lealtad se las lleva la tormenta. Pero si alguien acude a Gaz…

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