Varios de los que estaban allí rodeándolos parecieron confundidos por esta afirmación.
—¡Aja! —dijo Adolin, señalando—. ¡Pero eso sucedió en el complejo del palacio del rey!
—En efecto —dijo Sadeas, alzando una ceja—. Muy agudo por tu parte, joven Kholin. Este descubrimiento, junto con las joyas rotas, significa algo. Sospecho que quien intentó matar a su majestad plantó en su armadura esquirlada gemas defectuosas para que se rompieran bajo tensión, perdiendo su luz tormentosa. Luego debilitaron la cincha de la silla con un corte cuidadoso con la esperanza de que su majestad cayera mientras combatía al conchagrande, lo que permitiría a la bestia atacarlo. Las gemas caerían, la armadura se rompería, y su majestad moriría por «accidente» mientras cazaba.
Sadeas alzó un dedo mientras la multitud empezaba a susurrar de nuevo.
—Sin embargo, es importante darse cuenta de que estos hechos (el cambio de la silla o la colocación de las gemas) deben de haber sucedido antes de que su majestad se reuniera con Dalinar. Considero que Dalinar es un sospechoso muy improbable. De hecho, pienso que el culpable es alguien a quien el brillante señor Dalinar ha ofendido. Ese alguien quería que todos pensáramos que él podría estar implicado. Puede que en realidad no pretendiera matar a su majestad, sino arrojar sospechas sobre Dalinar.
La isla quedó en silencio. Incluso los susurros se apagaron.
Dalinar permaneció en pie, aturdido. «¡Yo… tenía razón!»
Adolin finalmente rompió el silencio.
—¿Qué?
—Todas las pruebas señalan que tu padre es inocente, Adolin —dijo Sigzil, haciendo acopio de paciencia—. ¿Te parece sorprendente?
—No, pero… —Adolin frunció el ceño.
A su alrededor, los ojos claros empezaron a hablar, decepcionados. Empezaron a dispersarse. Los oficiales de Dalinar permanecieron tras él como si esperaran un ataque por sorpresa.
«Sangre de mis padres… —pensó Dalinar—. ¿Qué significa esto?»
Sadeas indicó a sus hombres que se llevaran al mozo de cuadra, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Elhokar y empezó a retirarse en dirección a las bandejas de la noche, donde había jarras de vino caliente y panes tostados. Dalinar alcanzó a Sadeas cuando este se servía un platito. Lo cogió por el brazo, sintiendo el suave tejido de la túnica de Sadeas bajo sus dedos.
Sadeas lo miró, alzando una ceja.
—Gracias —dijo Dalinar en voz baja—. Por no seguir adelante.
Tras ellos, la flautista empezó a tocar de nuevo.
—¿Por no seguir adelante con qué? —dijo Sadeas, soltando su platito y librándose de los dedos de Dalinar—. Esperaba hacer esta presentación después de haber descubierto pruebas más concretas de que no estabas implicado. Por desgracia, presionado como estaba, lo mejor que pude hacer fue indicar que era improbable que tuvieras nada que ver. Me temo que seguirá habiendo rumores.
—Espera. ¿Querías demostrar mi inocencia?
Sadeas hizo una mueca y volvió a recoger su plato.
—¿Sabes cuál es tu problema, Dalinar? ¿Por qué todo el mundo ha empezado a considerarte tan cansino?
Dalinar no respondió.
—La presuntuosidad. Te has vuelto despreciablemente pedante. Sí, le pedí a Elhokar este puesto para poder demostrar tu inocencia. ¿Te resulta tan difícil creer que alguien más en este ejército puede hacer algo honesto?
—Yo… —dijo Dalinar.
—Pues claro. Nos has estado mirando como alguien que estuviera sentado en lo alto de una hoja de papel y que se cree tan alto que puede ver durante kilómetros. Bien, creo que ese libro de Gavilar es crem, y que los Códigos son mentiras que la gente fingía seguir para poder justificar sus apergaminadas consciencias. Maldición, yo mismo tengo una de esa consciencias apergaminadas. Pero no quería verte puesto en entredicho por ese intento frustrado de matar al rey. ¡Si lo hubieras querido muerto, le habrías quemado los ojos y habrías acabado de una vez! —Sadeas dio un sorbo de su humeante vino violeta—. El problema es que Elhokar seguía y seguía hablando de esa maldita cincha. Y la gente empezó a hablar, ya que estaba bajo tu protección y los dos os alejasteis cabalgando juntos. Solo el Padre Tormenta sabe cómo pudieron pensar que intentarías asesinar a Elhokar. Apenas eres capaz de matar a los parshendi hoy en día.
Sadeas se metió un trocito de pan tostado en la boca, y entonces se dispuso a marcharse.
Dalinar volvió a cogerlo por el brazo.
—Yo…, estoy en deuda contigo. No tendría que haberte tratado como lo he hecho estos seis años.
Sadeas miró al cielo, masticando su pan.
—No ha sido solo por ti. Mientras todo el mundo pensara que estabas detrás del atentado, nadie descubriría quién quiso matar de verdad a Elhokar. Y alguien lo hizo, Dalinar. No acepto que ocho gemas se rompan en un combate. La cincha solo habría sido un intento de asesinato ridículo, pero con una armadura debilitada… Casi me siento tentado a creer que la llegada por sorpresa del abismoide estuvo también preparada. Pero no tengo ni idea de cómo pudo lograrse.
—¿Y el comentario de que querían implicarme? —preguntó Dalinar.
—Más que nada para darle a los demás algo con lo que chismorrear mientras averiguo qué está pasando de verdad —Sadeas miró la mano de Dalinar en su brazo—. ¿Quieres soltarme?
Dalinar retiró la mano.
Sadeas dejó su plato, alisó su túnica y se sacudió el hombro.
—No he renunciado a ti todavía, Dalinar. Probablemente voy a necesitarte antes de que todo esto acabe. Pero tengo que decir que no sé qué pensar de ti últimamente. Esos comentarios de que quieres abandonar el Pacto de la Venganza. ¿Hay algo de verdad en ello?
—Lo mencioné en confianza a Elhokar como medio de explorar opciones. De modo que, sí, hay algo de verdad en ello, si quieres saberlo. Estoy cansado de esta lucha. Estoy cansado de estas Llanuras, de estar lejos de la civilización, de matar a parshendi poco a poco. Sin embargo, he renunciado a la retirada. Quiero ganar. ¡Pero los altos príncipes no me hacen caso! Todos dan por hecho que intento dominarlos con algún truco retorcido.
Sadeas bufó.
—Eres de los que dan a un hombre un puñetazo en la cara antes que una puñalada por la espalda. Siempre directo.
—Alíate conmigo —le dijo Dalinar. Sadeas se detuvo—. Sabes que no voy a traicionarte, Sadeas. Confías en mí como los otros no podrán nunca hacerlo. Prueba lo que intento que accedan a hacer los otros altos príncipes. Ataca conmigo las mesetas.
—No funcionará —dijo Sadeas—. No hay ningún motivo para que más de un ejército participe en cada ataque. Ahora mismo dejo atrás a la mitad de mis tropas. No hay espacio para que maniobren más.
—Sí, pero piensa. ¿Y si probáramos nuevas tácticas? Las cuadrillas de tus puentes son rápidas, pero mis soldados son más fuertes. ¿Y si llegarais rápidamente a una meseta con una avanzadilla para contener a los parshendi? Podríais aguantar hasta que llegaran mis soldados, más lentos pero más fuertes.
Eso hizo vacilar a Sadeas.
—Podría significar una espada esquirlada, Sadeas.
Los ojos de Sadeas se mostraron ansiosos.
—Sé que has luchado contra portadores parshendi —dijo Dalinar, aferrándose a ese hilo—. Pero has perdido. Sin una espada esquirlada, estás en desventaja.
Los portadores parshendi tenían la costumbre de escapar después de entrar en batalla. Los lanceros regulares no podían matar a ninguno, naturalmente. Hacía falta un portador para matar a un portador.
—Yo he matado a dos en el pasado. Sin embargo, no tengo la oportunidad a menudo porque no puedo llegar a las mesetas con la suficiente rapidez. Tú sí puedes. Juntos podemos ganar más a menudo, y yo podré conseguirte una espada. Podemos hacer esto, Sadeas. Juntos. Como en los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos —dijo Sadeas, abstraído—. Me gustaría ver de nuevo al Aguijón Negro en batalla. ¿Cómo dividiríamos las gemas?
—Dos tercios para ti —dijo Dalinar—. Ya que tienes el doble de éxito que yo en los ataques.
Sadeas pareció pensativo.
—¿Y las espadas esquirladas?
—Si encontramos a un portador, Adolin y yo nos enfrentaremos a él. Tú ganarás la hoja. —Alzó un dedo—. Pero yo me quedaré con la armadura. Para dársela a mi hijo, Renarin.
—¿El inválido?
—¿Qué más te da? Ya tienes una armadura. Sadeas, esto podría significar ganar la guerra. Si empezamos a trabajar juntos, podríamos atraer a los demás, preparar un ataque a gran escala. ¡Tormentas! Tal vez ni siquiera necesitaríamos eso. Los dos tenemos los ejércitos más grandes: si pudiéramos encontrar un modo de alcanzar a los parshendi en una meseta lo bastante grande con el grueso de nuestras tropas…, rodeándolos para que no pudieran escapar, podríamos dañar sus fuerzas lo suficiente para poner fin a todo esto.
Sadeas reflexionó sobre esto. Luego se encogió de hombros.
—Muy bien. Envíame los detalles con un mensajero. Pero hazlo más tarde. Ya me he perdido demasiado del banquete de esta noche.
«Una mujer se sienta y se rasca los ojos. Hija de reyes y vientos, vándala.»
Fechado Palahevan, 1173, 73 segundos antes de la muerte. Sujeto: un mendigo de cierto renombre, conocido por sus elegantes canciones.
Una semana después de perder a Dunny, Kaladin se encontraba en otra meseta, contemplando el progreso de una batalla. Esta vez, sin embargo, no tuvo que salvar a los moribundos: habían llegado antes que los parshendi. Un hecho raro pero apreciado. El ejército de Sadeas estaba ahora desplegado en el centro de la meseta, protegiendo la crisálida mientras algunos de sus soldados la cortaban.
Los parshendi seguían saltando sobre la línea y atacando a los hombres que trabajaban en la crisálida. «Van a rodearlo», pensó Kaladin. No tenía buen aspecto, lo que significaba un terrible camino de vuelta. Los hombres de Sadeas ya lo pasaban mal cuando, al llegar segundos, fueron repelidos. Perder la gema después de llegar primeros…, los haría sentirse aún más frustrados.
—¡Kaladin! —llamó una voz.
Kaladin se volvió y vio que Roca llegaba corriendo. ¿Había algún herido?
—¿Has visto eso? —señaló el comecuernos.
Otro ejército se acercaba por una meseta adyacente. Kaladin alzó las cejas: los estandartes ondeaban en azul, y los soldados eran obviamente alezi.
—Un poco tarde ¿no? —preguntó Moash, acercándose a Kaladin.
—Eso parece.
De vez en cuando algún príncipe llegaba después que Sadeas a la meseta. Pero lo más habitual era que Sadeas fuera el primero y los otros alezi tuvieran que darse media vuelta. Normalmente no se acercaban tanto antes de hacerlo.
—Ese es el estandarte de Dalinar Kholin —dijo Cikatriz, reuniéndose con ellos.
—Dalinar —dijo Moash, apreciativamente—. Dicen que no emplea hombres de los puentes.
—¿Cómo cruza entonces los abismos? —preguntó Kaladin.
La respuesta quedó clara pronto. Este nuevo ejército tenía enormes puentes parecidos a torres de asalto tirados por chulls. Avanzaban por las irregulares mesetas, a menudo rodeando las oquedades en la piedra. «Deben de ser terriblemente lentos», pensó Kaladin. Pero, a cambio, el ejército no tenía que acercarse al abismo mientras les disparaban. Podían esconderse detrás de aquellos puentes.
—Dalinar Kholin —dijo Moash—. Dicen que es un auténtico ojos claros, como los hombres de antaño. Un hombre de honor y palabra.
Kaladin hizo una mueca.
—He visto a muchos ojos claros con la misma reputación, y siempre me han decepcionado. Ya os hablaré alguna vez del brillante señor Amaram.
—¿Amaram? —preguntó Cikatriz—. ¿El portador de esquirlada?
—¿Has oído hablar de eso? —preguntó Kaladin.
—Claro. Dicen que viene de camino. Todo el mundo habla de eso en las tabernas. ¿Estabas con él cuando ganó sus esquirladas?
—No —dijo Kaladin en voz baja—. No estaba nadie.
El ejército de Dalinar Kholin se acercaba por la meseta al sur. Sorprendentemente, llegó hasta la meseta donde tenía lugar la batalla.
—¿Va a atacar? —dijo Moash, rascándose la cabeza—. Tal vez piensa que Sadeas va a perder, y quiere probar suerte después de que se retire.
—No —respondió Kaladin, el ceño fruncido—. Va a unirse a la batalla.
El ejército parshendi envió algunos arqueros a disparar contra el ejército de Dalinar, pero sus flechas rebotaron en los chulls sin causar ningún daño. Un grupo de soldados desenganchó los puentes y los colocó en su sitio mientras los arqueros de Dalinar se apostaban e intercambiaban disparos de flecha con los parshendi.