El camino de los reyes (36 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Ellos lo miraron con incredulidad. Finalmente, un hombre de miembros gruesos al fondo soltó una risotada. Tenía la piel bronceada, el pelo rojo, y casi medía más de dos metros de altura, con brazos grandes y torso poderoso. Los unkalaki (conocidos simplemente como los comecuernos por la mayoría) eran un grupo de pueblos del centro de Roshar, cerca de Jah Keved. Se había identificado como «Roca» la noche anterior.

—¡Loco! —dijo el comecuernos—. ¡Este loco se cree ahora que nos dirige!

Soltó una carcajada. Los otros lo imitaron, sacudiendo la cabeza ante el discurso de Kaladin. Unos cuantos risaspren (espíritus plateados como pececillos que corrían por el aire en pautas circulares) empezaron a revolotear entre ellos.

—Eh, Gaz —llamó Moash, haciéndose bocina con las manos.

El sargento tuerto charlaba con unos soldados cerca.

—¿Qué? —replicó Gaz con una mueca.

—Este quiere que carguemos puentes como práctica. ¿Tenemos que hacer lo que dice?

—Bah —dijo Gaz, agitando una mano—. Los jefes de puente solo tienen autoridad en el campo.

Moash se volvió a mirar a Kaladin.

—Parece que puedes perderte en la tormenta, amigo. A menos que quieras someternos a todos a base de golpes.

Rompieron la fila, algunos hombres volvieron al barracón, otros se dirigieron a los comedores. Kaladin se quedó solo.

—Eso no ha salido tan bien —dijo Syl desde su hombro.

—No, la verdad es que no.

—Pareces sorprendido.

—No, solo frustrado.

Miró a Gaz. El sargento del puente le dio la espalda.

—En el ejército de Amaram, me entregaban hombres sin experiencia, pero nunca fueron descaradamente insubordinados.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Syl. Una pregunta inocente. La respuesta tendría que haber sido obvia, pero ella ladeaba la cabeza, confundida.

—Los hombres del ejército de Amaram sabían que había sitios peores a los que podían ir. Los podías castigar. Los hombres del puente saben que han llegado a lo más bajo. —Con un suspiro, dejó que parte de su tensión se ventilara—. Tengo suerte de haberlos sacado del barracón.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—No lo sé. —Kaladin miró hacia un lado, donde Gaz todavía estaba charlando con los soldados—. Bueno, sí.

Gaz vio que Kaladin se acercaba y el horror y la urgencia se reflejaron en sus ojos. Terminó su conversación y se dispuso rápidamente a rodear un puñado de troncos.

—Syl —dijo Kaladin—, ¿podrías seguirlo por mí?

Ella sonrió y se convirtió en una fina línea blanca que surcó el aire y dejó un rastro que se desvaneció lentamente. Kaladin se detuvo donde antes estaba Gaz.

Syl regresó poco después y volvió a asumir su forma de muchacha.

—Está escondido entre esos dos barracones —señaló—. Está agazapado allí, esperando a ver si lo sigues.

Con una sonrisa, Kaladin tomó el camino largo para rodear los barracones. En el callejón encontró a una figura escondida en las sombras, mirando en la otra dirección. Kaladin avanzó con sigilo y agarró a Gaz por el hombro. El sargento dejó escapar un gritito, giró, intentó dar un golpe. Kaladin detuvo el puño con facilidad. Gaz miró a Kaladin lleno de horror.

—¡No iba a mentir! Que te lleve la tormenta, no tienes autoridad más que en el campo. Si me vuelves a hacer daño, haré que te…

—Cálmate, Gaz —dijo Kaladin, soltándolo—. No voy a hacerte daño. Todavía no, al menos.

El sargento retrocedió, frotándose el hombro, sin dejar de mirar con mala cara a Kaladin.

—Hoy es tercer pase —dijo Kaladin—. Día de paga.

—Recibirás tu paga dentro de una hora, como todos los demás.

—No. La llevas encima, te vi hablar con el correo antes.

Extendió una mano.

Gaz gruñó, pero sacó una bolsa y contó esferas. Diminutas luces blancas brillaban en sus centros. Marcos de diamante, cada uno por valor de cinco chips de diamante. El precio de una hogaza de pan era un chip.

Gaz contó cuatro marcos, aunque la semana tenía cinco días. Se los entregó a Kaladin, pero este dejó la mano abierta, la palma tendida.

—El otro, Gaz.

—Dijiste…

—¡Ahora!

Gaz dio un respingo y sacó entonces una esfera.

—Tienes una extraña forma de cumplir tu palabra, alteza. Me prometiste…

Guardó silencio cuando Kaladin cogió la esfera que le acababa de dar y se la devolvió.

Gaz frunció el ceño.

—No te olvides de dónde viene esto, Gaz. Cumpliré mi promesa, pero no eres tú quien se queda con parte de mi paga. Soy yo quien te la da. ¿Entendido?

Gaz parecía confundido, aunque cogió rápidamente la esfera de la mano de Kaladin.

—Si me sucede algo, el dinero se acabará —dijo Kaladin, guardándose en el bolsillo las otras cuatro esferas. Luego dio un paso adelante. Era un hombre alto, y se alzó sobre Gaz, que era mucho más bajo—. Recuerda nuestro trato. Mantente apartado de mi camino.

Gaz se negó a dejarse intimidar. Escupió a un lado, y el oscuro gargajo se quedó pegado a la pared de madera y resbaló lentamente.

—No voy a mentir por ti. Si crees que un marco de mierda a la semana me…

—Solo espero lo que dije. ¿Qué trabajo tiene que hacer hoy el Puente Cuatro en el campamento?

—La cena. Limpiar y fregar.

—¿Y el turno del puente?

—El de la tarde.

Eso significaba que la mañana estaría libre. A la cuadrilla le gustaría: podrían pasar el día de paga perdiendo esferas en el juego o visitando a las putas, quizás olvidando durante unos instantes las vidas miserables que llevaban. Tendrían que volver para el trabajo de la tarde, a esperar en el aserradero por si hay una carga. Después de la cena, se pondrían a limpiar ollas.

Otro día malgastado. Kaladin se dispuso a regresar al aserradero.

—No vas a cambiar nada —le dijo Gaz—. No eres un jefe de pelotón del campo de batalla. Eres un simple hombre del puente. ¿Me oyes? ¡No puedes tener autoridad sin rango!

Kaladin dejó el callejón atrás.

—Se equivoca.

Syl se plantó delante de su cara, flotando mientras él avanzaba. Lo miró ladeando la cabeza.

—La autoridad no viene del rango —dijo Kaladin, acariciando las esferas que tenía en el bolsillo.

—¿De dónde viene?

—De los hombres que te la dan. Es la única forma de conseguirla —volvió la mirada atrás. Gaz no había dejado todavía el callejón.

—Syl, tú no duermes, ¿verdad?

—¿Dormir? ¿Un spren? —Parecía divertida por la idea.

—¿Quieres vigilarme esta noche? ¿Asegurarte de que Gaz no se cuela en el barracón e intenta algo mientras estoy dormido? Puede que intente asesinarme.

—¿Crees que haría una cosa así?

Kaladin lo pensó un instante.

—No. Probablemente no. He conocido a una docena de hombres como él, pequeños matones con apenas el poder suficiente para resultar molestos. Gaz es un bribón, pero no creo que sea un asesino. Además, en su opinión, no tiene que hacerme daño: solo tiene que esperar a que me maten en el puente. Con todo, es mejor asegurarse. Vigílame, por favor. Despiértame si intenta algo.

—Claro. ¿Pero y si acude a hombres más importantes y les dice que te ejecuten?

Kaladin hizo una mueca.

—Entonces no hay nada que hacer. Pero no creo que haga eso. Lo haría parecer débil ante sus superiores.

Además, la decapitación quedaba reservada a los hombres de los puentes que no cargaban contra los parshendi. Mientras él lo hiciera, no lo ejecutarían. De hecho, los líderes del ejército parecían vacilar a la hora de castigar en demasía a los hombres de los puentes. Un hombre había cometido un asesinato hacía poco y lo habían colgado a la intemperie durante una alta tormenta. Pero aparte de eso, todo lo que Kaladin había visto era quitar sus ganancias a unos pocos hombres por pelear, y un par fueron azotados por ser demasiado lentos durante las primeras fases de una carga con el puente.

Castigos mínimos. Los líderes de este ejército comprendían. Las vidas de los hombres de los puentes eran lo más cercanas a la desesperanza que era posible: empújalos demasiado y podrían dejar de preocuparse y dejarse matar.

Por desgracia, eso significaba que no había gran cosa que Kaladin pudiera hacer por castigar a su propia cuadrilla, aunque tuviera esa autoridad. Tenía que motivarlos de otro modo. Cruzó el patio del aserradero hacia el lugar donde los carpinteros estaban construyendo nuevos puentes. Tras buscar un poco, encontró lo que quería: un grueso tablón que esperaba ser encajado en un puente portátil. En un lado habían clavado ya un asidero.

—¿Puedo llevarme esto? —le preguntó a un carpintero.

El hombre alzó una mano para rascarse la cabeza cubierta de serrín.

—¿Llevártelo?

—Estaré aquí mismo —explicó Kaladin, alzando el tablón y cargándoselo al hombro. Era más pesado de lo que había esperado, y agradeció la hombrera de su chaleco de cuero.

—Nos hará falta… —dijo el carpintero, pero no puso objeción suficiente para que Kaladin no se marchara con el tablón.

Eligió una extensión plana de roca directamente delante del barracón. Entonces empezó a trotar de un extremo del patio del aserradero al otro, cargando con el tablón, sintiendo el calor del sol naciente en su piel. Fue de un lado a otro, de un lado a otro. Practicó carrera, caminar y trotar. Practicó llevar el tablón al hombro, luego alzado, los brazos extendidos.

Se esforzó a fondo. De hecho, estuvo a punto de desplomarse en varias ocasiones, pero cada vez que lo hacía encontraba una reserva de fuerzas en alguna parte. Así que siguió moviéndose, los dientes apretados contra el dolor y la fatiga, contando los pasos para concentrarse. El aprendiz de carpintero con el que había hablado trajo a un supervisor, que se rascó la cabeza por debajo de la gorra al contemplar a Kaladin. Finalmente, se encogió de hombros, y los dos se retiraron.

No había pasado mucho rato y ya había atraído a una pequeña multitud. Trabajadores del aserradero, algunos soldados y gran número de hombres de los puentes. Algunos de las otras cuadrillas se burlaron de él, pero los miembros del Puente Cuatro se mostraron más comedidos. Muchos lo ignoraron. Otros (el canoso Teft, el juvenil Dunny, varios más) se quedaron mirándolo, como si no pudieran creer lo que estaba haciendo.

Esas miradas, por aturdidas y hostiles que fueran, formaban parte de lo que mantenía a Kaladin en movimiento. También corría para ventear su frustración, aquel caldero de rabia que ardía en su interior. Furia consigo mismo por fallarle a Tien. Furia contra el Todopoderoso por haber creado un mundo donde algunos morían llenos de lujo mientras otros lo hacían cargando puentes.

Le pareció sorprendentemente bueno agotarse de ese modo que él mismo escogía. Se sintió igual que aquellos primeros meses después de la muerte de Tien, cuando se entrenó con la lanza para olvidar. Cuando sonaron las campanas de mediodía, llamando a los soldados a almorzar, Kaladin por fin se detuvo y soltó el gran tablón en el suelo. Se frotó el hombro. Llevaba horas marchando. ¿Dónde había encontrado las fuerzas?

Corrió al puesto de carpintero, goteando de sudor, y tomó un largo sorbo del barril de agua. Los carpinteros normalmente reprendían a los hombres de los puentes que lo hacían, pero ninguno dijo una sola palabra mientras Kaladin tragaba dos cazos llenos de agua de lluvia de sabor metálico. Soltó el cazo y asintió a un par de aprendices antes de volver trotando hacia donde había dejado el tablón.

Roca (el comecuernos grandullón de piel bronceada) lo estaba sopesando, el ceño fruncido.

Teft advirtió a Kaladin, y luego le hizo un gesto a Roca.

—Nos apostó unos cuantos chips a cada uno a que habías usado un tablón liviano para impresionarnos.

Si pudieran haber sentido su cansancio, no se habrían mostrado tan escépticos. Se obligó a quitarle el tablón a Roca. El grandullón lo soltó con una mirada se asombro, y vio cómo Kaladin corría con él para devolverlo al lugar donde lo había encontrado. Le dio las gracias al aprendiz, y luego trotó de vuelta con el grupito de hombres del puente. Roca pagaba a regañadientes los chips de su deuda.

—Podéis ir a almorzar —les dijo Kaladin—. Nos toca servicio de puente esta tarde, así que volved aquí dentro de una hora. Reunión en el comedor a la última campanada antes de la puesta de sol. Nuestro trabajo en el campamento es hoy limpiar después de la cena. El último en llegar se encarga de los orinales.

Le dirigieron una mirada divertida mientras se marchaba. Dos calles más allá, se desvió hacia un callejón y se apoyó contra la pared. Entonces, jadeando, se dejó caer al suelo y se tumbó.

Sentía como si hubiera esforzado todos los músculos de su cuerpo. Le ardían las piernas, y cuando intentó cerrar el puño, notó los dedos demasiado débiles para conseguirlo del todo. Inspiró y espiró profundamente, tosiendo. Un soldado que pasaba lo miró, pero cuando vio sus ropas, se marchó sin decir palabra.

Al cabo de un rato, Kaladin sintió un suave contacto en el pecho. Abrió los ojos y encontró a Syl tumbada en el aire, la carita hacia la suya. Sus pies se dirigían a la pared, pero su postura (de hecho, la forma en que flotaba su vestido) hacía que pareciera cono si estuviera de pie, no tendida boca abajo.

—Kaladin, tengo que decirte algo.

Él volvió a cerrar los ojos.

—¡Kaladin, es importante!

Sintió una leve descarga de energía en el párpado. Fue una sensación muy extraña. Gruñó, abrió los ojos y se obligó a sentarse en el suelo. Ella caminó por el aire, como si rodeara una esfera invisible, hasta que quedó de pie en la dirección correcta.

—He decidido que me alegra que cumplieras tu palabra con Gaz, aunque sea una persona repulsiva.

Kaladin tardó un instante en advertir de qué estaba hablando.

—¿Las esferas?

Ella asintió.

—Creí que ibas a romper tu palabra, pero me alegra que no lo hicieras.

—Muy bien. Bueno, gracias por decírmelo.

—Kaladin —dijo ella, petulante, las manos en las caderas—. Esto es importante.

—Yo… —guardó silencio, y entonces apoyó de nuevo la cabeza contra la pared—. Syl, apenas puedo respirar, mucho menos pensar. Por favor. Dime qué te molesta.

—Sé lo que es una mentira —dijo ella, acercándose y sentándose sobre su rodilla—. Hace unas semanas, ni siquiera comprendía el concepto de lo que es mentir. Pero ahora me alegro de que no mintieras. ¿No lo ves?

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