El camino de los reyes (40 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Sadeas entornó los ojos.

—¿Así que vamos a resucitar eso ahora? ¿Como antiguos amantes que se cruzan inesperadamente en una fiesta?

El padre de Adolin no respondió. Una vez más, Adolin se sintió aturdido por la relación de su padre con Sadeas. Sus pullas eran genuinas: solo había que mirarlos a los ojos para ver que apenas podían soportarse el uno al otro.

Y sin embargo aquí estaban, aparentemente planeando y ejecutando una manipulación conjunta de otro alto príncipe.

—Protegeré al muchacho a mi manera —dijo Sadeas—. Tú hazlo a la tuya. Pero no te quejes sobre su paranoia cuando insistes en acostarte con el uniforme puesto, por si los parshendi deciden de pronto, contra toda razón y precedente, atacar los campamentos. «No sé de dónde sale», desde luego.

—Vámonos, Adolin —dijo Dalinar, volviéndose para marcharse. Adolin lo siguió.

—Dalinar —llamó Sadeas.

Dalinar dudó un momento y se volvió.

—¿Lo has descubierto ya? —preguntó Sadeas—. ¿Por qué escribió él aquello?

Dalinar negó con la cabeza.

—No vas a encontrar la respuesta. Es una locura de misión, viejo amigo. Y te está haciendo pedazos. Sé lo que te ocurre durante las tormentas. Tu mente se desquicia por toda la tensión que acumulas.

Dalinar continuó su camino. Adolin corrió tras él. ¿Qué había sido aquello? ¿Por qué escribió «él»? Los hombres no escribían. Adolin abrió la boca para preguntar, pero pudo captar el estado de ánimo de su padre. No era el momento de insistir.

Caminó con Dalinar hasta un pequeño promontorio en la meseta. Llegaron a la cima, y desde allí contemplaron el abismoide caído. Los hombres de Dalinar continuaban cosechando su carne y su caparazón.

Permanecieron allí arriba durante un rato. Adolin rebosaba de preguntas, pero fue incapaz de formularlas.

Al cabo de un rato, Dalinar habló.

—¿Te he dicho alguna vez cuáles fueron las últimas palabras de Gavilar?

—No. Siempre me he preguntado qué pasó esa noche.

—«Hermano, sigue los Códigos esta noche. Hay algo extraño en los vientos.» Eso es lo que me dijo, lo último que me dijo justo antes de que empezáramos la celebración por la firma del tratado.

—No sabía que tío Gavilar seguía los Códigos.

—Es quien primero me los enseñó. Los encontró como reliquia de la antigua Alezkar, cuando nos unimos por primera vez. Empezó a seguirlos poco antes de morir. —Dalinar vaciló—. Fueron días extraños, hijo. Jasnah y yo no estábamos seguros de qué pensar de los cambios de Gavilar. En ese momento, los Códigos me parecían una tontería, incluso el que ordenaba que un oficial evitara la bebida durante la guerra. Sobre todo ese. —Su voz se volvió aún más baja—. Yo estaba en el suelo, inconsciente, cuando asesinaron a Gavilar. Puedo recordar voces, intentar despertarme, pero estaba demasiado afectado por el vino. Tendría que haber estado allí para ayudarlo. Miró a Adolin.

—No puedo vivir en el pasado. Es una locura hacerlo. Me responsabilizo de la muerte de Gavilar, pero no hay nada que se pueda hacer por él ahora.

Adolin asintió.

—Hijo, sigo pensando que si consigo que sigas los Códigos el tiempo suficiente, verás, como he visto yo, su importancia. Esperemos que no necesites un ejemplo tan dramático como yo. Pero tienes que comprender. Hablas de Sadeas, de derrotarlo, de competir con él. ¿Sabes la parte que tuvo que ver Sadeas en la muerte de mi hermano?

—Fue el señuelo —dijo Adolin. Sadeas, Gavilar y Dalinar fueron buenos amigos hasta la muerte del rey. Todo el mundo lo sabía. Habían conquistado Alezkar juntos.

—Sí. Estaba con el rey y escuchó a los soldados gritar que atacaba un portador de esquirlada. La idea del señuelo fue un plan de Sadeas: se puso una de las túnicas de Gavilar y huyó en lugar de Gavilar. Lo que hizo fue suicida. Sin armadura, hizo que un asesino portador de esquirlada lo persiguiera. Creo sinceramente que fue una de las cosas más valientes que he visto hacer a un hombre.

—Pero fracasó.

—Sí. Y hay una parte de mí que nunca podrá perdonar a Sadeas por ese fracaso. Sé que es irracional, pero debería de haber estado allí, con Gavilar. Igual que yo. Los dos le fallamos a nuestro rey, y no podemos perdonarnos el uno al otro. Pero los dos seguimos unidos en una cosa. Hicimos un juramento ese día. Protegeríamos al hijo de Gavilar. No importaba a qué precio, ni importaba qué otras cosas se interpusieran entre nosotros…, protegeríamos a Elhokar.

»Y por eso estoy aquí en estas Llanuras. No es por las riquezas ni por la gloria. No me interesan esas cosas, ya no. He venido por el hermano al que amaba, y por el sobrino al que amo por propio derecho. Y, en cierto modo, eso es lo que nos divide y nos une a Sadeas y a mí. Sadeas piensa que la mejor manera de proteger a Elhokar es matar a los parshendi. Se dedica con todas sus fuerzas, junto con sus hombres, a conquistar estas mesetas y luchar. Creo que una parte de él piensa que rompo mi juramento al no hacer lo mismo.

»Pero esa no es la manera de proteger a Elhokar. Necesita un trono estable, aliados que lo apoyen, no altos príncipes que compitan entre ellos. Crear una Alezkar fuerte lo protegerá mejor que matar a nuestros enemigos. Esa es la obra de la vida de Gavilar, unir a los altos príncipes…

Guardó silencio. Adolin esperó a que siguiera contando más, pero no lo hizo.

—Sadeas —dijo Adolin finalmente—. Me… sorprende que digas que es valiente.

—Lo es. Y astuto. A veces, cometo el error de dejar que sus manierismos y su extravagante forma de vestir me hagan subestimarlo. Pero hay un buen hombre en su interior, hijo. No es nuestro enemigo. Podemos ser mezquinos a veces, los dos. Pero él trabaja para proteger a Elhokar, así que te pido que respetes eso.

¿Cómo se respondía a una cosa así? «¿Lo odias, pero me pides que yo no lo haga?»

—Muy bien —dijo Adolin—. Me contendré. Pero sigo sin fiarme de él, padre. Por favor. Al menos considera la posibilidad de que no esté tan entregado como lo estás tú, de que te esté engañando.

—Muy bien. Lo consideraré.

Era algo. Adolin asintió.

—¿Qué es eso que dijo al final? ¿Algo sobre un escrito?

Dalinar titubeó.

—Es un secreto que compartimos él y yo. Aparte de nosotros, solo Jasnah y Elhokar lo saben. He pensado durante mucho tiempo si debería contártelo, ya que ocuparás mi lugar si caigo. Te he contado las últimas palabras que me dijo mi hermano.

—Pidiéndote que siguieras los Códigos.

—Sí. Pero hay más. Hay algo más que me dijo, pero no con palabras dichas. Esas otras palabras… las escribió.

—¿Gavilar sabía escribir?

—Cuando Sadeas descubrió el cuerpo del rey, encontró palabras escritas en un fragmento de tabla, usando la propia sangre de Gavilar. «Hermano, decía. Debes encontrar las palabras más importantes que puede decir un hombre.» Sadeas escondió el fragmento, y más tarde hicimos que Jasnah leyera las palabras. Si es cierto que sabía escribir (y otras posibilidades parecen imposibles) fue un secreto vergonzoso que ocultamos. Como decía, sus acciones se hicieron extrañas al final de su vida.

—¿Y qué significan esas palabras?

—Es una cita. De un antiguo libro llamado
El camino de los reyes
.

A Gavilar le dio por leer el volumen al final de su vida: me hablaba de él a menudo. No me di cuenta de que la cita era de allí hasta hace poco: Jasnah lo descubrió por mí. Ahora he hecho que me lean el libro unas cuantas veces, pero hasta el momento no he encontrado nada que explique por qué escribió lo que escribió —hizo una pausa—. El libro era utilizado por los Radiantes como una especie de guía, un libro de consejos sobre cómo vivir sus vidas.

¿Los Radiantes? «¡Padre Tormenta!», pensó Adolin. Los delirios de su padre habían…, a menudo parecían tener algo que ver con los radiantes. Esto era una nueva prueba de que los delirios estaban relacionados con la culpa que sentía por la muerte de su hermano.

¿Pero, qué podía hacer Adolin para ayudar?

Pisadas metálicas en el terreno rocoso. Adolin dio media vuelta y luego asintió respetuoso cuando vio al rey acercarse, todavía llevando su armadura dorada, aunque se había quitado el yelmo. Era varios años mayor que Adolin, y tenía un rostro astuto y nariz prominente. Algunos decían que veían en él un porte regio, y las mujeres le habían confesado a Adolin que encontraban al rey bastante guapo.

No tan guapo como Adolin, naturalmente. Pero guapo de todas formas.

El rey, sin embargo, estaba casado: su esposa la reina dirigía sus asuntos en Alezkar.

—Tío —dijo Elhokar—. ¿No podemos ponernos en camino? Estoy seguro de que los portadores de esquirlada podríamos saltar el abismo. Tú y yo podríamos volver al campamento en poco tiempo.

—No dejaré a mis hombres, majestad —dijo Dalinar—. Y dudo que quieras correr solo por las mesetas durante horas, expuesto, y sin los guardias apropiados.

—Supongo —contestó el rey—. Sea como sea, quiero darte las gracias por tu valentía de hoy. Parece que te debo la vida una vez más.

—Mantenerte con vida es otra cosa que tengo por costumbre, majestad.

—Me alegro de ello. ¿Has investigado ese asunto que te dije? —señaló con la cabeza la cincha, que Adolin tenía todavía en la mano enguantada.

—Lo he hecho.

—¿Y bien?

—No pudimos decidirlo, majestad —dijo Dalinar, cogiendo la correa y entregándosela al rey—. Puede que la hayan cortado. El desgaste es más acusado por un lado. Como si se hubiera debilitado hasta el punto de rasgarse.

—¡Lo sabía! —Dalinar Elhokar—. Puedo verlo con claridad, aquí mismo. Insisto, tío. Alguien intenta matarme. Van a por mí, igual que fueron a por mi padre.

—No creerás que los parshendi son responsables —dijo Dalinar, sorprendido.

—No sé quién es responsable. Tal vez alguien de esta misma cacería.

Adolin frunció el ceño. ¿Qué estaba dando a entender Adolin? La mayoría de los miembros de la cacería eran hombres de Dalinar.

—Majestad, examinaremos este asunto —dijo Dalinar sinceramente—. Pero tienes que estar dispuesto a aceptar que puede que solo haya sido un accidente.

—No me crees —dijo Elhokar llanamente—. Nunca me crees.

Dalinar inspiró profundamente, y Adolin pudo ver que su padre tuvo que esforzarse por controlarse.

—No estoy diciendo eso. Incluso una amenaza potencial a tu vida me preocupa mucho. Pero sugiero que evites sacar conclusiones apresuradas. Adolin ha señalado que esta sería una forma terriblemente torpe de intentar matarte. Una caída del caballo no es una amenaza seria para un hombre que lleva armadura.

—Sí ¿pero y durante una cacería? —dijo Elhokar—. Tal vez querían que el abismoide me matara.

—En teoría no correríamos peligro en la cacería —repuso Dalinar—. Teníamos que acribillar al conchagrande desde lejos, y luego acercarnos a él y rematarlo.

Elhokar entornó los ojos, y miró primero a Dalinar y luego a Adolin. Fue casi como si el rey recelara de ellos. La mirada desapareció en un segundo. ¿Lo había imaginado Adolin? «¡Padre Tormenta!», pensó.

Desde atrás, Vamah empezó a llamar al rey. Elhokar lo miró y asintió.

—Esto no ha terminado, tío —le dijo a Dalinar—. Examina esa correa.

—Lo haré.

El rey le devolvió la correa y se marchó, la armadura tintineando.

—Padre —dijo Adolin inmediatamente— ¿has visto…?

—Ya hablaré con él cuando no esté tan tenso.

—Pero…

—Ya hablaré con él, Adolin. Examina la correa. Y reúne a hombres —indicó algo en el lejano oeste—. Creo que eso es la cuadrilla que viene con el puente.

«Por fin», pensó Adolin, siguiendo su mirada. Un grupito d guras cruzaba la meseta en la distancia, portando el estandarte de Dalinar y dirigiendo a una cuadrilla que cargaba uno de los puentes móviles de Sadeas. Habían mandado llamar a una de esas, ya que eran más rápidas que las de Dalinar, que tiraban con chulls de puentes más grandes.

Adolin corrió a dar las órdenes, aunque estaba distraído con órdenes de su padre, las últimas palabras de Gavilar, y ahora la mirada desconfiada del rey. Parecía que tendría muchas cosas sobre las reflexionar en el largo camino de vuelta a los campamentos.

Dalinar contempló cómo Adolin corría a cumplir sus órdenes peto del muchacho todavía tenía una telaraña de grietas, aunque ha dejado de filtrar luz tormentosa. La armadura se repararía sola con tiempo. Podría reformarse aunque estuviera completamente rota.

Al muchacho le gustaba quejarse, pero era el mejor hijo que p esperar un hombre, con iniciativa y fuerte sentido del mando. Los dados lo apreciaban. Tal vez se mostraba un poco demasiado amistoso con ellos, pero eso podía perdonarse. Incluso su apasionamiento se podía perdonar, suponiendo que aprendiera a canalizarlo.

Dalinar dejó al joven con su trabajo y fue a ver cómo estaba
Galante
. Encontró al ryshadio con los mozos, que habían levantado corral en la zona sur de la meseta. Habían vendado las heridas del bailo, que ya no cojeaba.

Dalinar palmeó al gran corcel en el cuello y miró aquellos profundos ojos negros. El caballo parecía avergonzado.

—No fue culpa tuya que me desmontaras,
Galante
—dijo Dalinar con voz tranquilizadora—. Me alegra que no hayas resultado malherido.

Se volvió hacia un mozo cercano.

—Dale comida extra esta tarde, y dos meloncillos dulces.

—Sí, mi brillante señor. Pero no comerá comida extra. Nunca lo hace si intentamos dársela.

—La comerá esta noche —dijo Dalinar, palmeando de nuevo el cuello del ryshadio—. Solo la come cuando considera que se la merece, hijo.

El mozo pareció sorprendido. Como casi todos ellos, pensaba que los ryshadios eran solo otra raza de caballos. Un hombre apenas podía comprenderlo hasta que un ryshadio lo había aceptado como jinete. Era como llevar una armadura esquirlada, una experiencia completamente indescriptible.

—Te comerás esos dos meloncillos dulces —dijo Dalinar, señalando al caballo—. Te los mereces.

Galante
resopló.

—Hazlo —dijo Dalinar. El caballo piafó, contento. Dalinar comprobó la pata y luego se volvió hacia el mozo—. Cuida bien de él, hijo. Montaré otro caballo para el regreso.

—Sí, mi brillante señor.

Le trajeron una montura: una recia yegua de color rojizo. Tuvo mucho cuidado al montar. Los caballos corrientes siempre le parecían frágiles.

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