El camino de los reyes (41 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El rey salió cabalgando tras el primer pelotón, con Sagaz a su lado. Dalinar advirtió que Sadeas cabalgaba detrás, donde Sagaz no pudiera molestarlo.

La cuadrilla del puente esperaba en silencio, descansando mientras el rey y su séquito cruzaban. Como la mayoría de las cuadrillas de Sadeas, estaba compuesta por un puñado de desechos humanos. Extranjeros, desertores, ladrones, asesinos, y esclavos. Muchos probablemente merecían su castigo, pero la temible manera en que Sadeas los explotaba irritaba a Dalinar. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que ya no pudiera llenar las cuadrillas con los hombres adecuados para el sacrificio? ¿Se merecían incluso los asesinos ese destino?

Recordó de pronto un párrafo de
El camino de los reyes
. Había estado escuchando lecturas del libro con más frecuencia de lo que le había dicho a Adolin.

Una vez vi a un hombre flaco cargando a la espalda una piedra más grande que su cabeza. Se doblaba bajo el peso, sin camisa bajo el sol, vestido solo con un taparrabos. Avanzaba por un camino concurrido. La gente le dejaba paso. No porque simpatizaran con él, sino porque temían el impulso de sus pisadas. No hay quien se atreva a impedir el paso a alguien semejante.

El monarca es como este hombre, avanzando a trompicones, el peso de un reino sobre sus hombros. Muchos le abren paso, pero pocos están dispuestos a ayudarlo a llevar la piedra. No desean comprometerse en el trabajo, no vayan a condenarlos a una vida llena de cargas extra.

Yo dejé mi carruaje aquel día y tomé la piedra, recogiéndola para el hombre. Creo que mis guardias se sintieron avergonzados. Puedes ignorar a un pobre despojo sin camisa que hace ese trabajo, pero nadie ignora a un rey que comparte la carga. Tal vez deberíamos cambiar de sitio más a menudo. Si se ve a un rey asumir la carga del más pobre de los hombres, tal vez haya quienes estén dispuestos a ayudarlo con su propia carga, invisible y a la vez tan desalentadora.

A Dalinar le sorprendió poder recordar la historia palabra por palabra, aunque probablemente no debería hacerlo. Al buscar el significado tras el último mensaje de Gavilar, había escuchado lecturas del libro casi a diario durante los últimos meses.

Le decepcionó descubrir que no había ningún significado claro tras la cita que había dejado Gavilar. Había seguido escuchando de todas formas, aunque trataba de mantener su interés oculto. El libro no tenía buena fama, y no solo porque estuviera asociado con los Radiantes Perdidos. Las historias de un rey que hacía el trabajo de un obrero de poca monta eran las menores de sus incómodas páginas. En otros sitios, decía claramente que los ojos claros estaban por debajo de los ojos oscuros. Eso contradecía las enseñanzas de Vorin.

Sí, era mejor mantener esto en silencio. Dalinar había sido sincero al decirle a Adolin que no le importaba lo que dijera la gente. Pero si los rumores impedían su capacidad para proteger a Elhokar, podían volverse peligrosos. Tenía que ser cuidadoso.

Cruzó el puente a caballo y saludó con un gesto agradecido a los hombres del puente. Eran el escalón más bajo del ejército, y sin embargo cargaban con el peso de reyes.

SIETE AÑOS Y MEDIO ANTES

—Quiere enviarme a Kharbranth —dijo Kal, encaramado en su roca—. Para que aprenda a ser cirujano.

—¿Cómo? ¿De verdad? —preguntó Laral, mientras caminaba por el borde de la roca justo delante de él. Tenía vetas doradas en su pelo por lo demás negro. Lo llevaba largo, y flotaba tras ella al viento mientras hacía equilibrios, las manos en los costados.

El pelo era llamativo. Pero, naturalmente, sus ojos lo eran aún más. Brillantes, verde claro. Tan diferente de los negros y castaños de la gente del pueblo. Había algo realmente distinto en los ojos claros.

—Sí, de verdad —dijo Kal con un gruñido—. Lleva hablando de eso un par de años ya.

—¿Y no me lo dijiste?

Kal se encogió de hombros. Laral y él estaban en lo alto de un bajo promontorio de peñascos al este de Piedralar. Tien, su hermano menor, jugaba entre las piedras de abajo. A la derecha de Kal, un grupito de colinas bajas se extendía hasta el oeste. Estaban salpicadas de pólipos de lavis, y una plantación estaba siendo recolectada.

Se sintió extrañamente triste mientras contemplaba esas colinas, llenas de trabajadores. Los pólipos marrón oscuro crecían como melones llenos de grano. Después de ser puesto a secar, el grano alimentaría a toda la población y los ejércitos de su alto príncipe. Los fervorosos que pasaban por la ciudad se encargaban de explicar que la Llamada del granjero era noble, una de las más grandes después de la Llamada del soldado. El padre de Kal murmuraba entre dientes que veía más honor en alimentar al reino que en luchar y morir en guerras inútiles.

—¿Kal? —insistió Laral—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Lo siento. No estaba seguro de que mi padre hablara en serio o no. Así que no dije nada.

Eso era mentira. Sabía que su padre hablaba en serio. Kal simplemente no quería mencionar que iba marcharse para convertirse en cirujano, sobre todo a Laral.

Ella puso las manos en jarras.

—Creí que ibas a ser soldado.

Kal se encogió de hombros.

Ella puso los ojos en blanco, saltó del risco hasta una piedra junto a él.

—¿No quieres convertirte en un ojos claros? ¿Ganar una espada esquirlada?

—Padre dice que eso no sucede muy a menudo.

Ella se arrodilló ante él.

—Estoy segura de que podrías lograrlo.

Aquellos ojos, tan brillantes y llenos de vida, titilando en verde, el color de la vida misma.

Kal había descubierto que cada vez le gustaba más mirar a Laral. Sabía, lógicamente, lo que le estaba sucediendo. Su padre le había explicado el proceso de crecer con la precisión de un cirujano. Pero había tanto sentimiento implicado, emociones que las estériles descripciones de su padre no habían explicado. Algunas de esas emociones iban dirigidas a Laral y las otras chicas del pueblo. Otras emociones tenían que ver con la extraña capa de melancolía que lo sofocaba en ocasiones, cuando menos se lo esperaba.

—Yo… —dijo Kal.

—Mira —repuso Laral, levantándose de nuevo y subiéndose a su roca. Su bonito vestido amarillo se agitó con el viento. Un año más y empezaría a llevar guante en la mano izquierda, la marca de que había entrado en la adolescencia—. Ven, sube. Mira.

Kal se puso en pie y miró hacia el este. Allí, los matopomos crecían en densos bosquecillos alrededor de la base de los recios árboles markel.

—¿Qué ves? —preguntó Laral.

—Matopomos marrones. Probablemente estarán muertos.

—El Origen está ahí fuera —señaló ella—. Estas son las tierras de tormenta. Padre dice que estamos aquí para hacer de rompevientos para las tierras más tímidas al oeste. —Se volvió hacia él—. Tenemos una noble herencia, Kal, ojos oscuros y ojos claros por igual. Por eso los mejores guerreros han sido siempre de Alezkar. El alto príncipe Sadeas, el general Amaram…, el propio rey Gavilar.

—Supongo.

Ella suspiró exageradamente.

—Odio hablar contigo cuando estás así, ¿sabes?

—¿Así cómo?

—Como estás ahora. Ya sabes. Desanimado, suspirando.

—Tú eres la que acaba de suspirar.

—Sabes lo que quiero decir.

Laral bajó de la roca e hizo un mohín. Le pasaba a veces. Kal se quedó donde estaba, mirando al este. No estaba seguro de cómo se sentía. Su padre deseaba de todo corazón que fuera cirujano, pero él vacilaba. No era solo por las historias, la emoción y la maravilla que contenían. Sentía que siendo soldado podría cambiar las cosas. Cambiarlas de verdad. Una parte de él soñaba con ir a la guerra, proteger a Alezkar, combatir junto con heroicos ojos claros. Con hacer el bien en otro lugar que en un pueblo pequeño que jamás visitaba nadie importante.

Se sentó. A veces soñaba esas cosas. Otras, le resultaba difícil preocuparse por nada. Sus ominosos sentimientos eran como una anguila negra enroscada en su interior. Los matopomos de allí fuera sobrevivían a las tormentas creciendo juntos en la base de los poderosos árboles markel. Su corteza estaba recubierta de piedra, sus ramas eran gruesas como las piernas de un hombre. Pero ahora los matorrales estaban muertos. No habían sobrevivido. Agruparse no les había sido suficiente.

—¿Kaladin? —preguntó una voz tras él.

Se volvió y encontró a Tien, que tenía diez años, dos menos que él, aunque parecía mucho más joven. Aunque los otros niños lo llamaban renacuajo, Lirin decía que todavía no había alcanzado toda su altura. Pero bueno, con esas mejillas redondas y carnosas y aquella delgada constitución, Tien parecía tener la mitad de su edad.

—Kaladin —dijo, los ojos muy abiertos, las manos unidas—. ¿Qué estás mirando?

—La maleza muerta.

—Oh. Bueno, tienes que ver esto.

—¿Qué es?

Tien abrió las manos para revelar una piedra pequeña, marcada por una pequeña línea irregular en todos los lados. Kal la cogió, la examinó. No podía distinguir nada importante. De hecho, era aburrida.

—Es solo una piedra.

—No es solo una piedra —replicó Tien, sacando su cantimplora. Se humedeció el pulgar, y luego frotó el lado plano de la piedra. La humedad la oscureció, e hizo visible una pauta blanca—. ¿Ves? —preguntó, entregándosela.

Los estratos de la roca alternaban el blanco, el marrón y el negro. La pauta era notable. Naturalmente, seguía siendo solo una piedra. Pero por algún motivo, Kal sonrió.

—¡Qué bonita, Tien! —Se dispuso a devolvérsela.

Tien negó con la cabeza.

—La encontré para ti. Para que te sientas mejor.

—Yo…

Era una piedra estúpida. Sin embargo, inexplicablemente, Kal se sintió mejor.

—Gracias. Eh, ¿sabes una cosa? Apuesto a que habrá algún lurg oculto en esas rocas. ¿Quieres ver si podemos encontrar uno?

—¡Sí, sí, sí! —dijo Tien. Se echó a reír y empezó a bajar por las rocas. Kal se dispuso a seguirlo, pero se detuvo, recordando algo que había dicho su padre.

Se mojó las manos con agua de su propia cantimplora y la lanzó a los matopomos marrones. Donde alcanzaron las gotas, el matorral se volvió verde al instante, como si estuviera rociando con pintura. El matorral no estaba muerto: solo reseco, esperando a que llegaran las tormentas. Kal vio los parches de verde desvanecerse lentamente a medida que el agua era absorbida.

—¡Kaladin! —gritó Tien. A menudo empleaba el nombre completo de Kal, aunque este le había pedido que no lo hiciera—. ¿Es este?

Kaladin bajó entre los peñascos, tras guardarse en el bolsillo la piedra que le había dado su hermano. Al hacerlo, pasó ante Laral. Ella miraba hacia el oeste, hacia la mansión de su familia. Su padre era consistor de Piedralar. Kal volvió a mirarla. Su cabello era precioso, con los dos colores contrastados.

Ella se volvió hacia Kal y frunció el ceño.

—Vamos a cazar lurgs —explicó él, sonriendo y señalando a Tien—. Ven.

—De pronto estás alegre.

—No sé. Me siento mejor.

—Me pregunto cómo lo hace.

—¿Quién hace el qué?

—Tu hermano —dijo Laral, mirando a Tien—. Te cambia.

La cabeza de Tien asomó entre las piedras y el chico hizo gestos ansiosos, saltando arriba y abajo lleno de emoción.

—Es difícil estar triste cuando está cerca —dijo Kal—. Vamos. ¿Quieres ver al lurg o no?

—Supongo que sí —contestó Laral con un suspiro. Extendió una mano hacia él.

—¿Para qué es eso? —preguntó Kal, mirando la mano.

—Para que me ayudes a bajar.

—Laral, eres mejor escaladora que yo o que Tien. No necesitas ayuda.

—Se llama amabilidad, estúpido —dijo ella, ofreciendo la mano con más insistencia. Kal suspiró y la tomó, y ella saltó entonces sin apoyarse siquiera en ella ni necesitar su ayuda.

«Ella sí que ha estado actuando muy rara últimamente», pensó.

Los dos se reunieron con Tien, que saltaba en un hueco entre unos peñascos. El chico señaló ansioso. Un parche blanco y sedoso crecía en un hueco en la roca. Estaba hecho de diminutos hilos tejidos en una bola del tamaño del puño de un niño.

—Tengo razón ¿verdad? —preguntó Tien—. ¿Es este?

Kal alzó la cantimplora y roció de agua la piedra hasta mojar el parche blanco. Los hilos se disolvieron con la lluvia simulada, y la crisálida se derritió para revelar a una pequeña criatura de lustrosa piel verde y marrón. El lurg tenía seis patas que usaba para aferrarse a la piedra, y sus ojos estaban situados en el centro de su espalda. Saltó, buscando insectos. Tien se echó a reír, viéndolo rebotar de roca en roca, pegándose a ellas. Dejó parches de mucosidad allá donde se posaba.

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