Kal apoyó una mano en el suelo, inclinándose hacia delante mientras se sujetaba el costado. «Será mejor que no me hayas roto ninguna costilla, cremlino», pensó.
A un lado, Laral frunció los labios. Kal sintió de pronto un súbito arrebato de vergüenza.
Jost bajó el bastón, satisfecho.
—Bien —dijo—. Puedes ver que mi padre me ha entrenado bien. Tal vez eso te enseñará. Las cosas que dicen son verdad, y…
Kal gruñó de ira y dolor, recogió el bastón del suelo y saltó hacia Jost. El chico mayor maldijo, retrocediendo mientras alzaba su palo. Kal gritó, golpeando.
Algo cambió en ese momento, Kal sintió una energía mientras blandía el arma, una emoción que borró su dolor. Se abalanzó, golpeando con el palo una de las manos de Jost.
Jost soltó esa mano, gritando. Kal hizo girar su arma y golpeó al chico en el costado. Kal nunca había empuñado un arma antes, nunca había tenido una pelea más peligrosa que una riña con Tien. Pero el trozo de madera en las manos lo agrandaba. Le sorprendió lo maravilloso que parecía ese momento.
Jost gruñó, retrocediendo de nuevo, y Kal blandió el palo, disponiéndose a aplastarle la cara. Alzó el bastón, pero entonces se detuvo. La mano de Jost sangraba donde la había golpeado. Solo un poco, pero era sangre.
Le había hecho daño a una persona.
Jost gruñó y se irguió. Antes de que Kal pudiera protestar, el muchacho le puso una zancadilla y lo derribó al suelo, dejándolo sin aliento. Eso inflamó la herida de su costado, y los dolospren corretearon por el suelo y se le pegaron al costado como si fueran una cicatriz naranja que se alimentara de su agonía.
Jost dio un paso atrás. Kal quedó tendido de espaldas. No sabía qué pensar. Blandir el bastón en aquel momento le había parecido maravilloso. Increíble. Al mismo tiempo, podía ver a Laral a un lado. Ella se levantó y, en vez de arrodillarse para ayudarlo, dio media vuelta y se marchó, camino de la mansión de su padre.
Las lágrimas inundaron los ojos de Kal. Sin un grito, rodó y agarró de nuevo el bastón. ¡No se rendiría!
—Se acabó —dijo Jost desde atrás. Kal sintió algo duro en su espalda, una bota que lo empujaba contra la piedra. Jost le arrebató el bastón.
«He fallado. He…, perdido.» Odiaba la sensación, la odiaba mucho más que el dolor.
—Lo has hecho bien —dijo Jost a regañadientes—. Pero déjalo. No quiero hacerte daño de verdad.
Kal agachó la cabeza, dejando que su frente descansara en la cálida roca iluminada por el sol. Jost retiró el pie, y los muchachos se marcharon, charlando, rozando el suelo con sus botas. Kal se obligó a ponerse a cuatro patas, y luego se puso en pie.
Jost se volvió, cauto, blandiendo su bastón en una mano.
—Enséñame —dijo Kal.
Jost parpadeó sorprendido. Miró a su hermano.
—Enséñame —suplicó Kal, avanzando un paso—. Yo buscaré gusanos por ti, Jost. Mi padre me da dos horas libres cada tarde. Haré tu trabajo si me enseñas, por las noches, lo que tu padre te ha enseñado con ese bastón.
Tenía que aprender. Tenía que sentir de nuevo aquel arma en sus manos. Tenía que ver si ese momento que había experimentado era falso o no. Jost se lo pensó, y finalmente negó con la cabeza.
—No puedo. Tu padre me mataría. ¿Imaginas esas manos tuyas de cirujano cubiertas de callos? No estaría bien —se dio la vuelta—. Tienes que ser lo que eres, Kal. Yo seré lo que soy.
Kal se quedó allí largo rato, viéndolos marchar. Se sentó en la roca. La figura de Laral se alejaba. Algunos criados bajaban por la colina para recogerla. ¿Debería seguirla? Todavía le dolía el costado, y se sentía molesto por ella por haberlo llevado con los demás chicos en primer lugar. Y, por encima de todo, estaba avergonzado.
Se tumbó, las emociones acumulándose en su interior. Tenía problemas para comprenderlas.
—¿Kaladin?
Se volvió, avergonzado por encontrar lágrimas en sus ojos, y vio a Tien sentado en el suelo a su lado.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —exclamó Kal.
Tien sonrió, y luego puso una piedra en el suelo. Se puso en pie y se marchó, sin detenerse cuando Kal lo llamó. Gruñendo, Kal se obligó a ponerse en pie y se acercó para recoger la piedra.
Era otra piedra normal y corriente. Tien tenía la costumbre de encontrarlas y creer que eran increíblemente preciosas. En casa tenía una colección entera. Sabía dónde había encontrado cada una, y podía decirte qué tenía de especial.
Con un suspiro, Kal empezó a regresar al pueblo.
«Tienes que ser lo que eres. Yo seré lo que soy.»
Le dolía el costado. ¿Por qué no había golpeado a Jost cuando tuvo la oportunidad? ¿Podría entrenarse para destacar en la batalla? Podía aprender a causar daño. ¿No?
¿Quería?
«Tienes que ser lo que eres.»
¿Qué hacía un hombre si no sabía lo que era? ¿O incluso lo que quería ser?
Llegó a Piedralar. El centenar aproximado de edificios estaba dispuesto en filas, cada uno en forma de cuña con la parte inferior apuntando hacia la tormenta. Los tejados eran de gruesa madera, cubiertos de brea para impedir que se colara la lluvia. Los lados norte y sur de los edificios rara vez tenían ventanas, pero las partes delanteras (que daban al oeste, de donde no llegaban las tormentas) eran casi todo ventana. Como las plantas de las tierras de tormenta, las vidas de los hombres estaban dominadas aquí por las altas tormentas.
La casa de Kal estaba cerca del extrarradio. Era más grande que la mayoría, ancha para que cupiera una sala de cirugía, que tenía su propia entrada. La puerta estaba entornada, así que Kal se asomó. Esperaba ver a su madre limpiando, pero en cambio descubrió que su padre había regresado de la mansión del brillante señor Wistiow. Lirin estaba sentado en el filo de su mesa de operaciones, las manos en el regazo, la cabeza calva gacha. En la mano sostenía sus gafas, y parecía exhausto.
—¿Padre? ¿Por qué estás sentado en la oscuridad?
Lirin alzó la cabeza. Su rostro era sombrío, distante.
—¿Padre? —repitió Kal, cada vez más preocupado.
—El brillante señor Wistiow ha sido llevado por los vientos.
—¿Está muerto? —Kal se sorprendió tanto que se olvidó de su costado. Wistiow siempre había estado allí. No podía haber muerto. ¿Qué sería de Laral?—. ¡Estaba sano la semana pasada!
—Siempre ha sido frágil, Kal —dijo Lirin—. El Todopoderoso llama a todos los hombres al Reino Espiritual tarde o temprano.
—¿No hiciste nada? —estalló Kal. Lamentó las palabras de inmediato.
—Hice todo lo que pude —contestó su padre, poniéndose en pie—. Tal vez un hombre con más formación que yo… Bueno, no tiene sentido lamentarse.
Se dirigió a un lado de la habitación, quitó el negro cobertor a la lámpara en forma de copa llena de esferas de diamante. La habitación se iluminó al instante, ardiendo como un sol diminuto.
—Entonces no tenemos consistor —dijo Kal, llevándose una mano a la cabeza—. No tenía hijos varones…
—Los de Kholinar nos nombrarán un nuevo consistor. Que el Todopoderoso les dé sabiduría en la elección. —Miró la lámpara. Eran las esferas del consistor. Una pequeña fortuna.
El padre de Kal volvió a cubrir la copa, como si no acabara de destaparla. El movimiento volvió a sumir la habitación en la oscuridad, y Kal parpadeó mientras sus ojos se ajustaban a la nueva falta de luz.
—Nos las dejó a nosotros —dijo Lirin.
Kal se sobresaltó.
—¿Qué?
—Serás enviado a Kharbranth cuando cumplas dieciséis años. Estas esferas te pagarán el viaje…, el brillante señor Wistiow pidió que así fuera, como último acto de cuidado hacia su gente. Irás y te convertirás en un verdadero maestro cirujano, y luego regresarás a Piedralar.
En ese momento, Kal supo que su destino estaba sellado. Si el brillante señor Wistiow lo había exigido, iría a Kharbranth. Se dio la vuelta y salió de la sala de cirugía, saliendo a la luz sin decirle otra palabra a su padre.
Se sentó en los escalones. ¿Y él, qué quería? No lo sabía. Ese era el problema. Gloria, honor, las cosas que había dicho Laral…, nada de eso le importaba realmente. Pero había sentido algo cuando blandió el bastón. Y ahora, de repente, le habían quitado la posibilidad de decisión.
Todavía tenía en el bolsillo las piedras que le había dado Tien. Las sacó, y luego cogió su cantimplora y las roció con agua. La primera que le había dado mostró remolinos y estratos blancos. Parecía que la otra también tenía un dibujo oculto.
Parecía una cara hecha de trocitos blancos que le sonreía. Kal sonrió a su pesar, aunque rápidamente dejó de hacerlo. Una piedra no iba a resolver sus problemas.
Por desgracia, aunque permaneció sentado pensando largo rato, no parecía haber nada que resolviera sus problemas. No estaba seguro de querer ser cirujano, y se sintió súbitamente constreñido por lo que la vida le obligaba a ser.
Pero aquel momento en que blandió el bastón le cantaba. Un único momento de claridad en un mundo confuso.
¿Puedo ser sincero? Antes, preguntaste por qué estoy tan preocupado. Es por el siguiente motivo:
—Es viejo —dijo asombrada Syl, revoloteando alrededor del boticario—. Realmente viejo. No sabía que los hombres pudieran ser tan viejos. ¿Estás seguro de que no son los deteriospren los que estropean la piel de este hombre?
Kaladin sonrió mientras el boticario avanzaba apoyándose en su bastón, ajeno a la vientospren invisible. Su cara estaba tan llena de grietas como las mismas Llanuras Quebradas, tejidas en una pauta que brotaba de sus ojos hundidos. Llevaba un par de gruesas gafas en la punta de la nariz y vestía de oscuro.
El padre de Kaladin le había hablado de los boticarios, hombres que caminaban por la frontera entre los herboristas y los cirujanos.
La gente corriente consideraba las artes curativas con tanta superstición que era fácil que un boticario cultivara un aire arcano. Las paredes de madera estaban cubiertas con glifoguardas de dibujos crípticos, y tras el mostrador había estantes con hileras de frascos. En un rincón colgaba un esqueleto humano completo, sujeto por alambres. La habitación, carente de ventanas, estaba iluminada por puñados de esferas de granate que colgaban de las esquinas.
A pesar de todo, el lugar estaba limpio y ordenado. Tenía el olor familiar a antisépticos que Kaladin asociaba con el quirófano de su padre.
—Ah, joven del puente —el bajo boticario se ajustó las gafas. Se inclinó hacia delante, pasando los dedos por su barba fina y blanca—. ¿Vienes por una guarda contra el peligro, tal vez? ¿O tal vez una joven fregona del campamento ha llamado tu atención? Tengo una poción que, deslizada en la bebida, la hará mirarte con buenos ojos.
Kaladin alzó una ceja.
Syl, sin embargo, abrió la boca con expresión sorprendida.
—Deberías dársela a Gaz, Kaladin. No estaría mal que te apreciara más.
«Dudo que su función sea esa», pensó Kaladin con una sonrisa.
—¿Joven? —preguntó el boticario—. ¿Es un ensalmo contra el mal lo que deseas?
El padre de Kaladin le había hablado de estas cosas. Muchos boticarios proporcionaban supuestos ensalmos de amor o pociones para curar todo tipo de males. No contenían más que azúcar y unas pizquitas de hierbas comunes para causar modorra o alerta, dependiendo del efecto pretendido. Todo era una tontería, aunque la madre de Kaladin insistía mucho en las glifoguardas. El padre de Kaladin siempre había expresado su decepción por su testarudez a la hora de aferrarse a las «supersticiones».
—Necesito vendas —dijo Kaladin—. Y un frasco de aceite de ristre o savia de matopomo. También una aguja y tripa, si tienes alguna.
Los ojos del boticario se abrieron sorprendidos de par en par.
—Soy hijo de cirujano —admitió Kaladin—. Entrenado por él mismo. A él lo formó un hombre que había estudiado en el Gran Cónclave de Kharbranth.
—Ah —dijo el boticario—. Bien.
Se irguió, apartó el bastón y se sacudió la ropa.
—¿Vendas, dijiste? ¿Y antiséptico? Déjame ver…
Se movió tras el mostrador. Kaladin parpadeó. La edad del hombre no había cambiado, pero ya no parecía tan frágil. Su paso era más firme, y su voz había perdido su sibilante aspereza. Buscó entre sus frascos, murmurando para sí mientras leía las etiquetas.
—Podrías ir a la sala de los cirujanos. Te cobrarían bastante menos.
—No a un hombre de los puentes —dijo Kaladin con una mueca. Lo habrían rechazado. Los suministros eran para los soldados de verdad.
—Comprendo —dijo el boticario, depositando un frasco sobre el mostrador e inclinándose luego para buscar en los cajones. Syl se acercó a Kaladin.
—Cada vez que se inclina pienso que se va a quebrar como una rama.
Estaba empezando a comprender el pensamiento abstracto, y a un ritmo sorprendentemente rápido.
«Sé lo que es la muerte.» Él todavía no sabía si sentir lástima por ella o no.
Kaladin cogió el pequeño frasquito y le quitó el corcho y olió lo que había dentro.
—¿Moco de larmic? —hizo una mueca ante el horrible olor—. Eso no es tan efectivo como las otras dos cosas que he pedido.
—Pero es mucho más barato —respondió el hombre, sacando una caja grande. Abrió la tapa y reveló unas vendas blancas esterilizadas—. Y, como tú mismo has dicho, eres un hombre de los puentes.
—¿Cuánto por el moco, entonces?
Le preocupaba este tema: su padre nunca le había dicho cuánto costaban los suministros.