El camino de los reyes (83 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Dio un sorbo y acabó el vino.

—Deberíamos usar las esferas —dijo Kal—. O enviarlas a alguna parte, a un prestamista o algo. Si no las tuviéramos, nos dejarían en paz.

—No —respondió Lirin con tranquilidad—. Roshone no es de los que perdonan a un hombre que ha recibido una paliza. Es de los que siguen dando patadas. No sé qué error político lo hizo acabar aquí, pero está claro que no puede vengarse de sus rivales. Así que somos todo lo que tiene —Lirin hizo una pausa—. Pobre patán.

«¿Pobre patán? —pensó Kal—. ¿Intenta destruir nuestras vidas y eso es todo lo que padre tiene que decir?»

¿Y las historias que contaban los hombres ante el fuego? ¿Historias de pastores astutos que eran más listos y engañaban a los ojos claros necios? Había docenas de variantes, y Kal las había oído todas. ¿No debería Lirin contraatacar de algún modo? ¿Hacer algo más que permanecer allí sentado y esperar?

Pero no dijo nada. Sabía exactamente lo que diría su padre. «No nos preocupemos por eso. Vuelve a tus estudios.»

Con un suspiro, Kal se acomodó en su asiento y abrió de nuevo su carpeta. La sala de cirugía estaba iluminada tenuemente por las cuatro esferas de la mesa y la que Kal usaba para leer. Lirin mantenía la mayoría de las otras esferas guardadas en su armario, ocultas. Kal alzó su propia esfera, iluminando la página. Había explicaciones más largas de los métodos en la parte de atrás que podría leerle su madre. Era la única mujer del pueblo que sabía leer, aunque Lirin decía que no era extraño entre las mujeres ojos oscuros bien situadas de las ciudades.

Mientras estudiaba, Kal se sacó algo del bolsillo. Una piedra que le esperaba en su silla cuando entró a estudiar. La reconoció como una de las favoritas que Tien llevaba recientemente. Se la había dejado, como hacía a menudo, esperando que a su hermano mayor no le importara ver también la belleza que había en ella, aunque todas parecían piedras corrientes. Tendría que preguntarle a Tien qué le parecía tan especial en esta piedra en concreto. Siempre había algo.

Tien se pasaba ahora los días aprendiendo carpintería con Ral, uno de los hombres del pueblo. Lirin lo había permitido a regañadientes: esperaba hacer de él otro ayudante de cirujano, pero Tien no podía soportar ver la sangre. Siempre se quedaba petrificado, y no había conseguido acostumbrarse. Eso era preocupante. Kal esperaba que su padre tuviera a Tien como ayudante cuando él se marchara. Y Kal iba a marcharse, de un modo u otro. No había decidido aún entre el ejército y Kharbranth, aunque en los últimos tiempos empezaba a inclinarse por ser lancero.

Si seguía ese camino, tendría que hacerlo de manera subrepticia, cuando fuera lo bastante mayor para que los reclutadores lo aceptaran sin las objeciones de sus padres. Quince años probablemente serían suficientes. Dentro de cinco meses más. Por ahora, imaginaba que conocer los músculos, y las partes vitales del cuerpo, sería muy útil ya fuera cirujano o lancero.

Un sonido en la puerta. Kal dio un respingo. No habían llamado: había sido un golpe. Se repitió. Parecía algo pesado que empujaba o chocaba contra la madera.

Otro golpe. Kal se levantó de la silla y cerró la carpeta. Con catorce años y medio, era ya casi tan alto como su padre. Un roce, como uñas o garras. Kal alzó una mano hacia su padre, aterrado de repente. Era tarde, la habitación estaba oscura y el pueblo en silencio.

Había algo fuera. Parecía una bestia. Inhumana. Se decía que un cubil de espinas blancas estaba creando problemas cerca, atacando a los viajeros en los caminos. Kal imaginó a aquellas criaturas reptilescas, grandes como caballos pero con caparazón en la espalda. ¿Estaba una de ellas olisqueando la puerta? ¿Arañándola, intentando entrar?

—¡Padre! —gritó Kal.

Lirin abrió la puerta. La tenue luz de las esferas reveló no a un monstruo, sino a un hombre vestido de negro. Llevaba en las manos una larga barra de metal y una máscara de lana negra con agujeros para los ojos. Kal sintió que su corazón se desbocaba lleno de pánico cuando el intruso saltó hacia atrás.

—No esperabais encontrar a nadie dentro, ¿verdad? —dijo su padre—. Hace años que no hay un robo en el pueblo. Me avergüenzo de vosotros.

—¡Danos las esferas! —exclamó una voz desde la oscuridad. Otra figura se movió en las sombras, y luego otra más.

«¡Padre Tormenta! —Kal se llevó la carpeta al pecho con manos temblorosas—. ¿Cuántos hay?» ¡Salteadores de caminos que habían venido a robar al pueblo! Esas cosas sucedían. Cada vez con más frecuencia hoy en día, según decía su padre.

¿Cómo podía Lirin estar tan tranquilo?

—Las esferas no son tuyas —dijo otra voz.

—¿Ah, no? —respondió el padre de Kal—. ¿Y eso las convierte en vuestras? ¿Creéis que os dejaré quedároslas?

El padre de Kal hablaba como si no fueran bandidos de fuera del pueblo. Kal avanzó hasta situarse detrás de su padre, atemorizado…, pero al mismo tiempo avergonzado de ese temor. Los hombres de la oscuridad eran seres en sombras, pesadillescos, que se movían de un lado a otro, las caras negras.

—Se las daremos a él —dijo una voz.

—No hace falta recurrir a la violencia, Lirin —añadió otro—. No vas a gastarlas de todas formas.

El padre de Kal bufó. Entró en la habitación. Kal soltó un grito y retrocedió mientras Lirin abría el armario donde guardaba las esferas. Cogió la gran copa de cristal donde las tenía, cubierta por un paño negro.

—¿Las queréis? —gritó Lirin, volviendo a la puerta.

—¿Padre? —dijo Kal, preso del pánico.

—¿Queréis la luz para vosotros? —la voz de Lirin se hizo más fuerte—. ¡Tomad!

Retiró el paño. La copa explotó con feroz brillo, casi cegador. Kal alzó un brazo. Su padre era una silueta recortada que parecía sujetar el mismísimo sol entre sus dedos.

La gran copa brillaba con una luz tranquila. Casi una luz fría. Kal parpadeó para ahuyentar las lágrimas, mientras sus ojos se aclimataban. Ahora pudo ver claramente a los hombres del exterior. Donde antes acechaban sombras peligrosas, ahora unos hombres asustados levantaban las manos. No parecían tan intimidantes; de hecho, las telas que les cubrían la cara parecían ridículas.

Donde Kal tuvo miedo, ahora se sentía extrañamente confiado. Durante un momento, no fue luz lo que su padre sostenía, sino comprensión. «Ese es Luten», pensó Kal, reparando en un hombre que cojeaba. Era fácil distinguirlo, a pesar de la máscara. El padre de Kal le había operado aquella pierna; gracias a él, todavía podía andar. Reconoció también a otros. Horl era el ancho de hombros, Balsas el hombre que llevaba el bonito abrigo nuevo.

Lirin no les dijo nada al principio. Permaneció allí de pie con la luz destellando, iluminando la plaza de piedra. Los hombres parecieron encogerse, como si supieran que los reconocía.

—¿Bien? —dijo Lirin—. Me habéis amenazado. Venid. Golpeadme. Robadme. Hacedlo sabiendo que he vivido entre vosotros toda mi vida. Hacedlo sabiendo que he curado a vuestros hijos. Pasad. ¡Haced sangrar a uno de los vuestros!

Los hombres desaparecieron en la noche sin decir una palabra.

«Vivían en lo alto de un lugar que ningún hombre podía alcanzar, pero todos podían visitar. La ciudad-torre misma, creada por las manos de ningún hombre.»

Aunque
La canción del último verano
es una historia romántica del siglo tercero después de la Traición, probablemente sea una referencia válida en este caso. Véase la página 27 de la traducción de
Várala
y compárese con el texto inferior.

Mejoraron cargando el puente de lado. Pero no mucho.

Kaladin vio pasar el Puente Cuatro, moviéndose torpemente, sujeto por los lados. Por fortuna, había asideros de sobra en la parte inferior del puente, y habían descubierto cómo sujetarlo bien. Tenían que cargarlo en un ángulo menos inclinado de lo que quería. Eso dejaba las piernas al descubierto, pero tal vez podría entrenarnos para ajustarse a ello mientras volaban las flechas.

De cualquier forma, el avance era lento, y los hombres del puente estaban tan apretujados que si los parshendi conseguían abatir a uno los otros tropezarían y le pasarían por encima. Si perdía unos cuantos hombres, el equilibrio se acabaría y se caerían con toda seguridad.

«Habrá que manejar esto con mucho cuidado.»

Syl revoloteaba tras la cuadrilla en forma de remolino de hojas transparentes. Tras ella, algo llamó la atención de Kaladin: un soldado uniformado que traía a un grupo harapiento de hombres. «Por fin.» Estaba esperando a otro grupo de reclutas. Le hizo un simple gesto a Roca. El comecuernos asintió y se encargó del entrenamiento. Era hora de descansar de todas formas.

Kaladin subió corriendo la pendiente del borde del aserradero, y llegó justo cuando Gaz interceptaba a los recién llegados.

—Qué grupo tan patético —dijo Gaz—. Creía que había visto lo peor la última vez, pero esto…

Lamaril se encogió de hombros.

—Ahora son tuyos, Gaz. Divídelos como quieras.

Se marchó con sus soldados, dejando a los desafortunados reclutas. Algunos llevaban ropas decentes, pues eran delincuentes recién detenidos. Los demás tenían marcas de esclavo en la frente. Verlos hizo que Kaladin recuperara sensaciones que tuvo que reprimir. Se encontraba todavía en lo alto de una loma muy empinada: un paso en falso y podía enviarlo de nuevo a ese pozo de desesperación.

—En fila, cremlinos —gritó Gaz a los nuevos reclutas, sacando su porra y agitándola. Miró a Kaladin, pero no dijo nada.

El grupo de hombres se alineó rápidamente.

Gaz los contó y escogió a los más altos.

—Vosotros cinco, al Puente Seis. Recordad eso. Olvidadlo y me encargaré de que os azoten.

Contó otro grupo.

—Vosotros seis, al Puente Catorce. Los cuatro del fondo, al Puente Tres. Tú, tú y tú, al Puente Uno. El Puente Dos no necesita ninguno… Vosotros cuatro, al Puente Siete.

Ya estaban todos.

—Gaz —dijo Kaladin, cruzándose de brazos. Syl se posó en su hombro, su pequeña tempestad de hojas convertida de nuevo en una joven.

Gaz se volvió hacia él.

—El Puente Cuatro solo tiene treinta miembros.

—Los puentes Seis y Catorce tienen menos.

—Tienen veintinueve cada uno y acabas de darles un nuevo puñado de hombres. Y el Puente Uno tiene treinta y siete, y les has enviado tres hombres nuevos.

—Casi no perdiste ninguno en la última carrera, y…

Kaladin cogió a Gaz por el brazo cuando el sargento intentaba marcharse. Gaz dio un respingo y alzó su porra.

«Inténtalo», pensó Kaladin, mirándolo a los ojos. Casi deseó que el sargento lo hiciera.

Gaz apretó los dientes.

—Bien. Un hombre.

—Yo lo escogeré.

—Como quieras. Ninguno vale nada.

Kaladin se volvió hacia el nuevo grupo. Se habían apiñado en grupos según la cuadrilla a la que los había asignado Gaz. Kaladin dirigió rápidamente su atención a los hombres más altos. Para ser esclavos, no se los veía mal alimentados. Dos de ellos parecían…

—¡Eh, gancho! —dijo una voz desde otro grupo—. ¡Eh! Creo que me buscas a mí.

Kaladin se volvió. Un hombre bajo y delgado le estaba haciendo señas. Solo tenía un brazo. ¿Quién lo había asignado a los puentes?

«Detendría una flecha —pensó Kaladin—. Para los de arriba, es para lo único que sirven algunos hombres de los puentes.»

El hombre tenía el pelo castaño y la piel muy bronceada, un poco demasiado oscura para ser alezi. Las uñas de su mano eran de color pizarra y cristalinas; era, por tanto, herdaziano. La mayoría de los recién llegados compartían la misma expresión derrotada de apatía, pero este hombre sonreía, aunque tenía en la frente la marca de esclavo.

«Esa marca es antigua —pensó Kaladin—. O tuvo un amo amable antes de esto, o de algún modo ha resistido las palizas.» Obviamente, el hombre no comprendía lo que le esperaba en los puentes. Ningún hombre sonreiría si lo comprendiera.

—Puedes utilizarme —dijo el hombre—. Los herdazianos somos buenos luchadores, amigo. Verás, una vez estaba con…, bueno, tres tipos y estaban borrachos y todo, pero los vencí.

Hablaba muy rápidamente, uniendo las palabras con su fuerte acento.

Sería un hombre de los puentes terrible. Tal vez podría correr con el puente sobre los hombros, pero no maniobrarlo. Incluso parecía un poco grueso de cintura. La cuadrilla que se quedara con él lo pondría delante y dejarían que una flecha lo alcanzara para deshacerse de él.

«Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida, pareció susurrar una voz de su pasado. Convertir un problema en una ventaja…»

«Tien.»

—Muy bien —dijo Kaladin, señalando—. Me llevaré al herdaziano del fondo.

—¿Qué? —dijo Gaz.

El hombrecito corrió hacia Kaladin.

—¡Gracias, gancho! Te alegrarás de haberme escogido.

Kaladin se dispuso a marcharse, dejando atrás a Gaz. El sargento se rascó la cabeza.

—¿Has insistido tanto para poder escoger a ese despojo manco?

Kaladin continuó su camino, sin responderle. Se volvió hacia el herdaziano.

—¿Por qué has querido venir conmigo? No sabes nada de las cuadrillas.

—Solo ibas a escoger a uno —dijo el hombre—. Eso significa que un hombre tiene que ser especial, los otros no. Me causas buena impresión. Está en tus ojos, gancho —hizo una pausa—. ¿Qué es una cuadrilla?

Kaladin no pudo sino sonreír ante la actitud del hombre.

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