El Círculo de Jericó (20 page)

Read El Círculo de Jericó Online

Authors: César Mallorquí

—Apenas dispongo de tiempo —dijo—. Y las palabras se enredan en mi cabeza. Busco entre mis recuerdos... Pero ya no tengo memoria... Ahora, acabo de recordar un poema. Es ridículo, ¿no? Todo se derrumba a mi alrededor y yo me acuerdo de un estúpido poema... ¿Cómo era...? Hablaba de un muro frío y transparente... «¿Quién dice que se olvida? No hay olvido. Mira a través de esa pared de hielo, ir esa sombra hacia la lejanía, sin el nimbo radiante del deseo...»

La pared de hielo

La historia de Isabel Bocanegra

Mientras escribo esto y el mundo se desmorona a mi alrededor, me sorprendo a mí mismo pensando de nuevo en Helena, recordando la belleza infinita de su cara, deslizándome por sus rizos de avena y suspirando por la tibia calidez de su piel blanca como la leche.

Helena... Pronunciar tu nombre es sufrir un dolor deseado. Helena Maíz, Helena Arroz, Helena Avena... Te amo hasta perder el aliento, y saber que no existes, que nunca has existido, me acerca tanto a la muerte como el bálsamo de tu recuerdo a la vida.

He de controlarme, debo aplicar las técnicas de yoga que me enseñó, triste ironía, el propio Nanda. ¡El mismísimo Dios!

Respiración baja, respiración media. Adopto la postura padmasana e intento enfocar mi mente en un lugar vacío, oscuro y distante.

Y allí está Helena esperándome.

¡Dios! Vuelvo a sentir hambre. Esto no funciona, estoy al borde de otro ataque. Abro el paquete y contemplo el frasco lleno de cápsulas que me entregó Martín, advirtiéndome:

—Ten cuidado. Esta droga te aliviará. Pero al mismo tiempo destruirá en cada toma millones de tus neuronas. No abuses de ella, o acabarás convertido en un vegetal.

Es para reírse, en cualquier caso acabaré convertido en un vegetal. La droga me la dio Martín tan sólo cinco semanas antes de suicidarse. Lo encontraron en su casa, tenía la mano izquierda y los pies atravesados por clavos de quince centímetros. Él mismo se había clavado al suelo. No sé por qué lo hizo. Quizás el dolor le permitió olvidarse de Nanda, el dios tirano. Quién sabe. El caso es que estaba allí, grapado al suelo en mitad de un charco de sangre, delante de un televisor chispeante de estática. En el vídeo encontraron la cinta que había estado viendo mientras agonizaba. Era una grabación familiar con imágenes felices de su mujer y su hijito de seis años. Ambos habían muerto en la Primera Revuelta Sagrada. Les mataron, sencillamente, porque fueron sorprendidos en una iglesia rezando a Cristo. Martín nunca pudo superarlo.

He tomado cinco cápsulas. No debería hacerlo; ya desde la primera ocasión comprobé sus atroces efectos: la droga hizo que me olvidara de mi pie derecho. Oh, sí. Está ahí, como siempre. Lo veo, es un pie normal y sano. Pero no puedo recordarlo, la droga lo borró de mi memoria. Así que ahora cojeo porque no puedo acordarme de lo que hay en el extremo de mi pierna. ¿De qué me olvidaré esta vez?

Pero es un riesgo necesario. No puedo permitirme otra recaída, seguir amando a Helena es un lujo que no puedo consentir. En mi primer ataque... Oh, Nanda traidor. Fue tan ridículo. El médico no lo podía creer, y eso que en aquel momento vivía un infierno absurdo en un hospital abarrotado de maníacos religiosos. Me ingresaron en coma, inconsciente. Tenía el estómago abultado por las dieciséis cajas de cereales que había devorado —¿Cómo puede alguien comerse más de ocho kilos de cereales? —me preguntó asombrado el doctor.

Me acababan de lavar el estómago, estaba muy débil. ¿Cómo podía explicarle que lo había hecho por amor, por Helena?

El médico no lo entendió, pero no hay que culparle por ello. Murió poco después, a manos de un fanático seguidor de Nanda, el dios.

La droga ha hecho efecto. Poco a poco mi pasión por Helena se ha ido difuminando hasta no ser más que un eco, una leve pulsión imprecisa. Pero ¿qué más se ha ido, qué recuerdos se han borrado para siempre de mi memoria? Hago un rápido repaso mental, y nada extraño encuentro, todo parece ocupar su sitio, como la vajilla de Copeland que mi madre colocaba en una alacena de caoba y latón. Los platos de postre son mi primera infancia, las fuentes delimitan mi juventud en la universidad, la salsera es mi primera noche de amor con aquella chica maravillosa que conocí en la playa. Y... Y sí, hay algo que he olvidado.

No recuerdo mi nombre, ignoro cómo me llamo.

Me lo tomo con calma. Después de todo, olvidar un nombre no es peor que olvidar un pie. Aunque ahora me viene a la cabeza una historia: según me contaron, los indígenas de las Célebes creen que basta con escribir el nombre de alguien para capturar su alma. Según ellos, alma y nombre son la misma cosa.

Podría pensar que al perder el nombre he perdido también mi alma, si no fuera porque el alma la perdí el día que firmé un contrato con GenCorp, la compañía transnacional que desató el infierno sobre la Tierra.

¿Cómo me llamo? Qué importa.

Llamadme (?). Ahora soy una gran interrogación.

¿Acaso no lo somos todos?

Algo se retuerce sobre el teclado. Contemplo mi mano derecha y veo cinco tubos de carne como gusanos sonrosados. ¿Qué son? Por unos segundos siento pánico. Intento calmarme. Miro mi mano izquierda y veo los dedos. Recuerdo los cinco dedos de mi mano izquierda, siempre han estado ahí, y supongo que los cilindros de carne que penden de mi mano derecha son, también, dedos. Pero no estoy seguro, y en cualquier caso, he olvidado cómo se usan.

Continúo pulsando las teclas del ordenador con la mano izquierda. Es más lento, pero da igual. Sólo yo leeré esto.

No puedo evitar reírme. Lo más probable es que pronto me olvide de leer.

Es indiferente. Necesito una memoria, aunque sea de papel.

Debo darme prisa, y comenzar por el principio.

Y en el principio, fue la palabra...

—La palabra, señor (?), es
PROGRESO
—dijo solemnemente el jefe de personal, un hombrecillo envarado y ridículo—. Para GenCorp no hay otro camino que el de la evolución. Y la evolución era un arbitrario capricho de la suerte, hasta que cogiendo las riendas, donde antes había azar, GenCorp puso planificación y progreso.

El hombrecillo siguió hablando, pero no le hice mucho caso. Me sentía demasiado feliz como para perder el sabor de aquel momento mágico atendiendo a su absurda verborrea. Acababa de firmar el primer contrato de mi vida (entonces no sabía que también sería el último), tan sólo seis meses después de haberme graduado. Me sentía como un titán capaz de mover montañas. Mi atención se vio atraída por la foto que presidía el despacho. La imagen sonriente y satisfecha del legendario Henry Dacosta, dueño y rector de GenCorp, parecía hacerme guiños desde lo alto de la pared. Aquel hombre era el santo patrón de bioquímicos y biólogos. No por sus descubrimientos, ni por su sabiduría científica, sino por poseer la sobrenatural capacidad de convertir ADN en dinero.

—... ahora preséntese a Martín Seoanes, nuestro director. Él le informará de sus obligaciones.

Me levanté y tras estrechar su mano, blanda y húmeda como una babosa, abandoné el despacho. Los pasillos de GenCorp, de puro blancos y luminosos, parecían un gigantesco tendedero repleto de sábanas de lino. De vez en cuando, hombres y mujeres cubiertos de batas blancas se cruzaban en mi camino. Sólo su presencia me impedía dar saltos y bailotear. Me sentía tan feliz como, descubrí de repente, perdido. No sé de qué manera, pero logré llegar a la recepción (por alguna razón no quise preguntar a nadie; quizá no deseaba que me contemplaran como un intruso atolondrado). La recepcionista, una joven hermosa como un amanecer, me dirigió una sonrisa atentamente profesional.

—El despacho del señor Seoanes se encuentra en la planta tercera. Administración, sector A.

Mi rostro debió traslucir algo de la congoja que sentía ante la idea de enfrentarme de nuevo a aquellos pasillos albinos, porque la chica sacó de un cajón una especie de calculadora con teclado alfabético.

—Esto es un localizador electrónico. Escribo el nombre del señor Seoanes, ¿ve? Pulso el botón rojo y no hay más que seguir las indicaciones que aparecen en la pantalla.

En alas de la microelectrónica, me vi transportado sin titubeos ante la presencia del Director General de GenCorp. Martín Seoanes era un hombre agradable y jovial, de unos cuarenta años, medio calvo y con el mentón cubierto por una espesa barba.

—Llámame Martín —dijo sonriente—, yo te llamaré (?). Aquí, en la tierra de la doble hélice, hemos proscrito los formalismos. Ante todo, bienvenido. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me dijeron que usted... que tú, me informarías de los pormenores de mi trabajo.

—Te dijeron mal. Sé que estás destinado al laboratorio de síntesis. Lo que tengas que hacer allí es para mí un misterio. Mira, soy el director del centro, y también biólogo, pero mi auténtica labor está más relacionada con el papeleo y la burocracia que con las probetas y las cadenas polinucleótidas —Hizo una pausa para encender su pipa y, observando de reojo mi reacción, añadió—: Los directores técnicos de esta división de GenCorp son los doctores Nanda y Maltman.

Si me hubieran dicho que iba a trabajar bajo las órdenes de Charles Darwin, mi sorpresa no hubiese sido mayor.

—¿David Maltman y Jawaharlal Nanda?

—Nunca hubieras imaginado encontrar aquí tanto premio Nobel junto, ¿verdad?

Hoy en día nadie se acuerda de que David Maltman fue uno de los grandes pensadores de nuestro siglo. Recibió el Nobel por su trabajo sobre la función de las moléculas de ácido ribonucleico en los procesos biológicos de obtención, almacenamiento y recuperación de información en los sistemas eidéticos. O dicho de otra forma, fue quien descubrió cómo funciona la memoria de los seres vivos.

¿Y qué decir de Jawaharlal Nanda, el único ser humano que ha ganado tres veces el premio Nobel? En aquellos tiempos corría un chiste, hoy irónicamente dramático, que expresaba el tamaño de su talento: «Si Dios volviese a crear la vida, antes consultaría con Jaw Nanda.» Más tarde alguien añadió: «Y Nanda no aceptaría colaborar con Dios; siempre ha odiado trabajar con segundones.»

Sí, el doctor Nanda era vanidoso; pero imagino que es difícil no serlo si con veintitrés años ya se es doctor en biología, bioquímica y física, y si al cumplir los treinta y cinco se ha ganado un Nobel en cada una de esas especialidades.

Jaw Nanda, ese pequeño hindú nacionalizado estadounidense, era un genio, no cabe duda. Quizás el más grande que ha dado la humanidad. Aunque, como descubrí más tarde, también era el mayor hijo de puta que ha pisado la faz de la Tierra.

Pero no adelantemos acontecimientos. En aquel momento me sentía tan impresionado como feliz ante la perspectiva de trabajar al lado de dos de las mayores inteligencias de nuestro siglo. No podía sospechar que, durante más de un año, sólo les vería, y muy de tarde en tarde, pasando fugaces por aquellos pasillos de satén blanco.

No estoy acostumbrado a escribir con la mano izquierda. Me tiembla el pulso. He encendido la televisión. Ahora sólo existe una alternativa: el Canal Sagrado del Dios Nanda. El golpeteo de electrones en la pantalla de fósforo me regala la imagen de una ceremonia colosal en los Campos Elíseos de París. Al principio no distingo de qué se trata, sólo veo multitudes vestidas con los colores del Dios, azafrán y rojo. Luego el realizador cambia del plano general a uno más corto, y puedo contemplar con detalle el teatro que se desarrolla en el altar con forma de pirámide truncada.

Me estremezco. Aunque ya lo he presenciado otras veces intento apartar la mirada. Pero hay algo terriblemente hipnótico en aquellas imágenes enloquecidas.

Una larga fila de mujeres jóvenes camina a paso lento hacia los diez sacerdotes que se afanan en lo alto del altar. Cuando las mujeres van llegando a la cúspide de la pirámide se desprenden de las túnicas y ofrecen su desnudez a los sacerdotes. Entonces éstos alzan sus cuchillos y los dejan caer sobre la carne dorada. Luego arrancan el corazón aún palpitante, o tiran de las vísceras como el prestidigitador que saca un conejo del sombrero de copa. Inmediatamente una jauría de acólitos recoge los cuerpos desmadejados y los arroja a la base de la pirámide. Allí la gente bulle y pelea para conseguir llevarse alguna buena porción de carne humana. Tienen hambre.

No sé qué me causa más horror, si la fría mecánica de la carnicería o las sonrisas de éxtasis en los labios de las víctimas.

Oh, por supuesto. Esa barbarie no es más que un acto de amor sacro. A fin de cuentas, cualquier dios que se precie debe tener poder, no sólo sobre la vida, sino también sobre la muerte.

Pero hay algo más. Nanda no suele hacer las cosas porque sí. Su inteligencia inhumana siempre encuentra una finalidad superior para sus caprichos. El mundo, este mundo maníaco y demente, sufre hoy de muchas heridas. Pero las laceraciones más primarias son la superpoblación, y su hija, el hambre. Probablemente para un intelecto lunático, pero preciso, como el de Nanda, el sacrificio ritual de mujeres jóvenes es un medio honesto de control de la natalidad. Y el canibalismo, una solución colateral que cierra circularmente el problema. Así piensa el Dios escuálido y maligno.

Y, sin embargo, todavía hay más. Nanda siempre fue tímido con las mujeres. Creo que le avergonzaba su cuerpo y se sentía intimidado por el sexo. En el fondo se está vengando de todo el género femenino.

Me dijeron que en China decretó la muerte de veinte millones de muchachas, simplemente ordenándoles que cogieran una piedra y no dejaran de golpearse con ella la cabeza hasta que pudieran ver el color de su cerebro impregnando las duras aristas.

Yo mismo pude ver, a través del Canal Sagrado, una increíble retransmisión de la actividad sexual del Dios. Allí estaba Nanda, en un lecho de seda y raso, retozando con tres muchachas, con las Novias de Dios. Una de ellas no tendría más de doce años. ¿Puede imaginarse? Aquel hombrecillo repugnante ofreciendo al mundo su sexualidad grosera y pervertida, pellizcando pechos, arañando glúteos, derramando su semen perverso y procaz.

Dios es una palabra obscena.

Apago la televisión. Ahora que intuyo próximo el fin, es más importante que nunca seguir escribiendo.

Al cabo de muy poco tiempo me di cuenta de que el Laboratorio de Síntesis de GenCorp estaba muy, pero que muy alejado de la acción. Cinco meses después de no hacer otra cosa que hidrolizar anillos purínicos y pirimidínicos (algo que ya me aburría en la facultad), me encontré con una perfecto mapa mental de cómo funcionaban las cosas en aquel centro de investigación. Quienes trabajábamos en las plantas primera y segunda éramos los pinches de cocina. Los grandes chefs practicaban su arte en el Laboratorio 7, situado en el sótano. Y allí no entraba nadie que no fuese invitado.

Other books

Living The Dream by Sean Michael
Burn Out by Kristi Helvig
Lore by Rachel Seiffert
The Arrangement by Ashley Warlick
The Overlook by Michael Connelly