Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Hasta que el fuego llegó a su lado, incendiando los arbustos y las hayas del bosque, los matojos y la maleza del cortafuegos. Entonces las ovejas balaron de terror y se apretujaron, empujándose hacia el barranco.
Agria fue la primera en caer; su cabeza se destrozó contra una aguja de piedra. Tomillo la siguió poco después. Y Lechosa, y Miel, y Amarga, y Dulce...
Algo del Hombre continuó vivo mientras sus obras y sus creaciones siguieron funcionando. Pero las máquinas pararon, y también lo hicieron las ciudades, y la música y los reactores nucleares, y los parques de atracciones, y los satélites artificiales.
Hasta que sólo quedó un perro y su rebaño.
Pero el perro también murió.
De modo que, mientras las ovejas se despeñaban, una a una, la humanidad fue contando sus cuerpos lanosos, tarareando una canción de cuna...
Buscando el sueño final.
—¡Por favor! —exclamó Aníbal Zarko—. Primero el demonio, ahora el fin de la humanidad... que fúnebres nos estamos poniendo.
El profesor Jerusalén no contestó; tenía los ojos cerrados y parecía sumido en una especie de trance estático.
—Pero esa realidad ocurrió nunca. —Madame Kádár sonreía apaciblemente—. Camino equivocado era, y su curso corregido fue.
—Desde luego. Pero no por ello deja de ser una historia triste. —Zarko sacó del bolsillo interior de su chaqueta una baraja y se la tendió a mi hija, invitándola a elegir una carta—. Dediquémonos a algo más alegre, Claudia: la magia.
Los ojos de la niña se iluminaron mientras asistía con entusiasmo a los juegos de manos que con tanta habilidad realizaba el joven ilusionista.
Me levanté y fui hacia la ventana. Intenté ver el fondo del cráter, pero el cielo estaba tan oscuro y la cortina de lluvia era tan densa que resultaba imposible distinguir algo. Consulté el reloj: faltaba poco para la una de la tarde. Volví a mi asiento. La silenciosa Isabel Bocanegra, madame Kádár y el padre Silveira se ocupaban de voltear la ropa que estaba secándose frente al hogar.
—En menos de una hora podremos volver a vestirnos —dijo el jesuita.
—El tiempo de una historia más —señaló alegremente madame Kádár—. ¿Quién proseguir desea?
Nos miramos en silencio los unos a los otros. Aníbal Zarko, atentamente observado por la maravillada Claudia, proseguía con sus trucos. En aquel momento hacía aparecer y desaparecer entre sus dedos cigarrillos encendidos; era realmente increíble la habilidad de aquel hombre.
—Espero que sea un relato más alegre —dijo Zarko; su mano derecha sostenía ocho cigarrillos humeantes.
—¿Y si el Gran Zarko una historia cuenta? —preguntó madame Kádár.
El ilusionista hizo desvanecer los cigarrillos. Acarició con afecto la cabeza, de Claudia y se volvió hacia nosotros. En sus ojos aleteaba una velada ironía.
—¿Una historia? Por qué no... —Sonrió divertido—. ¿Saben?, el cuento del profesor Jerusalén trata en cierto modo de la grandeza que se esconde tras la inutilidad de ciertas acciones. En realidad, no hay cosa más sublime que aquello que no sirve para nada. Como mi magia. —Hizo aparecer en el aire un bastón negro, luego lo convirtió en un pañuelo rojo; finalmente, el pañuelo se transformó en una esfera de cristal. Zarko la sostuvo en la mano—. Mi magia es inútil, he ahí su grandeza. Además, todo el mundo piensa que no son más que trucos. Pero se trata de auténtica magia. Lo que hago, lo hago de verdad. Aunque, ¿cómo demostrarlo? —Se encogió de hombros—. No importa, ése sería el último engaño: algo que parece real, pero que todo el mundo presupone ficticio, resulta ser finalmente cierto. Bien, pues de eso trata mi historia. —Zarko, en medio del salón, se comportaba como si estuviera sobre un escenario—. Hace un año, yo trabajaba en un teatro de París. Se trataba de una especie de festival de ilusionismo al que acudían magos de todo el mundo. Allí conocí a un hombre llamado Gedeón Montoya, un gitano natural de Granada. Montoya estaba especializado en ese tipo de magia que llamamos mentalismo; era capaz de describir con precisión el contenido del bolso de cualquier espectadora, o de enumerar con acierto las fechas de nacimiento de un grupo de desconocidos. Podía ver a través de las paredes, o encontrar objetos perdidos, o leer un libro cerrado. Jamás había tenido ante mí a un ilusionista mejor. Y lo más sorprendente de todo es que Gedeón Montoya no era un mago profesional, sino un simple aficionado que se dedicaba a la magia sólo eventualmente —Zarko se encogió de hombros—. Aquel gitano era un enigma, así que hice lo posible por conocerle, por averiguar cuál era el secreto que se escondía detrás de sus increíbles trucos. Bien, Montoya y yo nos hicimos amigos. Al poco me confesó que no había ningún secreto. Era un auténtico mentalista; lo que hacía sobre el escenario no era más que una ínfima parte de su auténtico poder. Luego me contó la historia de su vida, que es la historia que ahora voy a narrar. Se trata de un relato muy extraño; comenzó hace más de dos siglos, cuando un mensaje misterioso cruzó el firmamento...
La historia de Aníbal Zarko
El veinte de agosto de 1783, mientras Rusia ocupaba los territorios tártaros de Crimea e Inmanuel Kant publicaba sus Prolegómenos para cualquier metafísica futura, un amplio frente de radiación electromagnética codificada atravesó la órbita del sistema Tierra-Luna en dirección a una estrella de clase G que, dos siglos más tarde, sería catalogada como J118 por un anónimo astrónomo europeo.
El frente electromagnético había sido emitido por la civilización originaria del pequeño planeta que orbitaba otra estrella de clase G (a punto de ingresar en la clase K) jamás catalogada, y situada a casi doscientos años luz de nuestro planeta.
El contenido del mensaje codificado en aquel frente electromagnético no era particularmente relevante. En términos generales, hablaba de la divinidad, de la trascendencia y de la inmortal consustancialidad del alma. Cabe señalar que la civilización que lo había emitido poseía una naturaleza extremadamente religiosa, y que esa cualidad mística era tanto la que había propiciado el esfuerzo de lanzar al infinito la Verdad de la Palabra como la causante de la guerra santa que, veinte años después de emitir el mensaje, había destruido, no sólo su civilización, sino el planeta que la contenía y la estrella que, a su vez, orbitaba.
Por supuesto, nadie en el sistema Tierra-Luna se percató del paso de aquel frente de ondas, ya que el nivel tecnológico imperante en aquel lejano 1783 andaba por los balbucientes primeros intentos de los hermanos Montgolfier en conseguir que un globo de aire cálido hiciese algo más que arder alegremente.
El caso es que el frente electromagnético llegó a la estrella J118, sede de una civilización tecnológicamente avanzada y filosóficamente laica. Aquellos extraños seres descifraron fácilmente el mensaje, y con igual facilidad pasaron a considerar su contenido como una estupidez de proporciones cósmicas.
La verdad es que hubiesen dejado correr displicentemente el asunto si no fuese porque la proverbial vanidad agnóstica les impelió a contestar a aquellos meapilas estelares, con el fin de darles, dialécticamente, en la cresta (si es que tenían cresta o, cuando menos, cabeza).
Así que los seres de J118 reunieron a sus mejores intelectuales y les hicieron redactar una respuesta. Luego decidieron apabullar a los beatos alienígenas no sólo con el peso de sus razonamientos, sino también con la evidencia de su superioridad científica. Si el primer mensaje había cabalgado en un frente electromagnético amplio y disperso, la contestación les llegaría en un finísimo haz de energía coherente.
De modo que construyeron una estación emisora en órbita cercana a J118 y, gracias a su sofisticada tecnología, acumularon quince segundos de energía sol, que luego procesaron y emitieron en forma de un haz coherente cuyo diámetro, en el momento de la emisión, no excedía de las dos mieras.
Aquel haz pagano surcó los mares estelares a la velocidad de la luz, radiante como el elevado pensamiento que lo había creado, raudo en su camino hacia la, por aquel entonces ya inexistente, estrella religiosa.
Y hubiese llegado, no cabe duda, de no ser porque en su paso se cruzó un obstáculo: la cabeza de Gedeón Montoya.
El alfabeto de los árboles
Una puerta secreta se abre en el muro oeste del castillo. La luna desvela la silueta de una mujer cruzando el dintel y atravesando, rápida, la explanada que conduce al bosque. Un susurro de seda, como el crepitar de un fuego, acaricia el silencio de la noche.
La mujer corre ahora, intentando evitar la atención de los soldados que hacen guardia en el castillo. De pronto, su hombro tropieza con la rama de un avellano. El vestido se rasga, mostrando a la indiscreta noche un pecho blanco y suave, como el queso recién cuajado.
Sobre el hombro, cruzándolo, la roja sonrisa de una herida derrama lágrimas de sangre.
Durante los lejanos tiempos en que la religión de los druidas se extendía por los bosques celtas, los árboles tenían asignadas letras y significados.
Así, por ejemplo, el abedul era la B, el roble la D, o el acebo la T.
Una vieja tradición galesa cuenta que, durante la mañana de Pascua de Navidad, el primer hombre que pisase el umbral de la casa sería, sin duda, el Muchacho del Acebo, de siniestra naturaleza, por ser el representante de Saturno.
Por eso, durante la Pascua, a ese hombre se le mantenía alejado de las mujeres.
EL RAYO COHERENTE Y LAS SINAPSIS DE GEDEÓN MONTOYA
Nadie se dio cuenta de que el mensaje de J118 estallaba contra la cabeza del recién nacido. El haz coherente, por supuesto, ocupaba una fracción del espectro electromagnético no visible para el ojo humano. Así que nadie fue consciente del gran error que habían cometido los agnósticos alienígenas al pasar por alto un obstáculo como la Tierra.
Nadie fue consciente, salvo quizá la bisabuela de Gedeón, una anciana desdentada y senil (pero algo bruja), que en el momento del impacto exclamó:
—¡Er chinorré sina yes timunjonó! ¡Láñela or Benguí on sun chapitel!
Lo que, traducido del caló, venía a significar: «El niño es un mago. Trae al Demonio en su cabeza.»
Pero nadie le hizo caso.
Fuera como fuese, el haz de energía coherente y codificada que, en aquel momento de la mañana de Navidad de 1953, tenía un diámetro de 21,7 cm., atravesó la ventana de la pobre chabola de los Montoya, en el barrio granadino del Sacromonte, y alcanzó de lleno la pequeña cabeza del recién nacido Gedeón, mientras la comadrona, sujetándole por los pies boca abajo, le palmeaba enérgicamente el trasero.
Lo normal es que aquel rayo dialéctico, investido de quince segundos de energía sol, hubiese quemado todas y cada una de las neuronas del bebé. Pero no lo hizo. Se trataba de un rayo dialogante y civilizado cuya única pretensión era encontrar un receptor para su mensaje. Dado que el neocórtex de Gedeón era un receptor tan bueno como cualquier otro, el haz hablador anidó en él. Claro está que el cerebro de un tierno infante no puede almacenar, sin sufrir cambios, el destello de una estrella, por muy ordenado que ese resplandor sea.
Así que el haz de energía electromagnética coherente de J118 reventó literalmente las sinapsis del cerebro de Gedeón, abriéndolas a todos y cada uno de los estímulos existentes en el universo conocido.
Dicho de otra forma, el sistema nervioso central del niño gitano Gedeón Montoya se convirtió en un receptor perfecto, capaz de percibir, no sólo cualquier alteración de todas las longitudes de onda del espectro electromagnético, sino también los flujos de gravedad, las fuerzas cuánticas débiles y fuertes, los taquiones y otra serie de perturbaciones en el continuo espacio-tiempo, para las que la ciencia actual no tiene conceptos ni palabras.
El calendario de los árboles
La mujer se interna en el bosque mientras sus ojos destilan perlas de agua salada.
La herida del hombro palpita, pero no es ése el motivo de su dolor. No, hay en ella un abandono, una pérdida forzosa, que excede con mucho el sufrimiento de la carne rasgada.
El avellano es un árbol discreto, pero también mágico; no en vano de su madera están hechas las varas zahoríes.
Los druidas no sólo asignaban una letra a cada árbol, sino que también le concedían una época del año.
En este calendario vegetal, a la hiedra, cuya letra era la G, le correspondía el tiempo de octubre.
Antiguamente, la última gavilla de la cosecha era atada con hiedra, dándosele el nombre de la Muchacha de la Hiedra. Al último labrador en finalizar la cosecha se le castigaba dándole durante un año esta gavilla. Eso era augurio de mala suerte, ya que la hiedra estrangula al árbol, igual que una mala esposa ahoga al hombre.
LAS SINAPSIS EXPANDIDAS Y EL CALDERO DE ORO
Durante sus cinco primeros años de vida, Gedeón no pronunció ni una sola palabra. Tampoco durmió, ni lloró ni apenas se movió. Estaba demasiado ocupado percibiendo las alteraciones gravitacionales de la estrella de Barnard, manteniendo un diálogo antirrelativista con una Inteligencia Artificial de Rigel, o, más prosaicamente, conectando su oído derecho al curso de idiomas de la BBC.
Sus padres, por supuesto, estaban tan preocupados por el estado de su primogénito que incluso le llevaron a la consulta de un médico payo.
—Estamos ante un caso claro de autismo —sentenció el doctor, con la aplastante seguridad de quien no tiene la más remota idea de lo que sucede.
Diérasele el nombre que se le diera, Gedeón era un auténtico problema para una familia tan pobre como galopantemente extensa (a esas alturas, eran ya cuatro los churumbeles, y un quinto venía en camino).
Así que un día, Antonio Montoya, el padre de Gedeón, cogió a su hijo mayor y lo sentó sobre sus rodillas.
—Sinelas soque yequí arluchí, Gedeón —le dijo con el ceño fruncido—. Buter tué olacera marelar on ondolé jibilén.
Lo que, en el lenguaje de los payos, significa: «Eres como una, planta, Gedeón. Más te valiera acabar en el pozo.»
Gedeón no prestó la menor atención a las palabras de su padre, pero sí fue muy consciente de los significativos cambios en la estructura electromagnética de su aura.
No cabía duda de que su corta vida corría peligro. Así que Gedeón se desconectó de una estructura estelar particularmente anómala del sector Sirio, dio por finalizada una turbia conversación con los seres acuáticos de Ras Algethi, y pasó a explorar el, llamémosle así, Campo Arquetípico Junguiano más próximo.